Un comentario es el mundo. Mejor, un comentario del comentario. Al aplicar Michel Foucault su método arqueológico a la episteme del Renacimiento, –inicio del Humanismo– descubre que una de las principales formas del saber de la época es la Eruditio: el vasto conocimiento de los textos antiguos, de las lenguas, de los autores, etc. Pero esto no se trataba de una acumulación de conocimiento que pudiera tener una relación con la erudición de nuestra época, pues a esa forma del saber la acompañaba otra más mágica, menos racional diríamos nosotros actualmente, aunque fundamental para el saber renacentista: la Divinatio. Ella era la intérprete de las marcas del mundo, el vínculo entre el microcosmos y el macrocosmos; ella enunciaba el nombre de las cosas y, al mismo tiempo, develaba su esencia; ella hacia que toda esa acumulación de conocimiento se vinculara con el conocimiento directo de las cosas.

No existía para el Renacimiento una separación entre el lenguaje y la realidad: el lenguaje era parte del mundo, por lo que conocer lo escrito sobre él (Eruditio) era conocerlo directamente (Divinatio). Los comentarios escritos sobre obras que se referían a un asunto específico del mundo no eran para especializarse en un autor o tema, sino que servían para develar los signos del mundo, para hacerlo hablar. De este modo, el conocimiento de la realidad estaba limitado por la cantidad de comentarios que se pudieran hacer sobre ella. Y es en este sentido que podemos decir que para el Renacimiento, el mundo se conocía en un comentario, pues el mundo era un Texto que tenía que interpretarse.

Nuestra época, a diferencia del Renacimiento, ha perdido esa creencia. Los comentarios ya no nos conducen a algo externo a ellos mismos, han dejado de ser “la prosa del mundo”. Los comentarios son referencias. Citas de citas. Una extensa biblioteca, infinita al modo de Borges, remitiendo no más que a sí misma en un aletargado solipsismo (¿y el mundo?). Pero ahora no nos queremos enfrascar en una discusión sobre la existencia del otro, nuestro propósito tiene que ver con otra cuestión: vislumbrar brevemente la situación del pensamiento en nuestra época. Y es que el asunto se reduce a una sola frase: nadie se atreve a pensar. Más específicamente: nosotros, los que decimos saber, somos incapaces de pensar (máxima antinomia de la razón académica).

A pesar de la cantidad de material bibliográfico producido en la actualidad, son muy raras las veces que nos encontramos frente a algo verdaderamente atractivo, son pocas las veces, por decirlo de algún modo, que nos encontramos frente a algo “original”. Pero no estamos hablando de una creación ex nihilo. No hablamos de vanguardia, de innovación o de modas. Queremos hablar de un verdadero pensamiento, uno que no se detiene en una larga intervención erudita que termina por atomizar el conocimiento, por convertirlo en algo extraño, incluso prohibido para aquel que no conoce el lenguaje en el que se habla. Esto lo notamos en los largos congresos universitarios, donde para entrar se necesita poseer un traductor que nos ponga a tono frente a los especialistas.

Pero debemos ser más claros. Tampoco se trata de una exhortación a un radicalismo ingenuo (si es que se puede dar tal cosa), pues reconocemos la importancia de ese vasto conocimiento bibliotecario –conocimiento del que también nos servimos. Nos referimos, más bien, a olvidarnos de escudriñar a un autor hasta el último resquicio de su pensamiento, hasta el sótano y el ático, con tal de descubrir sus más íntimos secretos. Ya que, de seguir así, sólo habremos de generar un extenso listado de notas a pie de página, tal y como George Steiner considera que es el estado de la cultura (o poscultura) hoy en día.

La especialización, así como esa amplísima lista de notas a pie de página, no ha hecho más que generar una escisión entre el pensar dentro y fuera de la academia, pues el conocimiento ya no tiene nada que ver con la vida. Y ya hemos dicho que tampoco estamos restando importancia a ese tipo de labor, por lo que el lector se preguntará a qué nos estamos refiriendo con exactitud. Esto lo responderemos a continuación.

Partiendo de un espíritu histórico, dejando de lado toda metafísica posible, debemos admitir que el conocimiento no es sino un medio para la conservación de la especie y, posteriormente, para el incremento de su poder –todo esto en sentido nietzscheano. Por tanto, todo conocimiento no puede no estar ligado a la vida como su condición de conservación y de incrementación. Nietzsche es muy claro al respecto, pues para él toda realidad es, necesariamente, una realidad humana, un parcela de eso que podemos llamar caos y que el ser humano ha “incorporado” [Einverleibung], dotándola de sentido y creando así, propiamente, su realidad.

Pero esto no es exclusivo del ser humano, lo es de toda forma de vida: todo viviente interpreta el caos, le imprime su sentido y crea su mundo. Y es por esto que toda vida es perspectivística, pues cada viviente dota de sentido al caos desde determinada posición, desde determinada estructuración psicofisiológica, según sea el caso. Esto termina con la posibilidad de toda verdad absoluta, por lo que todas las viejas creencias que tenía el Humanismo, y que se ven exacerbadas en la Modernidad, se diluyen: la moralización de la humanidad, su progreso, su felicidad, su guía (la razón), caen ante el espíritu histórico, pero sin que esta caída suponga, de entrada, un progreso, una salida de errores antiquísimos o un fatalismo; más bien, supone colocar donde hubo un error, otro distinto.

Entonces, ¿qué sentido tiene la producción de conocimiento en la actualidad?, ¿qué sentido tiene la emergencia por recordar el imperativo kantiano, ¡Sapere aude!? Pues, ¿acaso no se llega al mismo resultado por medio de largas notas a pie de página que por medio de una supuesta creación “original”? Debemos ser más claros al respecto. En su tercera intempestiva, Schopenhauer como educador, Nietzsche manifiesta la verdadera finalidad que debe existir en todo acudir a la obra de algún autor: pensar los propios problemas. De este modo, un autor se convierte en un medio, una herramienta para descubrirnos en nuestro propio ejercicio de pensamiento. Un autor nunca es un fin.

Si Nietzsche le dedica todo un libro a Schopenhauer, no lo hace para exponer la filosofía de éste, como sucede en muchas producciones académicas actuales. Nietzsche utiliza a Schopenhauer para pensar sus propios problemas. Por ello, quien piensa de esta manera, en algún punto deberá terminar por separase del camino emprendido; tendrá que empezar a hablar con un lenguaje distinto, con un estilo diferente, incluso, con ideas que vayan en contra de quien tiempo atrás fue su maestro. Si Nietzsche le dedica todo un libro a Schopenhauer es porque en él observó a un verdadero educador, observó a alguien que se opuso a seguir prolongando un segundo más la separación entre vida y conocimiento, y que siguió, a pesar de todos los errores que pudo haber cometido, una convicción.

Cuando hablábamos de un pensar original nos referíamos justamente a esto: a un pensar que no se deja apabullar por la pesada loza de producciones bibliográficas que aparecen día a día, que se arriesga a exponer una idea que, si bien no puede decir que es del todo suya, pues ha acudido a fuentes e influencias que la hicieron posible; sí puede presentarla como una posibilidad, como un experimento que concilia a la propia vida con lo que se piensa, que hace de la vida una experiencia del pensar.

En la actualidad, nuestras instituciones académicas se encuentran plagadas de una abundante producción bibliográfica, pues este es uno de los requisitos indispensables para que ellas puedan ser acreditadas con un buen puntaje y para así recibir mayor presupuesto para ampliar la matrícula de estudiantes y profesores, entre otras cosas. Sin embargo, la necesidad por cubrir cada uno de estos rubros, por permanecer en una institución, en un proyecto, en un determinado estatus que valide todos los años de investigación y estudio, conducen a todos lo que pertenecen a esos ámbitos a medidas cada vez menos ortodoxas, incluso menos honestas. Tenemos desde el investigador que recicla una y otra vez el mismo artículo, hasta aquel que decide utilizar a sus alumnos para montar todo un taller de manufacturación de textos. Muchas de estas prácticas son, en cierto modo, justificables. Pues, ¡quién puede escribir más de tres libros al año!, ¡quién puede escribir más de uno y decir convencido de sí mismo que ha dicho algo! Omitiendo la petulancia, podemos asegurar que los dedos nos bastarían para contar a esos individuos.

Las condiciones en las que se encuentra nuestra cultura impiden escapar del todo de ese tipo de prácticas, pues un investigador –alguien que pretende vivir realmente de su profesión– no puede permanecer en el anonimato ni resistirse a la publicación frenética de textos. Pero resulta paradójico el hecho de que los humanistas –pues este escrito siempre ha estado dedicado a ellos– hablen vehementemente de la emergencia del pensar nuestra época y del funesto horizonte que se nos aproxima si continuamos con determinadas prácticas, y que, al mismo tiempo, contradigan todo su discurso con su propia forma de vida. Aunque el asunto no es ese, ya que podría perdonarse esta contradicción llamándola un “mal necesario”, un medio de difusión del conocimiento; lo verdaderamente grave de todo esto es que se corte de raíz toda convicción, que se tache de remake todo aquello que se presente como nuevo, que se le manifieste una socarrona mirada y se le exilie al olvido por no dedicarse a cosas “más importantes”, como aumentar la lista de las notas a pie de página de nuestra cultura.

Sin embargo, también podemos recriminar las prácticas que cometen todos estos individuos, clasificarlos como eruditos antes que de pensadores, de “obreros” antes que de filósofos y de perpetradores de la deshumanización y maquinización del individuo antes que de humanistas. Ante las exigencias que la era contemporánea imprime a los individuos –exigencias como la autoexplotación revestida de libertad laboral, la transparencia de la vida privada que llega hasta el punto de lo pornográfico, la hipercomunicación que trivializa y hace de las relaciones un asunto cada vez más efímero, entre otras– el Humanismo tiene que ser un dique que impida el fluir libremente de todas esas prácticas que terminan por sacar de sí mismo al individuo, que terminan por enajenarlo.

Pero con humanismo no estamos remitiéndonos a una tradición iniciada en el siglo XV, ni a un tipo de saber que posee las características que al iniciar este texto mencionábamos, por “humanismo” entendemos un tipo de pensamiento que, independientemente de los principios teóricos que puedan regirlo, se dirige siempre hacia la vida. Que éste sea o no un nombre adecuado para lo que estamos tratando de decir no importa en este momento, pues el asunto tiene el énfasis en la falta de una relación vital con el conocimiento, la cual ha sido opacada por todas las prácticas a las que hoy en día se ven “sometidos libremente” una gran cantidad de académicos y de instituciones que tendrían que tener como máxima la exhortación a realizar un auténtico ejercicio del pensar, y no a la mera repetición y sobreproducción de textos.

Nuestras instituciones académicas, encargadas de la “formación” [Bildung] de los individuos, así como los educadores que habitan en ellas, deben ser repensados para provocar un verdadero ejercicio del pensar, respetando el tiempo que este ejercicio supone, otorgando un respiro ante la agitación de nuestra era y fusionando a la propia vida con el conocimiento producido en dichos ámbitos. Nuestro nuevo humanismo debe dirigirse con una sola máxima hacia los individuos, aquella frase escrita por Píndaro: “llegar a ser lo que se debe ser”.

Imagen tomada de Office

Escrito por:paginasalmon

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