Tiempo de ahogarse en las extensas arcas de una angustia derramada,
en los afilados espejos que atraviesan la carne,
de elevar la memoria hacia otros campos que ningún sueño haya tocado,
de germinar la soledad en la tumba borrosa del viento
y perder cada hueso, cada salmo de la boca en la inmensidad.
Tiempo de asir la sonámbula tormenta que navega al fondo del miedo,
de escucharla arrastrarse debajo de mi sangre
con el rostro herido por los ventarrones de esta temporada sin recuerdos,
con los labios sometiendo a la lluvia contra el precipicio.
Y mirar mi cuerpo envuelto en su espalda llevándome
a esa extraña región de niebla, a esas barrancas donde los muertos
tienen el mismo destino que un sol.
Tiempo solamente, sólo unos cuantos pedazos de hora faltan,
antes de vivir al margen de una voz que me mira desde su ojo negro,
antes de vivir apretado como un puño de noches contra un muro impasible,
recluido como veneno en un frasco,
escondido en el refugio de los náufragos que beben a bocanadas el mar,
que mastican islas, pájaros de arena, horizontes sin horma.
Tiempo de encender el barco a mitad del silencio
y destruir los tabiques que sostienen la maquinaria de mis alas
y partir al descarne de la muerte, hacia los relámpagos del olvido
que tienen mis ojos cuando cierran sus luces.
Tiempo y nada más, a orillas de él sostengo mi cuerpo casi enterrado
en ese océano circundado por temibles larvas,
reposo todos mis siglos de ausencia y de sangre erguidas
en algún momento en el reino solitario de la tierra;
con la niebla me amparo, me hundo para siempre,
me desprendo de mis litorales hacia aquel puerto de polvo.
Y por aquí y por allá pasan mis plegarias adentro del vacío
y voy palpando mi cadáver con su imagen destrozada,
ruinas sin nombre donde se iza el imperio de las sombras.
Página Salmón 