Adentro todo era polvo, y afuera todo era agua. Claro que había más agua afuera que polvo adentro. Pero igual era mucho polvo, tanto que se alzaba en nubes a cada paso que dabas, como enjambres de bichos diminutos que, más por torpeza que por maldad, se precipitaban a invadir tus bronquios. Además de polvo, madera: piso de madera, cajas de madera, muebles antiguos de madera, hasta el metrónomo que descansaba sobre el piano tenía un armazón de madera. Madera y polvo.
Habíamos llegado a la vieja casa-almacén hacía más de cinco horas, las cuales habíamos pasado buscando desesperada y desesperanzadamente el libro. Cuando llegamos, en el cielo sólo había un par de nubes, nada que anunciara lo que se avecinaba. Ya habíamos encontrado el bendito libro, pero ahora estábamos encerrados por aquella lluvia torrencial. Era un verdadero aguacero lo que nos esperaba afuera, que había empezado de la nada poco antes y parecía arreciar a cada minuto. Nadie tenía paraguas, nadie tenía coche y, en aquella casa, nadie tenía señal. Estábamos atrapados.
La situación estaba como para matar a alguien del coraje. Por fin encontrábamos el libro y nos agarraba la lluvia. Más que eso, era tiempo perdido. Entre lo que nos habíamos tardado en llegar allí, y los trescientos once minutos que nos había llevado encontrar el ejemplar que supuestamente ya estaba encontrado… y ahora, para colmo, la lluvia. Día inútil. Bueno, no completamente: teníamos el libro… lo cual se supone que sólo nos iba a tomar cinco segundos. Sí, una situación muy frustrante. Pero yo, acostumbrado como estoy a frustrarme, había entrado ya en la etapa de la resignación.
Octavio, en cambio, estaba furioso. Se paseaba de un lado a otro frente a las ventanas que rodeaban el portón de la casa, repitiendo en voz baja: “No puede ser, de verdad no puede ser”. Los demás sólo estaban por allí, sentados o recargados en los muebles, guardándose sus lamentos para sí. Entretanto, yo, llevado por un instinto que no me atreví a cuestionar, había estado acercándome paulatinamente a un piano. Era un enorme piano de cola, muy elegante a pesar de que, como todo allí, estaba cubierto de polvo (uno se pregunta cómo es que nadie de los que trabaja en ese lugar puede sacudir de vez en cuando).
Ya estaba junto al banco giratorio cuando Octavio llegó a su límite. Puso las manos en la cintura y soltó un bufido.
—Esto es una mierda ¿A alguien se le ocurre una manera de salir de esto? —preguntó.
Juan, que estaba sentado en un escalón, levantó la vista de su teléfono.
—Como no sea cavando un túnel, no —dijo.
Octavio soltó otro bufido.
—Tiene que haber una manera de resolver esto, vamos.
“¿Resolverlo?” Yo volteé a ver mi reloj: eran diez para las siete. Imposible regresar a tiempo, el día ya estaba perdido. Claro que de todas maneras estábamos atorados allí por la lluvia, eso seguía siendo un problema. “¿Resolver qué? ¿La lluvia?”, pensé. Esta era una de esas tormentas que parece que no se van a acabar nunca. La pregunta era ¿Cuándo se iba a acabar? ¿Cuánto tiempo más iba a durar? ¿Hasta las siete, las siete y media, las ocho, las nueve, las diez, las doce? ¿Y si teníamos que pasar la noche allí?
Octavio se frotó la cara con ambas manos, exasperado.
—No puede ser tanta mala suerte —dijo.
“Siempre se puede empeorar”, pensé yo, pero preferí no decirlo. Resultaba interesante comparar a este Octavio, que más bien me recordaba a mí mismo en mis peores momentos, con el de algunas horas antes, el tipo optimista y entusiasta con el que había planeado cada minuto del día. En el taxi había estado particularmente emocionado.
—Van a ver, es un lugar chingón —decía—. A ti en particular te va a gustar —añadió dirigiéndose a mí. Cuánto buen humor. Pero claro, entre más alto están, más duele la caída.
Pero tenía razón: aquel lugar era muy interesante, con todo y polvo. Estaban todas esas cajas, que aun puestas unas sobre otras cubrían casi la totalidad de las tres estancias visibles, llenas de libros, libros viejos y fascinantes, muchos de los cuales habían picado mi curiosidad durante la búsqueda, aunque no había tenido oportunidad de hojearlos por la urgencia de encontrar el nuestro. También estaban repletos los enormes libreros que iban del piso al techo. Los muebles (libreros incluidos) formaban un collage de distintos estilos, que daban la impresión de remontarse hasta el siglo XIX. Lo demás era una colección variada de antigüedades: relojes de todo tipo (algunos funcionando, otros no), lámparas, pinturas cubiertas con mantas, decoraciones y, por supuesto, el piano.
Un trueno largo y temible me sacó de estas divagaciones y me devolvió al tiempo presente. Octavio seguía despotricando:
—No es justo, con lo bien que íbamos.
Yo me dejé caer sobre el banco del piano. Me identificaba con su berrinche, pero a la vez empezaba a fastidiarme.
—¿Y tú qué sugieres que hagamos? —le pregunté.
Octavio me fulminó con la mirada.
—Tenemos el mejor proyecto en nuestras manos —se soltó—. Vamos a trabajar con una edición única, y hoy era el día que íbamos a adelantar todo, pero todo se está yendo a la mierda, primero porque los muy estúpidos volvieron a guardar el libro, y ahora por esta pinche lluvia.
Por fin estaba sentado frente al teclado. Recorrí livianamente la tapa con las manos, recogiendo una densa capa de polvo. Me lo limpié en el pantalón, dejando blanca la zona del muslo. Después abrí la tapa y contemplé el teclado un momento. Las teclas daban la impresión de ser ligeramente más pequeñas que las que acostumbro, y las blancas estaban amarillentas. Para probarlo, toqué un acorde al azar, luego otro y luego otro, y después una pequeña escala. Cada serie de golpes levantaba desde la caja estallidos de polvo. Decidí que el piano estaba en buen estado. Desafinado, sin duda, pero todas las teclas sonaban y ninguna se pegaba. Miré discretamente a mi alrededor. Los demás estaban o con sus teléfonos, o curioseando, o con la mirada perdida sin atreverse a hablar; todos distraídos y nadie daba muestras de oponerse a mi incursión en el instrumento. De hecho, uno pensaría, por su falta de reacción, que ni siquiera se habían dado cuenta.
Una vez hechas todas estas observaciones, me enderecé en el asiento, puse los dedos en posición, pisé el pedal y, sin más, empecé a tocar la “Canción de la India”. Me pareció apropiado, dado que allá afuera sucedía la versión local de un monzón.
¿Cuántos pensamientos caben en el espacio de una nota? Bastantes, en realidad. Sobre todo si son pensamientos ligeros. El tiempo de dentro de nuestra cabeza no coincide con el tiempo de afuera: se contrae y se dilata según lo que hacemos. Cuando estamos ociosos y nuestra mente divaga, un solo segundo basta para cambiar de tema, encerrar un concepto abstracto o revivir un recuerdo; y cuando volteamos a ver el reloj nos sorprendemos del poco tiempo que ha pasado. Y divagar mientras se está tocando música es muy problemático. Cuando divagas las melodías no te salen. También puede ser que te salgan justamente porque estás divagando, pero entonces no las disfrutas porque no te diste cuenta de lo que tocaste. Para evitar esto hay que concentrarse sin pensar que uno se está concentrando, porque si no, de concentrarte en concentrarte pasas a concentrarte en la palabra “concentrar”, y eso te engancha a otro pensamiento y antes de que te des cuenta ya estás divagando otra vez. La clave, creo yo, es no pensar en lo que tocas sino pensar lo que tocas, no pensar palabras sino sonidos, los sonidos que emites a través del instrumento.
Eso es lo que me estaba esforzando por hacer. Pero a media melodía me interrumpió Octavio.
—¿Puedes tocar otra cosa? —me dijo.
Yo me giré hacia él.
—Es Rimsky-Korsakoff —dije con mucha pretensión.
—Estás haciendo temblar la casa con esa canción. Si vas a tocar, toca algo menos estruendoso.
Yo iba a argüir que una cosa es estruendo y otra sonoridad, pero al final me encogí de hombros y me dispuse a tocar algo más ligero. Ligero y sin pedal. Mientras tocaba, empecé a pensar que quizás cambiar de tono había sido algo bueno. La “Canción de la India” era majestuosa y solemne, demasiado para tan malhumorada audiencia; en cambio, la gracia y la sencillez de “Long ago” podían ayudar a aliviar la tensión. En eso estaba cuando simultáneamente me di cuenta de dos cosas: uno, que ya estaba divagando otra vez, y dos, que ella se acababa de aparecer cerca de mí, dirigiéndose hacia el piano. Esta imagen me engendró una mezcla de alegría y urgencia. De pronto tocar el piano adquiría un significado totalmente distinto, y lo que estuviera tocando era lo de menos. Qué le vamos a hacer, cuando esos asuntos se interponen todo lo demás no importa. Ni modo.
Con un par de traspiés terminé la melodía. Ella ya estaba junto al instrumento.
—Es una bonita canción —me dijo.
—Me equivoqué un par de veces. No soy muy bueno —me excusé. Y no es falsa modestia: de verdad no soy muy bueno.
—Bah, estuviste bien —me respondió. Sonrió y se fue a otro lado. Yo la miré alejarse.
Volví a posar mi mirada sobre las teclas, preguntándome que más tocar. Primero pensé en Cheek to Cheek. Después me vino a la mente la problemática posibilidad de la Serenata. Digo problemática porque la susodicha requiere de la concentración más absoluta para salir bien, y eso es algo que tal vez no pudiera lograr con tantos testigos. Pensar en la Serenata me hizo acordarme de ese soneto, “Música de Schubert”. Empezó en mi cabeza: “Crin que al aire te vuela, rizada y bruna…” sonreí al llegar a esa parte. Qué coincidencia, pensé. “Parece a mis ahogos humo en fogata…” volteé a verla de reojo, y entonces vi que él había entrado en escena. Ella estaba parada junto a una mesa con una escultura cuyos detalles no alcanzaba a ver, absorta en su teléfono; él se acercó por detrás y la tomó por la cintura… ya no seguí mirando. Clavé los ojos en las teclas. Un Do y un Re, para ser exactos. Traté de no pensar en nada, pero mi cabeza no pudo evitar seguir con la recitación: “Mas tu marido llega, con su fortuna…” más coincidencia. Maldito Díaz Mirón, le estaba atinando a todo aquella noche. Bueno, al menos en la esencia de las cosas.
Decidí tomar un descanso del piano. Me levanté y me paseé un poco por la sala. Afuera la tormenta seguía igual. Ana se había sentado junto a Juan en el escalón y estaban cuchicheando. Elisa había tomado un libro al azar de entre todos los que había allí y se sentó a leer en una mecedora, lo cual me pareció lo más sensato que ninguno de nosotros había hecho hasta ese momento. Octavio, finalmente, estaba sentado junto al libro, contemplándolo, en una silla muy pequeña, con el codo izquierdo apoyado en la mesa y la cabeza recargada en la mano. En su cara había una expresión de derrota que inspiraba compasión. Yo me acerqué, sin decirle nada, y quise tomar el libro para echarle una mejor ojeada. Ni bien rocé la cubierta, Octavio me espetó:
—No lo agarres así nomás, es frágil. Es más, mejor ni lo toques.
Yo lo volteé a ver airado. Aquella imposición era injusta y estúpida. Ya sabía que era frágil y por supuesto que no lo iba a “agarrar así nomás”, pero después de casi enloquecer buscándolo por más de cinco horas y quedar atrapado por un diluvio, a lo menos a lo que tenía derecho era a echarle un vistazo al volumen por el que habíamos pasado tantos problemas.
Octavio se volteó para quedar de espaldas a la mesa y recargó sus hombros en ella. De pronto lo oí mascullar: —Deveras que eres un pendejo.
Me irritó bastante. Me dieron ganas de reclamarle que era culpa suya que los demás estuviéramos allí encerrados porque era él quien había insistido en llevarnos a ese lugar. Que debió seguir mi consejo y no contar sus pollos antes de que nacieran. Que debió haber asegurado el libro físicamente primero y después armar la alharaca, en vez de andar firmando un cheque sin fondos. Todo eso estuve a punto de decirle. Pero no lo hice. En primer lugar, porque, siendo honestos, ni el extravío del libro ni la lluvia eran culpa de Octavio. Además, no tenía ganas de pelearme, y hacerlo no iba a ayudarnos en nada. Y también porque sabía que él era el que peor la estaba pasando.
Al llegar a aquel lugar Octavio estaba eufórico. De hecho, había estado eufórico toda la semana, y es comprensible: una serendipia lo había convertido en el héroe del proyecto. Por pura casualidad le había hablado de éste al tal Mateo, y el tal Mateo por pura casualidad sabía que allí tenían ese libro, y ese libro por pura casualidad era el último ejemplar en existencia de la edición más antigua de esa obra; un incunable, nada menos: espécimen inencontrable e irrepetible, que no estaba contemplado originalmente en nuestro corpus pero que al existir se convertía automáticamente en la joya de la corona. Cuando Octavio me habló por primera vez del libro yo le dije que se calmara un poco, que primero había que conseguirlo realmente y luego ya veríamos, pero él estaba tan entusiasmado que fue directo a contárselo a medio mundo, empezando por Inocent. A partir de entonces la doctora lo había mirado con nuevos ojos, que probablemente no se merecía.
Cuando llegamos allí, y mientras nosotros recorríamos asombrados el lugar, Octavio se dirigió muy ufano hacia el escritorio de quien estaba a cargo ese día y, con el aire triunfal de quien llega a su propia ceremonia de premiación, informó quiénes éramos y a qué habíamos venido, presentó el sobre que contenía el dinero puesto por cada uno de nosotros y el cuantioso cheque de la doctora, que constituía la aportación más grande a la causa. El sujeto en cuestión levantó la vista y miró a Octavio como si le estuviera hablando en chino.
Fue a partir de ese instante que comenzaron nuestras decepciones. El tipo no sabía de ese asunto, nadie lo había informado de nada. Y el libro no estaba en su escritorio, que es donde se suponía que estaría. Se fue a buscarlo a una “habitación especial”, y regresó unos minutos más tarde para decirnos que allí tampoco estaba.
—Pero Mateo ya había sacado el libro, estuve con él aquí el miércoles.
—¿Y por qué no te lo llevaste entonces? —preguntó el muy zoquete.
—No me lo pude llevar porque no tenía el dinero —respondió Octavio molesto—. Pero Mateo me hizo una especie de nota de apartado.
El tipo buscó en los cajones del escritorio (que era la única cosa limpia allí) y, en efecto, allí estaba la nota, junto con otra nota que informaba “a quien estuviera a cargo ese día” que íbamos a llegar para llevarnos el ejemplar.
—¿Y entonces dónde está el libro? —preguntó Octavio.
—Uy, pues se me hace que ya lo han de haber vuelto a guardar.
No se nos cayó el alma a los pies inmediatamente; fue poco a poco que pudimos darnos cuenta de la gravedad de la situación. Lo primero que hizo Octavio, naturalmente, fue reclamar:
—¿Cómo que lo volvieron a guardar? ¡Si el libro ya estaba apartado! —El tipo se encogió de hombros
—A Mateo se le ha de haber olvidado decirles a Luis y a León, o ellos no le entendieron, ¡yo no sé!
—¿Y dónde están Luis y León?
—No sé, como es viernes no vinieron. Hoy sólo estoy de guardia yo.
—Bueno, pues —dijo Octavio resignado— ¿Dónde lo guardaron?
—Pues aquí —dijo el otro, señalando con un gesto general la habitación, con voz de estar explicando algo obvio. A mí no me estaba gustando a dónde iba todo eso, y volteé a ver temeroso la cantidad oceánica de libros que había en el lugar.
—Sí, pero ¿No sabe dónde lo pusieron?
—Ah, yo no sé, yo nomás estoy de guardia —contestó el tipo. Allí sí escuchamos la alarma.
—¡¿Qué?! —exclamé.
—Sí, ellos tienen su propio sistema, a mí nomás me mandan a echar un ojo.
Octavio todavía quiso salvar la situación.
—¿No podemos contactar a Mateo para que venga y lo saque? —preguntó.
—Mateo ya se fue de vacaciones.
—¿Y los demás?
El tipo agarró el teléfono fijo de su escritorio y llamó; primero a León, luego a Luis, y luego, por no dejar, a Mateo. Dos veces a cada uno. Ninguno le respondió. Ante semejante situación, nos volteamos a ver entre nosotros, como conferenciando en silencio. Todos entendíamos lo que se avecinaba. A veces no puedes encontrar el libro que buscas y, tras mucho intentarlo, decides irte cabizbajo de la biblioteca; pero este no era un trabajo de fin de semestre, era un proyecto académico de alto rigor y prestigio. Octavio ya le había prometido el libro a la doctora, y ella al resto del planeta. Si nos aparecíamos el lunes con las manos vacías, si la hacíamos quedar aunque fuera levemente en ridículo, la mujer no nos lo iba a perdonar tan fácil. Para nosotros iba a ser adiós superproyecto potenciador de currículum, adiós servicio social, y a buscar otra cosa, ahora con la mala referencia de una fuente confiable sobre nosotros. Así que sólo nos quedaba una cosa que hacer.
—Ni modo —dijo Juan, exteriorizando lo que todos pensábamos— a buscarlo.
A esto, el encargado sólo añadió:
—Pues los voy a dejar buscar nada más porque ya trajeron el dinero, pero tienen que dejarlo todo en el mismo lugar en que lo encontraron.
Estaba yo enfrascado en este recuento de las cosas cuando Octavio, todavía en la misma postura en que lo había dejado, se volteó hacia nosotros y dijo:
—¿Alguno de ustedes está dispuesto a salir e intentar conseguir señal?—. Todos lo miramos con cara de “no mames”.
—¿Lo estás tú? —pregunté.
—Pueden cubrirse con una de estas mantas —insistió él.
—Octavio, no mames —dijo Elisa, esta vez en voz alta.
En efecto, una manta delgada no bastaba, y una cosa era pasar la tarde del viernes buscando un libro entre antigüedades polvorientas y otra era salir a ensoparse y posiblemente enfermarse. Además, no serviría de nada: aún en el caso óptimo de que pudiéramos llamar a un taxi (lo cual en todo caso podíamos intentar hacer desde adentro), el problema seguía siendo que el vehículo no podría entrar al terreno y recogernos directamente en la puerta de la casa, por lo que igual habría que atravesar un trecho de más de diez metros y esperar a dicho taxi bajo el chaparrón. Era más práctico quedarse adentro hasta que bajara el agua. Todo esto pasó por mi cabeza en un segundo
—Creo que el estrés no te está dejando pensar con claridad —le dije a Octavio.
—Mira, mejor ya cállate —me respondió, y volvió a clavar la vista al frente. Yo decidí alejarme de él, porque presentí que si seguíamos así íbamos a acabar mal.
Seguí paseándome por la sala. En algún momento volteé (no pude evitarlo) a aquel rincón junto a la mesa con la escultura, donde él la estaba abrazando y meciendo, y ella se dejaba mecer. Por autoconservación volví a desviar la mirada, y ésta se clavó otra vez en el libro. Recordé que, después de escuchar a Elisa gritar “¡Aquí está!” e ir corriendo a comprobar si era cierto, sentí tal alivio que me dieron ganas de abrazarlos a ella y al libro. O por lo menos al libro.
Al empezar aquello, lo primero que hicimos fue tratar de descifrar el críptico sistema de organización de los tales Luis y León, pensando que éste debía seguir una lógica inteligible. No pudimos, así que nos dimos nuevos ánimos y nos resignamos a hacer todo “manualmente”. A lo largo del proceso nos echamos varias veces a sollozar, nos dimos de topes contra la pared y se escucharon cosas como “¿Por qué a mí?”, “Si no aparece en la próxima caja creo que me doy un tiro”, “¿Dónde estás, libro?” o “¡Maldigo tres mil veces a Luis y León y a su estúpido sistema!” (Esa última fue mía). Fue una inundación de esa mezcla de esperanza y desesperanza que llega en situaciones como estas: estás tan harto que quieres desistir, pero de inmediato piensas “la siguiente, podría estar en la siguiente…”. Eso sí que desgasta. Y te acostumbras tanto a no encontrar lo que buscas que te empiezas a preguntar si de verdad existe.
Algo que no ayudó en nada fue la actitud del supuesto encargado, quien todo el tiempo quiso comportarse como si no hubiera allí un grupo de jóvenes dedicados a una labor titánica. A peticiones repetidas de Octavio y sobre todo mías, accedió a seguir llamando cada cierto tiempo a los implicados ausentes, siempre con el mismo resultado negativo. Fuera de eso, no movió un dedo para ayudarnos. Cierto que no hubiera podido hacer más que contribuir a escarbar en la colección, pero me hubiera gustado que por lo menos hiciera eso, en vez de desentenderse y pasarse la tarde detrás de su escritorio, leyendo periódicos o jugando desvergonzadamente con su teléfono. A cada pregunta o sugerencia de auxilio, él sólo se lavaba las manos con evasivas: “Miren, yo no puedo hacer nada”, “Es que ustedes no entienden que ellos tienen su propio sistema”, “Yo no sé…”. “No sabes, ¿entonces de qué rayos sirves?” llegué a preguntarme, exasperado; toda esa indiferencia me estaba provocando ganas de estrangularlo. Ahora me pregunto si no sería injusto, pero en todo caso en ese momento se volvía el blanco perfecto para el enojo. Poco antes de que dieran las 6:00, el tipo se levantó, tomó su mochila y le dijo a Octavio:
—Mira, le caes bien a Mateo, así que voy a confiar en ti: te dejo una copia de las llaves para que puedan quedarse y seguir buscando, pero con dos condiciones: que cierres bien la puerta principal cuando se vayan, y que me la devuelvas el lunes en la mañana, sin falta.
Dicho eso le entregó las llaves y se largó sin más. Lo peor de todo es que se fue antes de que empezara la lluvia; el maldito se salvó por un pelo.
En eso sonó otro trueno, que me devolvió, una vez más, al tiempo presente. Miré a mi alrededor: Juan y Ana seguían en el escalón, Elisa seguía leyendo en la mecedora y Octavio seguía sentado en esa sillita, con los codos hacia atrás recargados en la mesa, las piernas extendidas y la mirada perdida. No me atreví a voltear hacia el otro rincón. Me dirigí hacia una de las ventanas frontales y me quedé plantado frente a ella. Contemplé los riachuelos que formaban las gotas en el vidrio, cómo serpenteaban y descendían, cómo surgían y se desvanecían. Afuera, una mezcla de la oscuridad que ya había empezado a caer y el efecto de difuminación que causaba el agua entorpecían la vista del jardín y los árboles. En el cielo las conjunciones nubosas se iluminaban por pedazos por los relámpagos.
Traté de analizar nuestra situación fríamente. Había sido un día de corajes y tiempo perdido; estábamos atrapados, incomunicados, no habíamos comido y posiblemente tendríamos que trabajar cada segundo del fin de semana para recuperar aquél día y cumplir con nuestros compromisos. Todo eso era cierto. Pero… teníamos el libro. Eso ya era ganancia; peor hubiera sido pasar por el mismo circo y no encontrarlo. Era algo que se suponía que ya estaba resuelto, claro, y en cambio habíamos pasado todo el día en ello. ¿Y? Al fin y al cabo, lo teníamos. Hasta las acciones del encargado, pensándolo bien, podrían haber sido peores: pudo habernos echado de allí a la hora de cerrar, pero nos había dado la posibilidad de seguir buscando. El objetivo primordial del día, muy por encima de empezar a trabajar en el volumen, era conseguirlo físicamente, y eso es lo que habíamos hecho. Incluso si no adelantábamos nada más el fin de semana, nuestra deuda principal para el lunes ya estaba saldada; lo más que nos tocaría sería una reprimenda. En resumen, la habíamos librado.
Me volteé hacia los demás, sopesando si debía compartir mis reflexiones con ellos. Decidí no hacerlo. En vez de eso, regresé al piano (estaba demasiado agitado como para ponerme a leer tranquilamente, como Elisa).
Una vez más me dejé caer en el banco, dando un suspiro. La tensión con Octavio y ciertas cosas que estaban teniendo lugar en la habitación me habían puesto de un humor áspero. No estaba de buenas como para tocar Cheek to Cheek ni tenía ganas de hacer el esfuerzo de tocar la Serenata. Así que puse los dedos en posición y empecé a tocar la Tarantela. Para esa melodía no tenía que estar de ningún humor en particular; de hecho, con ella podía, en efecto, desahogar la aspereza. Gracias, Maestro Pieczonka.
De pronto escuché un golpe a mis espaldas, e instintivamente me volteé, dejando de tocar. Una de las patas de la pequeña silla donde estaba sentado Octavio se había desprendido y éste había caído tumbado en el suelo. Todos nos reímos. Él se levantó, casi echando humo por la nariz, y contempló la causa de su más reciente descontento.
—Nomás esto me faltaba —dijo.
—De hecho, todavía te faltaría que, además, te cobren la silla —dijo Juan. Octavio le levantó el dedo.
Elisa estiró el cuello y le echó un ojo al objeto, y dijo lo que yo estaba pensando:
—No parece que se haya roto, más bien se desprendió. Apuesto a que lo puedes volver a armar.
Octavio parecía ya haber considerado esa posibilidad, porque estaba analizando la silla.
—¿Creen que tengamos que pasar la noche aquí? —preguntó Ana.
—Eso pregúntaselo aquí a Franz Liszt —dijo Octavio, señalándome con la cabeza.
—Mira, mejor ya cállate —le respondí, usando sus mismas palabras. Esta vez le tocó a él aguantarse, lo cual me llenó de satisfacción. Me di la vuelta y seguí tocando.
En circunstancias como estas, de pronto te invade una extraña sensación de atemporalidad. Generalmente nos la pasamos haciendo planes, programando los próximos pasos, midiendo el futuro o bien trazando relaciones con el pasado. Pero hay ocasiones donde eso se interrumpe al atravesarse un obstáculo colosal ante el cual te encuentras impotente. Como, por ejemplo, una tormenta mezclada con una serie de circunstancias inconvenientes. Entonces ya no puedes seguir planificando, porque no sabes cuánto tiempo te quedarás “detenido”. El efecto es que el acelere y la urgencia cotidianos bajan y te sientes viviendo un presente estático, en el que el tiempo pasa, pero el estancamiento da la sensación de que no lo hace; o bien, el acelere y la urgencia estallan y te atormentas a ti mismo. En esos momentos es recomendable refugiarse en algo que te distraiga, como un libro o un piano.
Ya estaba en la segunda vuelta de la melodía cuando, sin poder evitarlo, entorné mis ojos hacia el rincón prohibido y los vi abrazados, mirándose a los ojos, murmurándose no sé qué. Llegué a una parte de la melodía que debe tocarse con furia, y mi estado de ánimo estaba acorde. Fasolfami— “¿Por qué tenía que venir también él?” —Fasolfami, Fasolfami— “¿Por qué no puedo deshacerme de él, o de ellos, o de eso?” —Fasolfami-Mi-Mifasolfami-Mi— “¿Por qué no puedo librarme de… de qué?” —Mifasolfami-Mi… y la escala empieza a bajar exigiendo cada vez más furia, y entre nota y nota maldije: lo maldije a él, maldije a la lluvia, maldije al sentimiento principal, maldije a la capacidad de sentir frustración y, cómo no, me maldije a mí mismo, por someterme casi voluntariamente a semejantes tormentos. Y así llego a la última nota de la escala, la nota definitiva de ese pasaje de enojo… pero, curioso notarlo, ese final del pasaje en realidad se queda trunco: lo toca la mano izquierda pero no la derecha al unísono, esta se calla en ese instante crucial, y en cambio retoma el tema principal inmediatamente y con mucha suavidad. Así, el pianista, en vez de sentir cómo el enojo llega a su cumbre cayendo con un golpe fatal, que es lo que pasaría si lo tocaran las dos manos, se ve obligado a, en el espacio de una nota, exhalar, calmarse y seguir con el espectáculo. Vaya magia la de esta melodía. Gracias, Maestro Pieczonka, otra vez, supongo.
De pronto, una nota en falso se me atravesó y me cortó. Tan no estaba preparado que me detuve, súbitamente alelado: se me había ido el hilo, ya no sabía dónde estaba, me confundí. Me sacudí la cabeza para reorientarme. Pero aproveché la pausa para volver a concientizarme de lo que me rodeaba. Oí, detrás de mí, platicar a Elisa y Octavio.
—No sé —decía él (no lo volteé a ver, pero me lo imaginé pasándose la mano por la cara)— Todo esto es un desmadre, no tiene sentido.
“Pues claro que no”, pensé yo. Nada en nuestra situación tenía sentido. Era casi surrealista. ¿Quién podría pensar que a alguien se le ocurriera tomar una casona vieja y llenarla de cosas para luego ni siquiera sacudir? ¿Por qué esta gente no abría un museo, una librería de viejo, una tienda de antigüedades, o las tres? ¿Y cómo es que los encargados de ordenar ese relajo habían inventado un nuevo sistema de organización que, casualmente, nadie podía descifrar? ¿A qué clase de desequilibrado se le podía ocurrir tanta tontería? Qué barbaridad.
Volví a retomar la melodía. Ya estaba en la parte final. Pero la parte final tenía un tono algo derrotista, casi lúgubre, y con eso me volvieron las amarguras de antes. Allí estaban todavía, aún podía verlos. A ella y a él. Ellos dos y luego yo, ellos en el centro del escenario con la luz del reflector encima, y yo en una esquina oscura tras bambalinas, ensimismado en la música, sin mucha esperanza de por medio. Pero incluso sin ellos estaba aislado en mí, como siempre he estado: todos los demás conectados con el aquí y el ahora, y yo aparte, tocando una música de fondo que a nadie le importaba… Todo ese sentimiento de medio centenar de palabras en el espacio de una nota. Creo que fue un La.
Y la melodía avanzó, y con eso llegué al clímax: el Mi más alto que empezaba la escala descendente, la derrotista escala descendente, y yo no podía dejar de pensar en ellos dos, y mientras mi mano derecha bajaba recorriendo el teclado, mi estado de ánimo también bajaba y se hacía más grave. Baja la escala-platican-baja la escala-la ofende-baja la escala-lo empuja-baja la escala-platican-baja la escala-se besan-baja la escala-se abrazan-baja la escala, final: chan–chan, se acabó.
Al terminar solté un pequeño suspiro. Al menos me sentía menos áspero. En ese momento Octavio se aproximó al piano. Su cara todavía reflejaba una buena cantidad de frustración. Me quedé observándolo discretamente por unos segundos, preguntándome si lo que estaba viendo yo en él en ese momento es lo mismo que ve la gente normalmente en mí. Él tenía los ojos pensativos clavados en la caja del piano; me dio la impresión de que quería decir algo, pero no le salían las palabras, o no sabía qué decir. Para no sentirme incómodo desvié la vista, y por enésima vez la dirigí a aquel rincón de la mesa y la escultura que tantos problemas me estaba causando (pobre rincón-chivo expiatorio). Así estuve un rato sin moverme, hasta que oí la voz de Octavio preguntarme:
—¿Qué tanto estás mirando allá?
Sintiéndome incapaz de no responder, murmuré con voz de niño regañado:
—A ellos.
—¿A quiénes? Allí no hay nadie.
—Sí, ya lo sé —contesté yo.
Y, efectivamente, allí junto a la mesa y la escultura no había nadie. Porque ella nunca había estado allí, y él menos. Yo la invoqué porque mi mente estaba ociosa y ella se cuela a la menor oportunidad. Y luego apareció él porque, vaya con mi mente traidora, ya no puedo pensar en ella sin él. Mi hiperactiva imaginación, con la que estoy obligado a convivir, me había jugado una mala pasada, me hace actuar como si estuvieran allí cuando no están. Qué le voy a hacer.
Octavio se me quedó mirando, obviamente sin entender nada, pero afortunadamente no me hizo más preguntas. Yo simplemente aguanté su escrutinio. Al final volvió a abrir la boca y me preguntó:
—¿Por qué te pusiste a tocar el piano?
Qué pregunta más rara, en esas circunstancias, pensé. Busqué qué responder y finalmente le dije:
—Si no me ponía a tocar el piano, estaría dando vueltas por la sala repelando y restregándome a mí mismo en la cara todo lo que salió mal hoy—. El pareció entender la alusión. Me miró por un segundo, luego bajó la vista y se sonrió.
—Además —me atreví a añadir— es una actividad muy catártica—. Él hizo un gesto como de “eso sí”. Los dos nos quedamos callados unos segundos. Luego él sonrió, dio una palmada en el piano y dijo:
—Pues tócala otra vez, Sam.
Los dos nos reímos y él se alejó. Si me hubiera sabido As time goes by la hubiera tocado entonces, hubiera quedado perfecto. Pero no me la sé. En vez de eso, y puesto que (con ayuda externa) ya se habían replegado mis demonios, me puse a tocar Cheek to Cheek.
Todo eso es lo que cabe en el espacio de una nota.
Imagen tomada de The Beauty of Darknes