¿Cuál es la imagen de las cosas?
Como de costumbre decidimos ir hacia el palacio de bellas artes en busca de refugio, pues cuando no se tienen los recursos suficientes, hasta una ciudad con tantas opciones como ésta se vuelve un desierto de calor natural y humano, sin más. A secas, simplemente Árido. Si a Julio no le quedaban claras las referencias de mis aseveraciones entonces la caminata nos mostraría el significado de lo “desértico” en nuestros cuerpos. Dicen que dentro de las primeras 8 horas de caminata los pies ven paisajes, porque después las ampollas reclaman atención en los pies por sí mismos ¿Qué paisajes puedes apreciar cuando, en medio de un paseo, tus pies gritan su dolor? La mudanza de la naturaleza de las cosas depende de la quietud de mi cuerpo y de los cuerpos de los demás. En este mismo sentido caminar por Madero no es lo mismo a las 4 de la madrugada que a las 2 de la tarde en época navideña. El malestar se nota desde los rostros rojos hasta las chamarras al brazo, por si hace frio más tarde. Claro, y es que nunca sentimos el ritmo de la naturaleza y su complementariedad hasta que tenemos todas las estaciones en un solo día. Julio, ¿tú también serás todas las estaciones? Tú, mi querido astrólogo, ¿cuántos ritmos eres? Y más interesante aún, ¿cuántos podemos ser en conjunto?
Después del despertar con el café de la mañana nos advino el verano entre cuerpos sudorosos y prendas pegadas al cuerpo, rozándose entre la tela y la piel, entre las telas y pieles con pieles. Llegamos a la entrada del palacio con sed en nuestros órganos, sin embargo, alcanzamos a escuchar la explicación de algún guía. Decía que hay una controversia con los mascarones de la parte central del palacio pues resulta que el mascarón central no tiene una referencia exacta, si bien los otros cuatro representan las estaciones del año, el central es hierático, lo cual representa todo un lío representacional. A Julio no le importa demasiado el exterior marmóreo sino la cúpula celeste, me indica con una mirada que entremos al edificio. En cambio, para mí sigue resonando el mascaron central en mi boca, o debo decir en la aridez de mi boca, de su boca con pocas palabras. Vacía.
Ya adentro, y para nuestro gusto, la luz que habitaba seguía siendo natural. Es incómodo cuando se gasta en electricidad siendo pleno verano. Pero quizá más incómodo es el capricho del día y de sus ritmos. Llegaba una tormenta que empezaba a nublar nuestros sentidos. Nos pusimos los suéteres y luego los abrigos. Mientras nosotros nos llenábamos de telas, la naturaleza caía por partes, caían las hojas y la lluvia. Según nos enteramos, los caballos alados que se encuentran en la explanada de Bellas Artes debían ser los ejes cardinales de la cúpula del palacio, pero de haberlos dejado ahí su peso hubiera hecho que el palacio entero se hundiera. Y claro, quién quiere experimentar el inframundo cuando se puede aspirar a las estrellas.
Sin embargo, entre un extremo y otro, quedaba el palacio mismo, es decir, no se trata de hablar de extremos sino de su transición. A mí me interesan esas intersecciones y no el resultado mismo. El quinto mascarón debe ser el soporte de los demás, la estructura que los une a todos, la capacidad de variabilidad. No me di cuenta de lo ensimismada que me encontraba hasta que escuché la voz de Julio leyendo un panfleto que le acababan de dar:
“¿Cuál es la relación del hombre con sus demonios y dioses? Antes del giro antropocentrista en el que la medida de las cosas es la luz como significante de la razón o racionalidad, el hombre estaba en mayor contacto con la triada divina; su cuerpo, los otros y el mundo. Incluso el lenguaje que se utilizaba en la teología antes de que llegaran los padres de la iglesia era erótico, después de ellos éste se convierte en tabú. El erotismo se manifestaba mediante el dios que entra en nuestro cuerpo, con quien generábamos plenitud y luz. Una luz que integra desde las esferas más bajas como son los minerales o el soma hasta las más altas o las innombrables. Los dioses no eran distintos a los hombres, ellos no estaban más arriba siendo inalcanzables, sino que nos habitaban. Los hombres son…”
El texto continuaba, pero la tormenta llegó a su auge y con ello la oscuridad se hizo tan evidente que las letras del texto parecieron borrarse pues Julio se calló. Levanté los ojos, la estructura del espacio parecía tener puntos más luminosos que otros. Fue entonces cuando creí ver a una mujer reflejada en todas las paredes de mármol. Ella estaba en un papel histriónico, en medio del universo. Hacía frío, tanto que se le formó una capa delicada de hielo que comenzaba a vestirla por los pies. Después de un momento caí en cuenta de que la podía ver tan claramente porque ella misma emanaba luz, luz negra. Deben ser muy talentosos los del equipo técnico, pensé, pues el juego de estrellas cambiaba bruscamente. Más que explosiones eran implosiones que desplegaban por todo el entorno una nueva oscuridad que hacía cada vez más pesado el ambiente.
Ella guardaba una posición hermosamente estética. Los músculos bien estirados hacían que fuese más estilizada de lo que podría ser cualquiera, aunque no dejaba de verse natural, como si esa imagen le fuera intrínseca. Nos quedamos observándola fijamente pues no estábamos seguros de que fuese algún actor o una escultura más. Sin embargo, notamos que, en efecto, era orgánica pues el peso de las implosiones se absorbía por su cuerpo. ¿Qué pesa más? ¿Una causa física o una social? ¿Por qué pesa tanto el cuerpo antes de subir al escenario? Pensaba preocupada. Tenía que relajarse pues de lo contrario no daría un buen espectáculo, la calidad del mismo no podía quedar en duda. Julio la llamó Pléyade.
Nos explicaron la dinámica. Ella haría una danza ritual, al parecer era de la India. Sus reglas le concernían a todo el entorno pues de lo contrario el proceso de implosiones constantes se giraría sobre sí mismo volviéndolas explosiones que consumirían peso, por lo tanto acabarían con la gravedad haciendo que todo el macrocosmos colapsara. Entonces entendimos el ahínco con el que se guardaba en esa posición. No sólo estaba en juego su papel de histrión sino también la vida misma, desde la esfera de los dioses y de los daimones hasta las esferas de los hombres, del soma y minerales. La capacidad de variación que es su propio cuerpo estaba en juego. Y el éxito del juego dependía del recibimiento del público que esperaba a que se abriese el telón.
Ahora el problema era el tiempo, pues la luz no regresaba tan imperiosamente como para que el telón se abriese. Si eso seguía así, entonces su cuerpo colapsaría. Mientras las reflexiones sobre el peso, los caballos alados y los cambios de luces iban y venían, el hielo que reclamaba sus pies seguía expandiéndose a tal punto de lucir una bella falda que le llegaba a la cadera. El hielo seguía su marcha por el resto del cuerpo como una capa fina de nieve que se tornaba en pesados bloques. Nunca sentimos el invierno como en aquella ocasión en la que los abrigos necesitaron su propio cobertor. El frio que despertaban nuestros cuerpos en gritos, los cuerpos que buscaban desesperadamente la calidez de la mudez porque un cuerpo sano es un cuerpo mudo. Yo no siento que tengo cuerpo hasta que me lastima, hasta que mis pies dejan de ver paisajes y mis piernas parecen romperse al tacto de lo congeladas que se sienten.
El delicado tinte blanco que iba cubriendo el cuerpo de Pléyade hacía que destellara y se reflejase sobre el mármol, que parecía espejo. Como surgido por un reflejo del reflejo del reflejo en donde se multiplicaban escandalosamente los destellos que parecían estrellas, se terminó de constituir una Pléyade.
Con un único principio rector, Pléyade eran muchos destellos, muchas estrellas, era masculino y femenino a la vez, luz y oscuridad, era el tejido que sostiene todas sus características. Cada uno con alas dentro de un mismo ser multidimensional. Esperaban su turno para pasar a escena, al igual que el astrónomo, quien abriría la función con algunas explicaciones teóricas de lo que se esperaba que fuese la obra. La diferencia entre ésta y aquél era que Pléyade llevaba esperando tanto tiempo por el comienzo que ya no se distinguía si la luz que emanaba era negra o racional.
Las explosiones seguían su marcha, el hielo por igual. Sin remedio, la pesadez del ambiente provocó que poco a poco fueran acercándose el uno a la otra pues sus fuerzas se vencían por la naturaleza: tanto peso alojado en sus cuerpos hacía que cobraran más carne, más masa. ¿Qué pesa más? ¿Una causa física o una social? O tal vez la combinación de ambas (y qué es el cuerpo si no social). Cayeron juntos como amalgamados en un abismo enconado que a cada pulsión se cerraba más. A pesar del entorno, cada grupo seguía sumergido en sus respectivas poses. Pero con el tiempo, los unos ya no se podían mantener imperturbables debido a la estrechez de sus cuerpos con los demás. Nació el odio entre ellos. Pléyade se cansó de soportar el peso y en un segundo se metió dentro de la teoría en un movimiento aciago.
Ella gritó, aunque no por mucho pues recordó la importancia de su danza.
Pléyade notó que aún dentro podía seguir manteniendo su independencia, seguía siendo la imagen de la variabilidad, pero no se dieron cuenta de que su luz la quemaba por dentro. Frio por fuera y calor por dentro no hicieron de su cuerpo un ambiente templado sino que se volvió contrario a sí mismo sin posibilidad de reconciliación. Dejó de pensar, presa de un repentino síncope. No se dio cuenta de que la luz volvió, el telón se abrió. Tampoco se percató de que el hielo ahora era una escafandra, de que estaba muriendo sujetada a sus deberes, presa de su propia libertad en el centro del escenario.
–Quizá el quinto mascarón es la espacio-temporalidad, necesitamos definirla porque de lo contrario nuestras posibilidades perderán su identidad. Ya sabes, A es igual a A.
–Ya, pero A es A en tanto que no es A.
Imagen tomada de Proceso