Hace un par de años vi Melville en Mazatlán, de Vicente Quirarte, con mi novia. Ella quedó tan encantada con el personaje de Melville que esa misma semana consiguió Moby Dick; para mí, en cambio, la obra fue una vacuna que hasta hoy ha logrado alejarme del trabajo de este autor. Quizás nunca consiga superarlo, quizás nunca lea Moby Dick; y te culpo a ti, Vicente Quirarte. Pero regresemos a mi novia. Decía que empezó leyendo un capítulo de la novela por día: en la mañana se sumergía en las páginas correspondientes y por la tarde me contaba a través del teléfono la anécdota y sus impresiones.
Recuerdo un indio americano, la isla de Nantucket y un pescador oriental, pero no estoy seguro; de lo único de lo que me acuerdo con certeza es de que lo disfrutó mucho, de que cada día parecía disfrutarlo más. Aunque, después de unas semanas, empezó a espaciar sus lecturas y, al mes y medio, dejó definitivamente de leer. Lo curioso es que, hace poco, alguien le preguntó por su libro favorito y dijo Moby Dick. Pero si no lo has terminado, le dije; no importa, respondió: es mi libro favorito.
Desde ese día he pensado en una forma de conciliar estas dos nociones que, al menos a mí, me parecían contrarias. ¿Cómo algo incompleto puede ejercer un efecto tan definitivo sobre nosotros? Cuando pienso en las obras que me han cambiado pienso en una metáfora usada por muchas religiones: el umbral. Los iniciados en los misterios deben cruzar un límite que separa dos territorios de su existencia: el profano y el iniciado. No hay forma de casi cruzar el umbral, o cruzarlo parcialmente; es binario. Yoda, la interpretación sci-fi del maestro en los cultos mistéricos, sintetiza esta idea a la perfección en The Empire Strikes Back: “there is do and do not; there is no try”.
Las obras nos transforman o no nos transforman, lo que ocurre en medio es retórica. Por eso, hablar de un libro que no disfrutamos es mucho más difícil: porque hay que recurrir a la justificación y el análisis, mientras que el gusto se manifiesta en el sencillo lenguaje del ardor. A esto debemos una terrible malinterpretación de la crítica literaria –la que hace Cristopher Domínguez Michael: la profesionalización del gusto impasible, de la indiferencia por entender y sentir, expresada en una palabrería mordaz.
Tal vez por eso Borges recomendaba a sus alumnos dejar un libro si no lo disfrutaban; porque ese camino sólo podía llevarlos a la repulsión de una obra por culpa del compromiso. Encuentro una coincidencia entre ésta y la idea que mi novia manifestó sobre la lectura con su comentario sobre Moby Dick: un libro no es un libro, y una obra de arte no es una obra de arte; es una colección de accidentes estéticos, dispuestos por el capricho o la casualidad.
Así, cada accidente, es decir cada capítulo, cada párrafo, línea o palabra, es susceptible de convertirse en un umbral que atravesamos y nos transforma, o que pasamos sin ver. Edgar Allan Poe dijo en algún ensayo que los poemas largos realmente no existían, sino que eran sucesiones de poemas más pequeños. Es ésta una forma de entender una obra de arte: la reunión de obras más pequeñas, a su vez compuestas de obras más pequeñas, hasta unidades mínimas, infinitesimales.
Una forma de explicarlo podría ser el Jardín de las delicias, de El Bosco: la obra total está compuesta por tres secciones, que a su vez se dividen en planos, que se dividen en secuencias, que se dividen en escenas, que se dividen en…, que se dividen en… A eso debemos un curioso fenómeno de los libros de historia del arte: la presentación de la obra a partir de sus detalles. Esta práctica asume, lo mismo que la antología, que es posible alcanzar el efecto estético y la transformación de los ánimos a partir del fragmento. Por eso no importa que conservemos apenas algunas palabras de Arquíloco; son suficientes porque cada una de ellas es una oportunidad para la poesía. Una oportunidad, a secas.
De la misma manera, mi novia pudo, sin terminarlo, saber que Moby Dick era su libro favorito: porque no necesitó, para transformarse, de todos sus accidentes. Bastó cruzar algunas puertas para que fuera una experiencia definitiva. Cuando releemos buscamos de nuevo esos umbrales; sin embargo, y hay aquí una tragedia y una benevolencia, es improbable que consigamos atravesar los mismos, de la misma manera, una vez más.
Un libro es una casa enorme con un millón de habitaciones: cuando entramos en ella, seguimos sólo una ruta, cruzamos sólo una serie de puertas. Tal vez Moby Dick deje de ser su libro favorito la próxima vez que lo lea, tal vez nunca pueda recuperar el Melville que encontró hace un par de años; así como yo tal vez algún día aprecie la obra de Quirarte. Aunque no hay que exagerar.
Imagen tomada del Portland Press Herald