Señor, aun no tengo mi visa ni pasaporte.
Señor, llévame contigo al cielo, soy un migrante,
[ no me cobres cuota.
Señor, llévame en un tren rumbo al cielo y
[no me preguntes si tengo visa, no me asaltes,
[no me golpees solo eso te pido.
Ernesto y Vicente,
Migrantes poetas centroamericanos
Ojalá que nadie lo haya visto llorar cuando tomó la Bestia en Arriaga. Unos funcionarios del gobierno mexicano le quitaron todo en la frontera; solo conservó esa fotografía de su esposa embarazada que lleva escondida en el zapato derecho y el escapulario que su madre le dio al despedirse. Lleva dos días sin comer. La última vez que durmió de corrido más de una hora fue hace una semana, en La Patrona. Allí llegó después de separarse de su hermano. En vano lo esperó un mes: un día alguien le dijo que unos hombres tatuados lo asesinaron en la sierra chiapaneca. Desde entonces el migrante anda solo. Volvió a tomar la Bestia hacia Nuevo Laredo y al llegar allí un hombre sucio se le acerca, lo saluda con una afectación etílica y le hace la misma pregunta que ha estado evitando desde que salió de casa: “¿no olvida usted algo?”
El migrante entonces juega a que había olvidado preguntarse si empacó todo antes de salir: si cerró la llave del gas, apagó el cirio del comedor, liquidó el adeudo con su fiador y le dio un largo beso a su madre. Ojalá tuviera que olvidar que olvidó devolver los libros a la facultad, pagar el recibo de la luz, pasar por la leche de regreso a casa y que hasta hace poco no sabía que en México el día de la independencia se celebra el 15 de septiembre. Es que el migrante no quiere olvidar la verdadera razón de su partida; no quiere olvidar lo que olvidó para tomar el Tren de la Muerte, porque no quiere recordar que se fue de casa fingiendo que no se le partía el alma. Quiera Dios que el migrante no olvide por qué migra y que nunca recuerde nada más —el cirio, el gas, los libros, la leche y el aniversario luctuoso de José Cecilio del Valle—, porque se fue olvidando que nunca va a olvidar a su esposa, a su hermano y a su madre. Ojalá que nunca olvide aquello que lo hizo venir porque entonces habrá perdido la batalla contra la nostalgia, contra la necesidad de volver a casa y cerciorarse de que lo único que jamás quiso olvidar no se ha movido de su sitio: de su país, de su barrio, del zaguán, de la estufa, de su cama y de su memoria.
Cuando olvide sus olvidos esenciales el migrante se habrá aclimatado al daño de la tierra, pues se acostumbrará a mirarse en un espejo que le devuelve una mirada desconocida a punto de repetir la pregunta indecible. Al aclimatarse la memoria dejará de doler. Pero el migrante no tendrá tiempo de olvidarlo todo porque no llegará jamás al otro lado de la frontera: el hombre sucio le ha puesto el dedo por veinte mil pesos. Ojalá que nada malo le pase al migrante; ojalá que su hija nunca lo olvide.
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Vivir es desde hace tiempo un hábito tempestuoso de perdurar a ciegas en la promesa de un futuro que se fragmenta en muchos sueños menores y en la pesadilla perpetua de tener que aclimatarse a la imposibilidad del paraíso. Estar vivo hoy es odiar los estados del tiempo que no cambian y que pasaron de largo convirtiéndose de pronto en una voz unánime que insiste en recordarnos lo que antes prometió ser la forma más bella de respirar y sentir el paso de los días; es concebir a cada instante un nuevo norte y reinventar aquello que en el pasado odiábamos con más afán en la ironía del espejo de la historia. O mejor: vivir ahora es mudar constantemente nuestros sueños a otras noches y otros desengaños. Vivir es moverse: muchas, muchísimas veces vivir es migrar.
El tema de este tiempo es un asunto de movilidades desesperadas: es tener que ponerse a salvo del hambre o de la amenaza de un fiador impaciente, de desaparecer en el metro o de quedarse sin agua, o de ser sorprendidos por la hecatombe absurda de un huracán o de un tirano. Cristina Rivera Garza aseguró con razón que el verbo de nuestro tiempo es ese: “migrar”. El cambio climático y los climas de violencia son los principales estímulos de este verbo fundamental: nuestra tragedia contemporánea es que en el mundo ya no queda un solo clima benévolo, y que para todos existe al menos una inclemencia global que destierra: extinción masiva de especies, violencia de género, acidificación de los océanos, censura y represión de estado, olas de calor extremo, seguridad alimentaria, recesiones, racismos, sequías… El clima del mundo, klinein, es desde hace un tiempo la inclinación y la propensión temerosa hacia el futuro: es una propensión al asco por el alud de las crueldades contemporáneas, pero también es una inclinación obstinada a resistir en la esperanza. La migración es nuestro asunto más caro porque todos nos estamos moviendo sin cesar, huyendo de un tiempo que sofoca.
Página Salmón es una revista fundada en los humanismos universitarios. Sin ser una publicación antropocéntrica, sabe que la tarea más importante de las humanidades no es la procuración ciega del bienestar humano a costa de todo lo demás, sino la reflexión sobre el compromiso que tenemos los seres humanos con todas las formas de existir, humanas y no humanas. Por esta razón hemos acordado dedicar el décimo número a pensar los diversos “Climas migratorios” que están reacomodando las habitaciones del planeta y todo el halo de sus consecuencias asesinas. Migrar es el único modo que nos queda para conjurar la carnicería de estos tiempos inclementes, pero a condición de que nunca olvidemos a los que se han quedado atrás ni a los que están por llegar. El único humanismo posible para este siglo será finalmente aquel que logre reinsertar la hospitalidad, el altruismo y la defensa misma de la memoria en nuestras movilidades cotidianas.