Las mujeres somos otredad incluso para nosotras mismas: ser mujer es existir en la periferia de nuestros cuerpos, de nuestra vida y de nuestro tiempo por vivir para el otro. Somos periféricas como las ciudades en desarrollo donde hacinan a millones de familias que buscan una vida con los supuestos beneficios de las grandes urbes: seguridad, empleo, recursos suficientes para el desarrollo integral de los integrantes de la familia o de sí mismo, según sea el caso. Sin embargo, no podemos decir que la vida es igual en la periferia y en el centro de las ciudades. Por un lado, la zona principal y sus habitantes gozan de beneficios intangibles que resultan imposibles para los habitantes de la periferia, por ejemplo, tienen posibilidades de desarrollo, no sólo porque en el centro se concentran los lugares de recreación, sino porque el tiempo invertido para transportarse no se puede comparar; mientras que los citadinos recorren distancias de una hora, las personas de la periferia tienen que recorrer, por lo menos, el doble de tiempo, aunque no de distancia. Las condiciones que enfrentan los habitantes periféricos son considerablemente desfavorables en comparación con los habitantes de la ciudad, están expuestos a inseguridad, falta de servicios básicos, y aunque tienen la oportunidad de ir diariamente al centro, el retorno al hacinamiento, la desesperanza y el olvido es inevitable.
Ser mujer es existir en la periferia, a pesar de que las distintas oleadas feministas nos han llevado a ser participantes activas del círculo social, no hemos podido permanecer en el centro, no con motivaciones misándricas o egoístas, sino con la conciencia de que la mitad de la humanidad no puede ser excluida del ejercicio sociopolítico. Hay excepciones que han podido asirse del centro, sin embargo, la mayoría de las mujeres terminan regresando a la periferia en cualquiera de sus modalidades: política, histórica, social, cultural, sexual o emocional. Podemos empezar con la periferia social, que es evidente mientras siga existiendo desigualdad en la posibilidad de realización o desarrollo con respecto a los varones, y que seguirá por lo menos, hasta que la línea divisora desaparezca y las mujeres tengamos las mismas posibilidades educativas, lúdicas o recreativas que los varones, sin importar nuestra edad. Aun si logramos migrar de la periferia al centro, donde nuestras potencias puedan actualizarse libremente, seguiremos siendo periféricas, porque no basta con tener una carrera profesional para asumirnos como parte del sector privilegiado, ni basta reducir los problemas que las mujeres tenemos a lo social o laboral, porque la periferia involucra una serie de desventajas en nuestra contra, por ejemplo, que las mujeres tenemos que permanecer a servicio de otros en más de un sentido. Generalmente se busca crear una dependencia a los varones con la asignación social de ser las nuevas esclavas, o bien, trabajadoras sin paga[1] para llegar a ser un bien común dentro del núcleo social y familiar, para que cualquiera pueda asirse y sacar provecho, sea sexual o material.
La periferia a la que somos destinadas se compone de cuatro factores: el trabajo doméstico, el cuidado de los hombres, la perpetuación del orden patriarcal y el trabajo sexual. El trabajo sexual no hace referencia sólo a la prostitución que ha estado vigente desde siglos atrás —vale recordar a Rahab, la prostituta que fue indispensable para la toma de Jericó y que ha sido olvidada como tal—. El trabajo sexual también tiene que ver con el sometimiento al que estamos sujetas todas las mujeres en pos del placer masculino y la reproducción.
Desde pequeñas tenemos problemas con nuestra sexualidad: el primer beso que nos robaron fue una travesura inocente del niño que lo hizo; el primer amor que está lleno de supuestos románticos que nos obligan a fundirnos y perdernos con nuestras parejas, y desde entonces pasamos a ser llamadas la novia de, la esposa de, la puta de… Nuestro ser y nombre le pertenecen al varón que nos acompaña, se genera la necesidad de completarnos en la relación con el otro.[2] Dejamos de pertenecer a nuestro padre cuando asumimos el apellido del esposo para formar parte de sus posesiones. Si la fortuna nos favoreció con el desconocimiento de la brecha de género y de las relaciones de poder que se establecen entorno a los sexos, en la adolescencia es inevitable tambalearse en ellas.
Nuestros problemas se basan en una constante sexualización del cuerpo femenino adolescente presentado en la pornografía y los programas televisivos; soportamos una contienda infinita entre mujeres cuyo premio es la aprobación masculina, de la cual se genera una necesidad tan grande que las relaciones de amistad con varones se valoran más que las que se pueden construir con otras mujeres. Estamos sometidas al conocimiento del peso del ostracismo sin la necesidad de conocer a Hester Prynne, porque seguramente se nos asignará un adjetivo que nos perseguirá a todos lados y que portaremos como una letra escarlata en todos nuestros círculos sociales. La periferia a la que somos expuestas nos muestra el peso y las implicaciones del adjetivo puta; la censura de nuestros cuerpos como medio de protección; el miedo de no regresar a casa cuando salimos, aunque sea a la tienda; el miedo a gustarle a la persona equivocada, sin contar el miedo de ser violentadas sexualmente y de ser utilizadas como medio de placer y despojadas de toda agencia moral.
Me gustaría decir que la violencia sexual y nuestra participación como sus receptoras se termina en la juventud, pero no es así. En la adultez, el cuerpo de las mujeres toma otra connotación, igual de violenta porque anula la posibilidad de decidir sobre nosotras mismas. Se nos obliga a programarnos para seguir el modelo de vida marital impuesto, en donde el esposo toma el papel del Estado dentro del núcleo familiar y se encarga de domesticar a las clases subordinadas, en este caso, a las mujeres y a los niños. El estado hobbesiano se encarna en la familia, y el soberano tiene el control de los súbditos porque le pertenecen. El sentido de pertenencia involucra todos los factores que conforman a la mujer: su intelecto, su trabajo, su espiritualidad, su cuerpo, su discernimiento y su vida.
La sumisión sexual también nos obliga a anteponer los sentimientos de los varones a los nuestros. Tenemos que mantenernos incluso en la periferia de nuestros propios sentimientos para darle protagonismo a los de otros; el ser de las mujeres tiene que ver, en palabras de Lagarde, con su funcionalidad dentro del orden patriarcal. “El sentido de la vida de las mujeres tiene que ver con la utilidad para otros, por la calidad de lo que hago para otros, por ser indispensable para que otros vivan”[3]. El telos de las mujeres se opaca y se confunde con la realización de las personas a las que estamos destinadas a cuidar.
Nuestra cultura nos enseña a reprender a las adolescentes cuando quedan embarazadas “por no cuidarse”, como si la fecundación no fuera cosa de dos, y la decisión de tenerlo nos perteneciera sólo a las mujeres. Estamos en una cultura de la violación, donde se niegan tales hechos porque en los registros no hay señales de resistencia durante el acto, como si el miedo no fuera paralizante, y se rechazan las denuncias porque una mujer decidió salir del marco moral imperante y se fue de fiesta en la noche. Es la misma cultura que utiliza a la iglesia para justificar abusos contra niños imputándoles responsabilidad, porque en eso consiste uno de los mayores privilegios del ser masculino: en no ser responsables de sí mismos, en hacernos creer que son las víctimas de su propio privilegio.
La razón de las múltiples violaciones a mujeres y de los feminicidios yace en la asunción de que pertenecemos a los hombres. Nuestro mayor miedo es que el delito nos revictimice, es decir, que un varón mató a su exnovia por “despecho”, “desamor” o “decepción”, que culpen inmediatamente a la víctima y la hagan responsable de los sentimientos y de las acciones que provocó en su antigua pareja. Que sea su culpa por no ser una posesión bien portada de un varón. Pensar algunos feminicidios como crímenes pasionales es restar importancia a la verdadera razón de estos crímenes: la degradación del valor de la mujer como individuo, para confundirlo con una posesión del hombre social, simbólica y políticamente.
Un ejemplo claro de revictimización lo muestra Carrión en La fosa de agua[4], donde nos presenta a Bianca, una adolescente desaparecida en Tecámac cuyo caso nos permite ver una de las mayores inconsistencias que ocurren en el sistema judicial y en la vida periférica de las mujeres. Cuando inició la investigación se recaudaron testimonios sobre el carácter y la personalidad de Bianca para asegurarse de que no era un caso de huida voluntaria. Entre los testimonios están las declaraciones de sus amigas que la perfilan como una persona capaz de dar su vida por cualquiera de sus amigos, de comportamiento tranquilo y muy amorosa. Por otro lado, están los comentarios de Paco ‒un “amigo” de Bianca al que rechazó para iniciar una relación amorosa‒ que la muestran como una mujer problemática, drogadicta y miembro de una pandilla narcomenudista. A pesar de que todos los testimonios contradecían lo que Paco declaraba, la investigación y las autoridades le creyeron y comenzaron a hacer responsable a Bianca por lo que le había pasado. Las veces que se han re-victimizado a las mujeres que se atreven a denunciar alguna agresión, lamentablemente, no son excepcionales; se nos culpa de provocar al agresor, de no defendernos, de no decir “no”. El problema es que la sociedad no enseña a los varones a respetar la agencia moral de las mujeres, su capacidad, y su libertad de decidir. La única solución patriarcalmente aceptada es atribuir la responsabilidad de los sentimientos de los varones a las mujeres que han sido violentadas. La asignación al cuidado nos obliga a ver la vida de los varones como lo más importante, aún por encima de la nuestra, despojándonos del centro de nuestra propia vida.
“Nos están matando”, con dolor gritamos al unísono para que nos volteen a ver, para que entiendan que no sólo están matando la tradición cultural femenina, sino que gritamos por nuestra vida, por no morir a causa de nuestro sexo. Gritamos, nos manifestamos, pintamos calles, paredes o monumentos para asirnos de un lugar en la sociedad que, por años, nos ha dejado al margen de todo, devaluando el trabajo que hacemos —sea intelectual, cultural, social y el doméstico que, injustamente, se nos ha asignado como obligación—. Es ridículo que necesitemos enciclopedias que rescaten a todas las mujeres científicas, artistas, escritoras, deportistas, activistas o humanistas que han sido relegadas a la periferia histórica porque nuestro sexo está desterrado de la Historia Universal.
Para hablar de la marginación del intelecto femenino, hay que recordar los ensayos críticos de Virginia Woolf, poniendo énfasis en la imposibilidad que las mujeres adquirimos de realizar cualquier trabajo intelectual por la demanda del trabajo doméstico. La marginalidad a la que pertenecemos empieza desde casa, desde la necesidad de tener que empezar nuestros días más temprano para poder cumplir con las exigencias del hogar y esperar tener tiempo y energía restante para las actividades intelectuales. Cuando las mujeres regalamos nuestro trabajo dentro del hogar, nos estamos negando la independencia económica que, según Woolf, es fundamental y necesaria para el trabajo de escritura[5], y para cualquier otro trabajo cuya herramienta sea el pensamiento. Si dentro de nuestras posibilidades está tener un empleo que esté fuera del hogar, las mujeres no podemos deslindarnos de labores domésticas, de mantener ese trabajo agotante sin paga y, sobre todo, de dejar en segundo lugar todo lo que pueda distraernos de lo que “naturalmente” nos corresponde.
Lamentablemente, las soluciones que se tienen para evitar todos los problemas que padecemos las mujeres cotidianamente versan en la restricción de nuestra participación en el mundo. El mayor privilegio masculino es la exención de responsabilidad, asumir lo que no debe ser como algo normal o como un accidente cultural y, por lo tanto, como algo aceptable. Las mujeres estamos cansadas de cargar con miedo, con culpa, y con el yugo al que estamos atadas con los cánones estéticos y morales que hay sobre nosotras, nuestro cuerpo y la forma de comportarnos.
Las mujeres necesitamos libertad para pensar, para actuar y para desarrollarnos libremente en todo aspecto de nuestras vidas y comenzar con un autoconocimiento sumamente doloroso, necesitamos reconstruir el acceso a nosotras mismas y desvanecer todo límite que nos ha expulsado de nuestro propio ser, que nos ha llevado a la periferia interna en la que estamos, que las imposiciones ya no nos alejen del centro de nuestro ser. Es necesario conocer cuáles son los orígenes que nos llevan a la periferia y, con mucho esfuerzo, lograr que las mujeres que han podido sobresalir en todo ámbito dejen de ser excepcionales, que la realización de la potencia femenina sea tan común como la masculina.
Vivimos con miedo de ser raptadas, violadas y torturadas antes de ser asesinadas. Hemos temido por nuestra vida cuando terminamos una relación o cuando nos negamos iniciar otra. Hemos tenido miedo de decidir sobre nuestras vidas, nuestros cuerpos y nuestros futuros. Vivimos en una guerra constante contra nosotras y contra todo lo que hemos producido en la historia: arte, ciencia, política, etcétera. Todo lo que es producto de una mujer es desechado; el miedo nos ha llevado a una desesperación que se transforma en rabia y coraje para poder enfrentarnos a un mundo que nos relega a papeles secundarios en cualquier ámbito. No se necesita apelar a grandes encuestas para saber que nuestra vida depende del sexo con el que nacimos y que nuestras decisiones están subordinadas a otra persona o a la voluntad pública; existen diversos fundamentos morales y religiosos que aún nos sujetan al varón en todos los aspectos de la vida.
Es fundamental denunciar a los agresores y responsabilizarlos por sus acciones, necesitamos destruir los límites de esa periferia que también nos aleja entre mujeres y poder formar redes de apoyo conjuntas. Tenemos que empezar a politizar la amistad entre nosotras para que terminemos con la ridícula competencia por la aprobación y podamos hacer frente a la guerra que se ha declarado contra nosotras. La periferia sólo se va a desarticular con el trabajo constante de las mujeres, no sólo con las denuncias sino rescatando del olvido a aquellas que se han quedado en el ostracismo histórico, cada una a su manera. Es necesario recordar a Bianca, a Diana Angélica, a Mariana Elizabeth y a todas las asesinadas en la periferia de la Ciudad de México; a las víctimas de feminicidios en Veracruz, Sonora y Chihuahua; a todas las autoras y compositoras que han sido silenciadas con el paso de la historia; a las que son silenciadas por medio de amenazas, difamación o infantilización. Tenemos que leernos, escucharnos, estudiarnos, reevaluar nuestras creaciones tanto en el presente, como a lo largo de la Historia.
Fotografía de Duane Michals
[1] Federici, Silvia. “Accumulation of labor and degradation of women” en Caliban and the Witch. Women, The body and primitive accumulation. Autonomedia. Nueva York. 2014
[2] Lagarde, Marcela. “La condición de género de las mujeres” en Claves feministas para el poderío y autonomía de las mujeres. Puntos de Encuentro. Managua. 1997
[3] Lagarde, Marcela. “La condición de género de las mujeres” en Claves feministas para el poderío y autonomía de las mujeres. Puntos de Encuentro. Managua. 1997. P. 20
[4] Carrión, Lydiette. La fosa de agua. Desapariciones y feminicidios en el Río de los Remedios. Debate. México 2018
[5] Virginia Woolf explica el problema en la segunda parte de A room of one’s own.
Es excelente.. Felicitaciones Grecia
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Excelente texto Gres, estoy de acuerdo contigo, necesitamos renacer, revalorarnos primero y luego pensar en lo que nos constituye, no solo un sexo sino un ser auténtico. Sabes qué creo que es lo más triste, que entre mujeres nos hacemos daño. Si sabemos que alguien sufre o necesita apoyo, difícilmente colaboramos, por el contrario, nos alejamos. Pensamos que, mientras la agresión sufrida a una mujer no sea a mi, o a alguien de mi familia, no nos interesa. Sin embargo es necesario ser conscientes de que no solo no basta trascender sino reconocernos entre nosotras y en consecuencia respetarnos. Saludos y sigue escribiendo.
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