Qué lejos hay que ir
para encontrar la llave
de nuestra propia casa.
Jorge Fernández Granados
En algún sitio de Coahuila o Durango, el primo de mi bisabuelo cruzó dos veces el río crecido por la lluvia. Era el río Aguaje –o el Salado–, y mi abuela recuerda su asombro al ver el caballo aproximarse, empapado, cargando la despensa para abastecer la casa. Ella apunta al techo de mi sala; el suyo estaba rematado con machimbre. Sobre un cojín dibuja la cochera, el patio, la cocina, tres cuartos; dimensiona con las manos, no acepta el papel y el lápiz. No hay necesidad, dice, te traigo los planos la otra semana.
La casa puede ser refugio. Para algunos es una imagen granulada que no llegará nunca a la nitidez, para otros es el punto a partir del cual todo se resquebraja o se construye. Es el sitio al que se regresa, la tierra compacta que la memoria persiste en arañar. Aun después del mil veces resucitado deceso de los grandes relatos de la modernidad, en plena posdecaída de lo pos-, la casa es vista como un punto de estabilidad. Anima la categoría binomial que se opone a lo público, enmarcando todo aquello que pertenece al ámbito más íntimo; sin embargo, por más unívoca que pueda parecer, es un nido de multiplicidades. Es el sustantivo común más propio y a la vez el más expandible: el edificio, el barrio, el país, el planeta, el sistema solar. Alrededor de ella se urde una duda: la casa se entiende en la medida en que nos configura, pero puede pervivir en nuestra ausencia.
También cambia de lugar. El acto de mudarse sugiere que esta se constituye en gran medida por las cosas que la pueblan y el valor conferido a ellas. Embutida en una maleta, puede escanciarse con toda facilidad sobre los nuevos planos, pero incluso así, hay algo que siempre se deja atrás. Un peso obstinado y terco, un bulto indeterminado del que uno no se deshace: la casa como un nudo en la garganta. Ese algo irrecuperable conforma el concepto mismo de hogar. Se trata de la primera sensación de familiaridad, el gozo de ver todo alineándose en el espejo.
Mi abuela se detiene un momento, vuelve a recordar. No, no voy a poder traértelos. Tu tío Francisco, que en paz descanse, se llevó el original para sacarle copia. No sé dónde quedaron, ninguno de los dos.
¿Qué pasa cuando la casa se abandona y los planos se pierden? Su carencia se siente permanentemente y el movimiento que se despliega de un suceso así pronto se convierte en búsqueda. En Home is a Foreign Place (1999) la artista indoamericana Zarina imprime una serie de dibujos geométricos sobre paneles de madera. Estos a su vez están colocados sobre hojas de papel, acompañados de un caligrama que traduce ciertas palabras del urdu –su idioma natal– al Nastali’q, un antiguo tipo de caligrafía persa. La obra es un ejemplo de la extrañeza a la que puede llevar el abandono del hogar. Los paneles sobre el papel aparecen ante los ojos sin un orden aparente, sin una llave para descifrarlos.

Homi Bhabha denomina extrañamiento (unhomeliness) a la sensación de habitar un mundo ajeno dentro de lo propio. Además de ser una sensación, el extrañamiento es el instante en el que las categorías calcificadas se confunden: lo privado y lo público, el adentro y el afuera. Se le conoce como “la condición poscolonial paradigmática”, un rito de iniciación a la extraterritorialidad. Zarina une el espacio doméstico a los conceptos en urdu (“umbral”, “distancia”, “eje”, “pared”); así, los trazos geométricos más universales crean imágenes con una pesada carga afectiva. El resultado es un mapa difícil de decodificar incluso desde su contexto: el abandono del hogar es una experiencia que, aunque puede comprenderse en un sentido general, permanece intraducible.
La caligrafía Nastali’q remite a los conflictos religiosos entre su país natal y Pakistán, colisionando con la narrativa personal que los dibujos evocan. En la pieza se difumina la línea que divide el hogar del mundo y lo que queda es un espacio intersticial donde lo personal es político, una imagen reflejada que de pronto desconcierta: una duplicación oscura. Inherente a la obra está también la cuestión de la temporalidad. En la madera y el papel se nota e inscribe con facilidad el paso de un tiempo medible; siguiendo sus trazos, es posible llegar al momento de la creación del mundo.
Para Sandro Mezzadra y Brett Neilson el mundo que conocemos se crea con el advenimiento de la cartografía moderna y su popularización en los diarios de viaje de los siglos XVI y XVII. Con el trazado de fronteras surge también un modelo de mundo epistémico: mucho antes de la nacionalización del territorio, los mapas de la primera modernidad europea ya habían anticipado el surgimiento de una idea de “civilización” que se solidificaría en la división entre “Occidente y el resto”. Estos trazos congelaron el momento ontológico de la fabricación del mundo y con él materializaron una narrativa horizontal: el tiempo homogéneo y vacío del que hablara Walter Benjamin, con poca capacidad para representar las multiplicidades de la experiencia: es el tiempo de la memoria histórica que sustenta el imaginario social: “un montaje narrativo, literario y pedagógico manufacturado por equipos letrados con el fin de legitimar los orígenes, generalmente espurios, del Estado”. (14)
No conoceré nunca la casa del rancho, pero hoy busco la casa en la que crecí ya desde otra ciudad. Navego por el mapa y coloco el cursor en la banqueta frente al parque. Lo arrastro para dar vuelta, la veo: todavía era gris en el 2016. Voy al final de la cuadra y avanzo un año dando clicks: la entrada está tapada con tablas. Si hago zoom regreso en el tiempo, a la casa abierta.
Según Bhabha, es posible reescribir este tiempo profano desde la periferia, en el espacio intermedio del estar fuera de casa; sin embargo, es preciso tomar en cuenta que esta labor intelectual no puede dejar de aterrizarse en la realidad. Las fronteras presentes en las primeras grillas que conformaron el mundo también son temporales. El tiempo perdido en los aeropuertos –esa “tierra de nadie” como la llama el narrador de Missing de Alberto Fuguet– el check-in/check-out, los procesos de biometría que aceleran o ralentizan el pasaje en las aduanas, las visas de estudiante; todo esto son muestras de un mundo donde el tránsito de las personas y la heterogeneidad de tiempos asociada a su devenir son regulados por los flujos del mercado.
El extrañamiento también puede ser usado a favor de una compleja red tejida por el filtro, la selectividad y el alargamiento temporal que tiene una miríada de consecuencias. Mezzadra y Neilson detallan, por ejemplo, el funcionamiento del sistema laboral de la compra de cuerpos (bodyshopping), en el que trabajadores subcontratados por empresas transnacionales se someten a husos horarios de otras latitudes, efectivamente convirtiéndose en extraños a sus propios hogares. Por otra parte, aquellas personas que abandonan sus hogares con documentos –como los estudiantes internacionales– son absorbidos por el tiempo difícilmente medible del trabajo cognitivo, sin estar exentos de la permanente amenaza de la deportación.
Ante estos procesos es necesario ir más allá de una mirada teleológica del tiempo. Regresamos a la casa abandonada, a su espectro siempre en acecho que nos recuerda que está lejos de quedar relegada en el pasado. Habiendo sido habitada y abandonada, retrocede en el polvo, se ensimisma, se deshace en salitre; no obstante, la grieta que se descubre cuando retiramos el último mueble guarda una revelación: es una señal del fin que siempre estuvo presente pero es también la posibilidad de un principio. Como para tapar una ausencia, nuevas simientes pueden erigirse en ese oscuro espacio en blanco. El tiempo de la experiencia no consiste en traer al presente un solo origen petrificado; como la casa de nuestra memoria, éste muere, resurge, se cancela, se altera. Un movimiento cíclico que, como en la obra de Zarina, reviste a la geometría de sacralidad.

La energía que nos constituye como sujetos no es secuencial. La casa, además de ser un sitio de refugio, de acumulación, la insignia de la propiedad y lo primero que resguardaron las líneas que dividieron al mundo, es también un lugar constituido por capa tras capa de energía afectiva. En el panel anterior se recrea la imagen de todas esas tardes vividas en alguno de sus cuartos, los momentos que desde lejos flotan por encima de todo lo demás. Para llegar a la casa, hay que salir de ella y de preferencia perder los planos.
Pienso en que tal vez el año próximo pueda ir a revisar si la puerta de esa casa aún tiene perilla. Desisto. Sé que llegaré y me iré con la certeza de que da lo mismo poder asomarme o no: ya nada habrá ahí que me remita a algo.
Imagen tomada de MoMA