No me consideraba una persona en extremo curiosa, esta situación, en cambio, llamó mi atención desde que escuché gritar a las vecinas del departamento justo encima del mío, madre e hija, por primera vez. Su rutina incluía sesiones de gritos a las 7:00 am y a las 4:00 pm; estos eran ininteligibles, pero se contestaban unos a otros. Entonces desempolvé la intensa curiosidad que llevaba dentro de mí, sin embargo, pronto la dejé arrumbada de nuevo, eventualmente me acostumbré a los gritos.
Desde que me mudé en octubre con mi compañera Dorotea ha sido difícil relacionarme con mis vecinos. No sólo porque en general soy reservada y tenía mejores cosas que hacer, sino porque ellos parecen abstraerse en su propia vida, es lo común. Nunca estaremos obligados a saludarnos, a mostrar cortesía siquiera, quiero decir, realmente ya no estaremos, y tampoco a vivir en el mismo lugar. No sé cuánto tiempo llevo aquí o qué estoy haciendo.
El edificio es pequeño. A las pocas semanas ya ubicaba a todos los seres vivos que habitan ahí, incluyendo al perro de estas vecinas que gritaban y que atendía, en primera fila, sus discusiones diarias. No obstante, al mes de mudarme escuché a la hija gritarle a alguien más y a su vez esta persona, seguramente un hombre, respondía (¿Su padre?). No recordaba haber visto a alguien más con ellas; en fin, a mí no me incumbía. Pronto estos nuevos gritos, igualmente indescifrables, se unieron a la cotidianidad.
Días después, se unió otra voz masculina, que también pasó pronto a la rutina. Al mes, llegó una voz de mujer, y así sucesivamente se agregaron más integrantes a las sesiones de gritos de todos los días, en diferentes intervalos de tiempo, hasta que pronto, en mi ociosidad de las mañanas mientras llegaba la hora de irme, pude contar ocho voces distintas. ¿Cuántas personas podían caber en ese departamento que era tan pequeño como el mío? ¿Eran inquilinos? Probablemente familiares.
A las pocas semanas de haberse adecuado estas ocho voces a los gritos de las mañanas y las tardes, y de yo haberlos normalizado, estaba a punto de salir, miré mi reloj de muñeca que siempre traía conmigo: eran las 6:00 pm —iba con retraso a mi reunión— cuando escuché la voz de la hija reclamarle algo a alguien más mientras subía por las escaleras. Generalmente evito esos momentos incómodos de encontrarme con un vecino en la puerta, pero esa vez era inevitable y tuve que someterme al encuentro forzoso con la muchacha. Al verme salir, calló en seco y me miró, me pareció, con fastidio. Yo había interrumpido una álgida conversación que estaba teniendo consigo misma.
Un par de días después volvía del trabajo poco antes de las 3 para comer cuando noté que ellas (madre e hija) bajaban las escaleras. Era claro que hablaban con alguien más; ellas le hacían preguntas, no en su acostumbrado volumen alto de todos los días, sino como una plática divertida. Cuando me vieron subir, una vez más callaron y voltearon a ver al frente, como si no hubieran advertido mi presencia. Sólo estaban ellas dos.
Este tipo de situaciones se repitieron varias veces en diferentes contextos y con distintas voces. Una noche decidí hablarlo con Dorotea, quien también escuchaba los gritos en las mañanas, que inconscientemente habíamos decido ignorar, pero no estaba al tanto de mis encuentros con ellas. Comenzamos a crear hipótesis simples, como que estas mujeres traían un celular, que yo no había visto, y estaban mandando un mensaje de voz o hacían una llamada de la que no debía enterarme. Claro, cada quien su privacidad, aunque era mucha coincidencia.
Dorotea y yo decidimos observarlas más de cerca. Tomábamos notas mentales cuando nos las encontrábamos, a veces por casualidad, a veces intencionalmente. Una vez recordamos la existencia de la mirilla de la puerta que no utilizábamos y que estaba cubierta por un marco pequeño, se volvió nuestra principal herramienta de espionaje. Al día siguiente, nos turnamos para atrapar a la madre en uno de sus diálogos, completamente sola, sin aparato electrónico, sin detener la plática. Tras corroborar una las observaciones por la mirilla de la otra, nos miramos atónitas.
Repetimos estas indagaciones hasta que estuvimos completamente convencidas de que no estábamos inventando lo que veíamos. ¿Les gustaba hablar solas? ¿Era una clase de broma? ¿Estaban ensayando algo? ¿Tenían algún padecimiento mental? Por otro lado, los gritos rutinarios no cesaban. Dorotea y yo convenimos en entrar a su departamento a inspeccionar. Esos gritos eran reales, estábamos seguras, había muchas personas ahí dentro, ¿cuál era la relación de estas voces con el fenómeno de las vecinas hablando solas?
Ideamos estrategias para poder entrar a ese lugar, ¿qué pasaría si una veía la oportunidad de ingresar y no estaba la otra?, ¿cómo nos esconderíamos?, ¿qué haríamos estando ahí? Sin duda el lograr entrar y que nuestras vecinas se exaltaran y nos echaran del lugar era un riesgo que estábamos dispuestas a correr. Ya teníamos rastreados departamentos en renta, similares al nuestro, en otras zonas. No teníamos muchas cosas que implicaran un gasto considerable de mudanza. Nos adelantamos a todas las posibilidades, realmente lo peor parecía ser que nos corrieran, ¿pero esto? Esto no lo esperábamos.
Un domingo al medio día se nos presentó la oportunidad. Dorotea y yo volvíamos del mercado que está a la vuelta de la cuadra, no traíamos con nosotras ninguna pertenencia más que las llaves y el dinero y, casi al llegar a nuestra puerta, escuchamos que se abría la de un departamento más arriba, ¿sería el de ellas? Sigilosamente subimos conteniendo la emoción, vimos que la puerta estaba abierta, las vecinas estaban subiendo a la azotea, no teníamos mucho tiempo; nos miramos con complicidad, no lo pensamos demasiado. Corrimos. Yo iba al frente, empujé la puerta y vi, del otro lado del departamento, por un tiempo similar a un segundo, un montón de seres observándonos.
Pronto perdí de vista a Dorotea y a los seres, quienes me habían volteado a ver sin inmutarse. Paré de gritar cuando me di cuenta de que llevaba mucho tiempo cayendo, un tiempo relativo. No traigo mi reloj. No sé qué estoy haciendo, ¿sigo cayendo? ¿dónde estoy?
¿Por qué todo es tan blanco?