¿Quién era? Quizá un espíritu, de esos que de repente vienen a rondar por los rincones de las casas pequeñitas. Lo miré, tenía el color gris de la ceniza pero se transparentaba y etéreo.
Yo no creía que los espíritus de las personas se aparecieran, eso era imposible, porque a los que están en el Purgatorio, no los dejan salir; los que están en el Infierno, jamás podrán abandonarlo; y los que están en el Cielo, no pueden dejar la suprema dicha de estar allí.
Ese espíritu grisáceo no era de persona, seguro que no. ¿De qué era entonces? Quizá de algún animal o quizá de algún vegetal. Cuando pensé en la palabra “vegetal”, el espíritu comenzó a bailar muy bonito, como en un ballet, lo veía sonriente; fue por esa sonrisa que no le tuve nada de miedo y le pregunté:
–¿Estás de visita en mi casa?
–Tú estás de visita en mi casa.
–¿Esta es tu casa?
–Los espacios son del primero que los ocupa –contestó el espíritu.
–¿Hace cuánto tiempo que te apoderaste de este espacio?
–Tiempo… de tiempo yo no sé nada.
–Estoy aquí desde que nací, hace nueve años, pero mis papás están aquí desde hace mucho más: mi mamá hace diez años que llegó, y mi papá, ¡uf! Él llegó aquí cuando nació. Mis abuelos y bisabuelos estaban en esta casa desde antes. ¿Tú?, ¿cuándo llegaste por aquí?
–Llegué… vine aquí cuando el bosque se quemó, cuando el fuego atacó no sólo por allá, sino también por acá y también por ahí, cerca de donde está el pozo de donde sacas el agua todas las mañanas.
–¡Ups! Sí, creí verte una madrugada cuando saqué agua, pero sólo miraba el amanecer; estaban las nubes anaranjadas, amarillas, casi doradas. ¿Quién eres?
–Soy el espíritu de los copales que se incendiaron. Xiuhtecuhtli produjo un claro gigantesco en donde vinieron los colonos, como tus abuelos, a construir sus casas. Soy el hijo del fuego, de Xiuhtecuhtli, y estás invadiendo mi lugar.
–Ese incendio ocurrió hace más de mil años, según dicen los ingenieros forestales.
–Más de mil, tienes razón. ¿Cómo sabes que eso ocurrió?
–Mamá es una gran conocedora de la historia, ella cuenta lo que a sus abuelas les contaron sus abuelas, y las abuelas de las tatarabuelas.
–No, ni así es posible llegar al recuerdo de hace mil años –comentó el hijo del espíritu del fuego.
–Así lo supo mi mamá. En las tardes frías ante la chimenea, tapada con las cobijas de algodón bordadas en Oaxaca, oyó las historias contadas y recontadas, leídas y releídas de la familia. Así fue como mi mamá me contó que se incendiaron los copales y dejaron escapar su perfume aromático y majestuoso. Fue un incendio pavoroso que duró tres días. Por aquí, por este México, aún nadie estaba, aún nadie por acá vivía.
–Sí, duró tres días, ¿eso tu mamá cómo lo sabe?
–Toda la familia es muy parlanchina, pero hay otra cosa muy importante: Sabemos leer, sabemos escribir y en cuanto los niños tienen las ganas de tomar un lápiz, se les compran silabarios para que aprendan a leer. Mis tátara, tátara, tátara y retátarabuelas escribían. Tenemos cuadernos y cuadernillos, hojas y más hojas, muy bien cuidados, en los que ellas escribieron y ahora están reposando entre vidrios. Unas hojas de las más antiguas, hechas con papel amate, relatan el incendio que hizo llegar a las familias a este lugar de la zona norte al que después le llamaron Tepeyácac.
–¿Qué más te contó?
–Que llegó Ehécatl con sus vientos, a los tres días apagaron el incendio y dejaron la nextli humedecida, de ella brotaron toda clase de vegetales, unos glamorosos, bellísimos, y otros buenos para comer.
–¿Qué otra historia sabe?
–Hay historias que no me cuenta, que yo leo en las páginas que escribieron las tátara, tátara, tátara…
–Ya, ya, ya… ¿Podrías enseñarme esas páginas?
–Imposible. Están guardadas en una vitrina que está en un museo.
–¡Hojas escritas de hace un milenio!
–La tradición es más antigua, quizá en esas hojas de amate se escribió hace menos. Esta es mi casa, esta es la casa de mi familia, esta es su historia; es la historia del incendio de los copales y de los vientos, hijos de Ehécatl, los lluviosos, los servidores de Tláloc, que vinieron a apagar y nos regalaron el claro para habitar.
–Yo llegué aquí primero que tú.
–¿Cómo se llaman tus ancestros? No lo sabes. Yo tengo una lista de nombres que invocamos en los noviembres de todos los años. Puedo decírtelos de memoria.
–¿Amas a tus ancestros?
–Sí. Y al recitar sus nombres ante las comidas que les ofrendamos, no los olvidamos.
–Aquí está el aroma de mi familia, ¿sabías?
–Aquí está el aroma del incienso de copal que ofrendamos a nuestros ancestros cada noviembre.
Los espíritus de la ceniza, los nextli, conviven en los campos con los genios del vendaval, los hijos de Ehécatl, para hacerlos bondadosos con la agricultura.
Los hijos de los hijos de los hijos conviven con todos sus abuelos en las fiestas de noviembre aquí, en México.
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