Fotografía: Un puño, por Brenda Álvarez
Diagnóstico de las humanidades en el nuevo milenio
A finales de este año el helenista español Carlos García Gual declaró a El País (1/12/2017) que la batalla de las humanidades era una batalla perdida, porque “a los gobernantes no les interesa la formación cultural de la gente, sino que la gente estudie lo suficiente para tener un oficio, ganar dinero, producir y consumir”. Para él, en el panorama que vivimos lo mismo da a los gobernantes si los ciudadanos piensan o no, lo que en el futuro llevará a un retroceso en los terrenos de la literatura, la historia… Asimismo reconoce que para difundir las humanidades no hay una receta clara, puesto que nos enfrentamos a un cambio de mentalidad: estamos más al pendiente del teléfono, pero no leemos más (a veces, incluso, lo hacemos con menor asiduidad).
Aunque Gual no precisa el contexto de sus declaraciones, sus afirmaciones no son sorprendentes para los que hemos visto, en lo que va del siglo, un descuido de las humanidades en los programas de estudio —igual en España como en América Latina. Materias como historia, literatura y filosofía han menguado, cuando no desaparecido de las aulas, principalmente del bachillerato, sin contar la reducción presupuestaria para estos campos de estudio. Esta reducción no es gratuita ni se trata simplemente de un plan gubernamental, sino que es la misma población la que en muchos casos no encuentra sentido a una serie de saberes que le pueden parecer arcaicos o poco vistosos en comparación con el mundo de la tecnología.
Ya en 1997, poco antes de que empezara el nuevo siglo, Fernando Savater publicó en su libro El valor de educar un diagnóstico del rumbo de las humanidades en una sociedad, en la que según se vislumbraba, amenazaban con ser arrinconadas. Sobre todo, se contemplaba “la hipotética desaparición en los planes de estudio de las humanidades sustituidas por especialidades técnicas que mutilarán a las generaciones futuras de la visión histórica y filosófica imprescindible para el cabal desarrollo de la plena humanidad…”. Lo anterior para Savater conllevaría a una modificación de la calidad de la cultura, reforzando los conocimientos científicos o técnicos en los que se cree que pueden obtenerse resultados inmediatos u oportunidades laborales directas. El tiempo daría la razón a este pronóstico.
¿Pero por qué es o le fue tan difícil a las humanidades incorporarse a los intereses cada vez más pragmáticos del nuevo milenio y a la perspectiva digital? Savater explica que las humanidades históricamente han sido terreno de controversias y controversias, en las que, conforme el número de voces se multiplica, es imposible elegir una postura. Eso sin contar que, en un mundo multicultural cada vez es más complejo, la elección de fines o criterios políticos estéticos o sociales específicos es también un problema. Frente a este campo de discusión parece más fácil quedarse en la zona de la instrucción sobre los medios y en el “pragmatismo calculador” en el que la gran mayoría suele coincidir.
La enseñanza de las humanidades, por otra parte, dice Savater, se ha mantenido en una posición demasiado académica, alejada de los asuntos mundanos y del humor que han impedido que éstas se hagan cargo de las preocupaciones del presente. Además de que las humanidades fueron víctima de la “pedantería” de los profesores que han estado más preocupados por exaltar el conocimiento propio que por comunicarlo y que no comprenden la existencia de estudiantes que no compartan espontáneamente la afición que a ellos les parece una obligación intelectual evidente por sí misma.
En otro terreno, las humanidades llegaron tarde al mundo de las computadoras y al entorno digital, muchos críticos consideraban que con estos medios se abría la ruta para la inevitable deshumanización y tecnificación de la sociedad, y olvidaron, explica Savater, que los propósitos para los que se usen estos medios no son responsabilidad de las propias máquinas, y que éstas no habrían de perturbar nuestra humanidad o las humanidades por sí mismas, a menos que fueran usadas para ese propósito. La incorporación al mundo digital llegó tarde y cuando llegó, las humanidades ya habían perdido terreno.
¿Pero qué son las humanidades?
Tal vez antes de hablar de las humanidades habría que plantearse otras preguntas, por ejemplo, ¿por qué en la clasificación de disciplinas seguimos partiendo de una división construida en el siglo XIX y consolidada en el siglo XX en la que se realizó una división injustificada entre las disciplinas que están dentro de las humanidades y las que no lo están? Savater se pregunta: “¿Qué son las humanidades? Supongo que nadie sostiene en serio que estudiar matemáticas o física son tareas menos humanistas, no digamos menos “humanas”, que dedicarse al griego o a la filosofía”.
La reducción de las humanidades a unas cuantas disciplinas respondió a un afán de especialización ante el surgimiento de saberes técnicos cada vez más complejos que superan ya las capacidades de un individuo para dominar todo. El resultado es, sin embargo, como ve el filósofo, una “hemiplejia cultural” en las que frente al saber técnico se confrontan una serie de disciplinas, las llamadas humanidades, en las que supuestamente se “pretende desarrollar la capacidad crítica de análisis, la curiosidad que no respeta dogmas ni ocultamientos, el sentido del razonamiento lógico, la sensibilidad para apreciar las más altas realizaciones del espíritu humano, la visión del conjunto ante el panorama del saber, etcétera”.
Pero esta construcción decimonónica de las humanidades no es sostenible, puesto que no hay ninguna razón para pensar que solo materias como filosofía y latín, y no física o matemáticas, sean las que generen las virtudes descritas. Asimismo, apunta Savater que la experiencia nos dice que ni siquiera los expertos en las llamadas humanidades poseen todas estas características críticas y supuestamente monopolio de dichas disciplinas: “Y es que algunas de las personas más conformistas, supersticiosas y rastreras que conozco son catedráticos de filosofía: si yo debiese juzgar por tales representantes, no me quedaría otro remedio que solicitar la abolición de su estudio en el bachillerato y hasta en la universidad”.
Savater propone entonces que la cuestión de las humanidades nunca estuvo en su carácter científico o literario, y, por lo tanto, la esencia de este campo no se limita a las disciplinas que la academia ha reconocido como tales en el último siglo, sino en ciertas virtudes que la educación en general debería buscar en el espíritu humano. Esto implica que la discusión por las humanidades en el nuevo siglo no debería estribar únicamente en cuántas horas de filosofía, griego, latín o literatura deben tener los alumnos frente a otras disciplinas (por más que esto resulte también una discusión sobre la salida laboral de los expertos en las llamadas humanidades), sino en el fondo general de la educación. No en qué sino en cómo educar. En cómo generar aquí y ahora las virtudes y pasiones intelectuales asociadas únicamente con las humanidades pero que podrían extenderse a todas las disciplinas.
¿Pero qué virtudes poseen entonces las humanidades más allá de su ahora tradicional campo disciplinar académico? Savater regresa para ello a revisar lo que designaba la acepción moderna de humanismo constituida en el Renacimiento. Nos dice que las humanidades refirieron al final del Medioevo a una serie de comentarios de textos cuyo fin inicial era la posesión de una expresión oral y fluida cultivada, rica en ideas, pero también en palabras. Se trataba además de textos de la Antigüedad, que tenían un origen humano y no divino, por lo que podían ser discutidos, reelaborados y revisados. Los dioses antiguos, recuerda Savater, no escribían y “el analfabetismo de los dioses grecolatinos resultó un magnífico caldo de cultivo para las letras humanísticas que rompieron así el agobio esterilizador de tantas escrituras con dogmático copyright celestial”. Lo que resultó de estos estudios fue la potenciación del espíritu del hombre y el ejercicio decidido de la razón. Las humanidades prefirieron la razón frente a otras explicaciones, la eligieron como el camino del ser humano frente al dogma y la sinrazón. La hicieron el vehículo del diálogo y del saber.
La razón ejercida con responsabilidad reconoce sus límites y sabe que no es omnipotente, distingue, explica nuestro autor, lo que podemos conocer con justificación de los que soñamos o anhelamos solamente, advierte lo que tenemos en común más allá del sexo, el origen étnico, la nobleza social o la riqueza. Las humanidades reconocen a la razón como la gran semejante entre los seres humanos. La educación humanística, entonces, promovió el respeto y la confianza en la capacidad de pensar de cada quien y permitió la construcción de modelos racionales para pensar el mundo en el que vivimos, un mundo humano que no ha encontrado la última palabra sobre una infinidad de asuntos.
Una educación humanística no se reduciría entonces a la enseñanza de historia, literatura o filosofía, sino a la construcción de la razón como vehículo del pensamiento y a la confianza y respeto del ser humano y sus facultades, lo que puede también generarse en las disciplinas más científicas y técnicas que han dejado para las humanidades esa responsabilidad.
El futuro de las humanidades
Se trata entonces de un proyecto de las humanidades que va más allá de ellas mismas. Entonces la pregunta que tenemos frente a nosotros es qué hacer ahora para que la voz de las humanidades o, mejor dicho, los valores que éstas enseñan para la vida humana lleguen a buen puerto y permitan la construcción de un mundo humano de mayores perspectivas, a pesar de su arrinconamiento en los proyectos educativos.
Es frecuente que ante esta pregunta, en el panorama actual, aficionados y profesionales de las humanidades compartan el pesimismo de García Gual sobre el destino de estos saberes y se piense que no hay remedio a pesar de que estas disciplinas nos resultan ciertamente imprescindibles. El desánimo se ha ido acumulando a lo largo de estos años, en los que hemos visto cómo se cumplen frente a nosotros diversos temores, algunos ya anunciados por Savater en el cambio de siglo: la llegada de la tecnología como intento de panacea educativa, la reducción de horas de las tradicionales disciplinas humanísticas, el intento de privilegiar la utilidad como criterio educativo, la inmovilidad pedagógica en el terreno de las letras, la filosofía, la historia… Las humanidades, como han podido, se han atrincherado en las universidades y cuando han podido en los bachilleratos. Se ha tratado de una supervivencia laboral pero también de garantizar la pervivencia de una serie de disciplinas que buscan mantener una serie de valores y saberes que no han sido adoptados por las asignaturas más técnicas o científicas, y que le han sido legadas a las humanidades como su responsabilidad.
No hay salida fácil, la respuesta a lo que deben hacer las humanidades requiere creatividad, autocrítica y una autoestima robusta. El reto más importante, y al que por desgracia también se llegó tarde a reflexionar, es el replanteamiento de las humanidades más allá de las horas de clase y de los límites disciplinares. Se trata de la necesidad de una revisión interna que permita llevar estas disciplinas y sus valores más allá de la academia, los sistemas de investigación, los planes de estudio o a los ya convencidos.
La misión es lograr un replanteamiento humanístico general de la educación, que privilegie las pasiones intelectuales y el respeto a la razón humana por encima de los dogmas políticos, religiosos o sociales. Conseguir la creación de una mirada amplia en los ciudadanos para que no queden reducidos a la utilidad. Tal como se han configurado los saberes, tal vez sólo las humanidades pueden ayudar a crear una sociedad en la que se puedan dar y pedir razones, leer y escribir ideas, cuestiones que aunque se crean ya garantizadas están todavía lejos ejercerse plenamente en sociedades como la mexicana e incluso en otras del llamado “primer mundo”.
En suma, las humanidades en asunto “de las humanidades” están más allá de sus disciplinas: la educación en general, la revisión de los saberes, el trabajo de a pie en la nueva configuración del mundo es el campo de batalla o de cultivo (como quiera verse): las humanidades, a pesar de todo, pueden (deben) salir victoriosas, al menos así tendría que ser por el bien de todos.