Sin pensarlo mucho, me ofrecí para alimentar a Kepler y echarle un ojo de vez en cuando mientras Mónica se iba a trabajar. Incluso me dejó una copia de la llave de su cuarto. “Va a ser mío”, pensé maliciosamente. Lo alimento, lo llevo a mi cuarto un ratito para jugar con él y le saco miles de fotos con mi celular. No quería perder la oportunidad de analizar de cerca la conversión de un bebé indefenso en una fiera adulta. Me gustaba ver cómo se transformaba su mirada inocente día con día. Los ojos de los gatos encierran el deseo del juego sin descanso. Todos somos un objeto desde la perspectiva gatuna. Los rasguños que recibimos de ellos no son más que un llamado de atención: la comida no debe pensar y no debe atreverse a tocarlos ni acariciarlos.
Kepler no era la excepción. Desde la primera noche lloró y nos rasguñó como un desquiciado.
–¿Lo vas a tener rondando por la casa con el peligro de que la casera lo vea? Acuérdate de su alergia. Y acuérdate de mi alergia– dijo Elvia, una de las cuatro universitarias con las que Mónica y yo compartíamos departamento.
–No, no. Va a estar en mi cuarto, encerrado. Nadie lo va a ver. Le voy a dejar comida todo el tiempo y va a poder jugar por ahí. Va a ser como si no estuviera– dijo Mon.
–Si se sale de ese cuarto, me lo como- espetó Rocío. Aquella afirmación selló el destino del animal.
Ese mismo día entramos al cuarto de Mon y nos mostró todo lo que había comprado: croquetas, juguetes, un arenero, una transportadora rosa y una camita. Moni ganaba bien en ese entonces, pero nunca supimos exactamente dónde trabajaba ni qué hacía. Tampoco le hacíamos muchas preguntas al respecto. Mónica trabajaba todo el tiempo; sabrá Dios cómo le hacía para entregar las prácticas interminables para su clase de cálculo, mientras yo apenas podía con cuatro materias y la clase de italiano que tomaba en las mañanas y que estaba a punto de reprobar porque solía quedarme dormida. Todo un ejemplo a seguir, la Mon.
Su cuarto era un poco más grande que el mío. Tenía una cama matrimonial y un tocador enorme que estaba lleno de libros de física. En medio de la montaña había siempre una copia de Calculus escrito por Spivak (un dolor de cabeza para los estudiantes de física, según me dicen). Eso me daba un poco de gracia. Nosotros también tenemos una Spivak, un dolor de cabeza para los estudiantes de letras y los críticos literarios.
Al principio intenté llevar al gato a mi cuarto para que me ayudara a aliviar mi estrés por los ensayos finales, y al mismo tiempo para que jugara entre mis libros y mi ropa tirada por todas partes. En eso éramos diferentes Mónica y yo: ella era una amante del orden, mientras yo lo era del caos. Era una aventura buscar un libro en mi cuarto o saber cuál blusa estaba limpia. Tal vez por eso Kepler no soportaba estar más de dos minutos conmigo. Al entrar a mi pieza dejaba de maullar y corría por todas partes, pero después de explorar mi cama destendida y mis libros de Camus y de Grass, el gato rasguñaba la puerta con todas sus fuerzas para que lo dejara regresar a sus aposentos. Después de dos intentos de que el gato se acostumbrara a mi cuarto, dejé de torturarlo. En su lugar, decidí que, al llegar de clases, le haría una visita para rellenar su tazón de comida y darle unos apapachos que parecían gustarle (al menos las primeras semanas), y también para dejar la puerta abierta por unos minutos y permitir que el hedor saliera y el cuarto fuera respirable de nuevo. Era impresionante cómo Kepler no hacía el menor intento para salir disparado del cuarto de Mónica como haría un gato común, sino que solo se quedaba quieto sobre la colcha roja como la sangre que cada día parecía más abandonada y más llena de pelos grises.
Desde las nueve de la mañana hasta las once de la noche, Kepler no paraba de emitir un sonido ahogado y lastimero con el que parecía querer mostrarnos una cosa muy especial en el cuarto de Mónica que desaparecía al momento de abrir la puerta. Ese llanto desesperó a las otras habitantes de la casa. Las paredes de tablarroca que dividían nuestros cuartos eran de poca ayuda. Después de dos semanas, Elvia convocó a una junta para callar al pinche gato de una vez y abandonarlo a su suerte en la calle. Monse y yo respondimos con un “¡No!” que se conjugaba de forma armónica con los maullidos del minino.
La presencia aplastante de Kepler era inversamente proporcional a la ausencia de su dueña, quien llegaba arrastrándose en la noche y cerraba la puerta de su cuarto solo para aparecer al día siguiente por la mañana, con pisadas ligeras y frescas que anunciaban el inicio de un nuevo infierno para sus compañeras de departamento. Una noche escuché a Mónica llegar del trabajo. En vez de entrar a su cuarto y quedarse ahí, salió corriendo dos minutos más tarde y se desplomó en el sillón. Salí de mi cuarto con el pretexto de lavarme los dientes, y me sorprendió el hilito de sangre que bajaba desde su antebrazo hasta su dedo índice. Ella no parecía darle mucha importancia; estaba muy ocupada mandando mensajes en su celular.
–¿Qué onda? ¿Qué te pasó?
–Pinche gato; me rasguñó cuando lo quise cargar. ¿Entraste a mi cuarto hoy?
–Entré a ponerle croquetas. Estuvo llorando toda la tarde.
–Pues mándame un mensaje cada vez que vayas a entrar a mi cuarto.
–Ok. ¿No quieres lavarte la herida?
Mónica ya no respondió. El brillo blanco que le iluminaba la cara dejaba ver unas pequeñas arrugas que se comenzaban a formar en el entrecejo. Sus manos, cada día más alargadas y afiladas, parecía que se habían consumido hasta el hueso en las últimas semanas.
Me fui a mi cuarto pensando que al menos el gato nos dejaba dormir por las noches, cuando Mónica rondaba la casa. A esas horas, yo podía escribir mis ensayos a la velocidad de la luz; por lo demás, el resto del día le pertenecía a los maullidos de Kepler, al hedor que emanaba del cuarto oscuro y polvoriento, al animal que crecía descomunalmente y que se terminaba un kilo de croquetas cada tres días.
A la mañana siguiente, cuando salía de mi cuarto para bañarme, vi a Mónica acurrucada en el sillón de la sala con la misma ropa del día anterior y el teléfono conectado a su lado. Se despertó inmediatamente al escuchar el clic metálico de la puerta de mi cuarto al cerrarse.
–¿Dormiste aquí afuera?
–Pues sí, Kepler quiere jugar toda la noche. Me tapo con las cobijas, pero la fierecilla me muerde por todas partes o se pone a ronronear junto a mí.
–Por lo menos no maúlla.
–A veces ni siquiera puedo ocupar mi cama. El gato no me deja subir. Intenté dormir en la silla, pero a la noche siguiente el gato la tenía ocupada. Ahora ya no puedo ni entrar a mi cuarto porque el gato escala mis pantalones y no deja que camine.
–Uy, ¿con que cuarto tomado? A ver si no nos deja a todas afuera de la casa un día de estos– le contesté y reí un poco.
Me ignoró. En su lugar, se levantó y salió a fumar. Últimamente había estado alterada. El vómito había regresado. Las cantidades enormes de comida también. En las noches, mientras todas nos disponíamos a dormir, un hedor volvía a invadir la casa, pero ahora era de comida, de carne recién preparada. Comida rápida. Especias, grasa, aceite. Sonidos; sonidos de bolsas de papel. Sonidos de la carrera al baño. Pero la tablarroca era inquebrantable. Nadie se atrevía a salir del cuarto y encontrarse con su figura hincada y su cara besando el WC. Nada. Aprendimos a vivir con todo en esta casa. Con el llanto, el vómito, los rompimientos, los maullidos, la violencia, las paredes blancas y la ropa que olía a humedad. Con todo.
Mónica me pidió la llave de su cuarto. Me dijo que ella volvería a encargarse de poner el alimento en el recipiente de Kepler; que ya me había molestado lo suficiente. Me mostré algo ofendida: era obvio que a la mujer le molestaba mi presencia en su cuarto, aunque solo entrara unos minutos cada tarde. No me quedó más remedio que acceder a devolvérsela, y cuando la posaba en la palma de Mónica recordé la última tarde en su cuarto. Había entrado a eso de las seis de la tarde a vaciar el arenero del gato, que se azotaba de una forma desquiciada en la puerta. Al entrar al cuarto oscuro me percaté de que ni siquiera los títulos de los libros eran visibles ahora; que las paredes, antes adornadas con postales, fotos y dibujos hechos por Mónica, estaban en el suelo, rasgados por el gato (yo supongo). Eran cortes transversales y perfectos. Tiras que parecían adornar el piso sucio sobre el que se posaban las plantas de mis pies. De repente perdí de vista al gato, y revisé debajo de la cama. Solo vi un par de ojos amarillos que me veían fijamente, como las luces de un auto que se acercaba deprisa hacia mí. Di un salto hacia atrás mientras se abalanzaba sobre mí, como un saco enorme y gris. Logré zafármelo del pecho. Esquivé un segundo ataque y el gato se escondió detrás de la silla del escritorio. Los pelos grises volaban a contraluz de la tarde moribunda. Me quedé helada, puse una mano atrás y comencé a buscar a tientas la perilla de la puerta. Cuando mi mano había alcanzado por fin el metal de la puerta, la abrí veloz y salí. Cerré la puerta al instante, mientras escuchaba cómo el dueño de los focos amarillos comenzaba su cantata nocturna antes de la llegada de la dueña.
Después de despedirme de Mónica y de regresarle su llave, ella abrió la puerta de su cuarto y se encerró. No recuerdo haberla escuchado salir de su cuarto a la mañana siguiente; pensaba que se habría levantado aún más temprano, pues esa semana tendría que cubrir doble turno. Solo podía imaginármela vagando por las calles muerta de cansancio, muerta después de una plática al teléfono con sus padres, muerta de miedo al caminar por la Ciudad de México en la noche. Yo también me sentía así a veces.
Pasaron unos meses y los maullidos del felino comenzaron a disminuir a medida que la presencia fantasmal de la dueña parecía consumirse con la casa fría en la que habitábamos. Casi no la escuchábamos. Solo el azote de la puerta en la noche y la salida rápida a la mañana siguiente. La última vez que la vi, su cara gris tenía un rasguño que iba de la frente a la barbilla. Un corte profundo y que parecía apenas haber coagulado. Se despidió mientras entraba a su cuarto. No volvimos a escucharla salir. Al principio no le dimos mucha importancia, pero al cabo de un tiempo comenzamos a preocuparnos.
Por fin llamamos a la casera para que revisara la habitación. El gato no había maullado en tres días. Aquella mujer entró sola a la habitación de Mónica. Yo no me moví de la silla y seguí escribiendo mi ensayo sobre la influencia de Spivak en el pensamiento derridiano. Las otras tampoco salieron de sus cuartos. Hicimos caso omiso del grito de la mujer.
Fotografía de @Doug88888