No es mi culpa, todo es culpa de las zapatillas nuevas. Hace dos semanas las ví en la vidriera, quizás no tenían nada especial, pero me gustaron, sería la sencillez que inundó mis pensamientos, la necesidad de no tener algo viejo, pero tampoco tan nuevo, lo definido como «intermedio». Estaba ahí, ¡frente a mis ojos! Una posibilidad intangible de llegar a casa y decir: «Hice algo más aparte de ir al trabajo y dormir”».

—¡Esa!

¡Las señalé como lo más bello del planeta! Luego, cuando pregunté el precio, pensé que tal vez no eran tan lindas… lo blanco era demasiado blanco y quizás me conformaba con la belleza inexplicable de un blanco sucio y amarillento: ese par que está en liquidación, la prueba definitiva de que no se vendió. Agarras lo que se ajusta a tu presupuesto, de repente se caen tus expectativas y las pretensiones de vida rica.

La gente me mira, ¡incomprensibles! Alejándose de mi locura, no pueden entender lo que estoy haciendo, no son capaces de admirar el cielo ardiendo. Comienzo con el ritual, las sacudo, ¡las hago chocar! Y así se hayan, se complementan y ¡boom! ¡Me encantan! El amor entre dos zapatillas es la base de la función reproductiva, si logro que ellas se quieran comenzará un sinfín de zapatillitas. Es mucho más efectivo que estar comprando de a puchos, consigo una perfecta ¡Ideal! Que logre satisfacer mis necesidades, que me acaricie al andar, cuidando mis pasos, comprendiendo mis apuros y mis retrasos, aunque tenga más retrasos que apuros, en fin ese no es el punto… El punto es la elección, las personas no le dan la importancia que merece. Tengo que cerrar los ojos porque el mundo se detiene, ¡tengo que tocarlas! Porque debo sentir los relieves, y así voy conociendo sus tamaños, sus vericuetos, lo que aman y odian: cemento o pasto, histeria o cansancio.

—¿Ustedes se quieren? —les pregunto. Los choco, pero no se genera el ruido celestial que estoy buscando. ¡Los tiro! No son los indicados, pongo mi atención en otros—. ¿Y ustedes se quieren? Los chocho y tampoco… —el empleado me mira extrañado—. Disculpe, ¿me puede dejar hablar con los zapatos? Mire, allá en la punta tiene más clientes.

Después de echar al encargado (lo único que hacía era obligarme a comprar algo que claramente no estaba buscando) me concentré en seguir charlando con los calzados. El problema se sitúa en que nadie piensa, condenan a las pobres zapatillas a estar juntas por siempre, ¿y si no se quieren? ¿Y si tienen que soportarse y hacer contacto? Estar esclavizados a verse de costado.

Un ejemplo muy claro es el de mi prima Carolina, ella tiene unos tacos preciosos, se la pasa todo el día presumiéndolos:

—Primo, ¿viste mis tacos nuevos? —me pregunta, mientras los señala de una forma exageradísima, mete panza, se pone en puntitas de pie y lo afirma—. ¿Ves? Mis tacos me quieren tanto que hasta me adelgazan.

—¡Ay sí! ¡Qué lindos! —le contesto asqueado.

Una vez recibida mi aprobación la pobre se relaja, y los tacos… ¡trac! Se parten, ¡en pedazos! ¡trozos de desamparo! Y todo esto porque no los dejó en libertad, porque los sujetó a una piel a punto de estallar. ¿Vieron a un zapato tras las rejas? Yo los veo todo el tiempo, condenados a entablar relaciones con el talco, obligados a conocer en detalles los dedos, ¡eso no es vida! Por eso hay que entender sus necesidades y ver si pueden adecuarse a lo que se denomina como «par».

Es difícil hallar el par, no se trata únicamente de que sean iguales, debe haber un reconocimiento minucioso entre uno y el otro, una faceta de entendimiento, un lapso que los permita decidir si realmente quieren eso, tampoco pido una terapia en pareja, (no estoy tan loco) simplemente que ellos se expresen.

—¿Y? ¿Qué les pasa? Díganme… ¿hace cuánto los señalan?

 Los pobres se sienten juzgados por el índice caprichoso que se dedica a señalar:

— ¡Ay! Quiero ese.

— ¡Ay! Ese me gusta.

— ¡Mirá! ¿Ves ese que está ahí? Bueno, ese es el que no me gusta.

Juegan con sus sentimientos, los vuelven de concreto, los aplastan y retuercen, como si fueran un simple objeto. Una cosa que está ahí para combatir su aburrimiento, para hacer depositar su dinero.

No piensan en sus emociones, están detrás de una vidriera gélida, donde lo único que reina es el comercialismo, donde lo único que importa es el precio. Nadie analiza cómo llegaron, cómo nacieron, cómo los limpiaron.

Las zapatillas sufren de maltrato, ¡estrangulamiento de cordones!, ausencia de cariño, ¡mal uso! Que los números reemplacen las caricias, que sólo importe la belleza física, ¿qué hay dentro de una zapatilla? Seguramente veas papel de diario, pero eso es, simplemente, porque no sabes observar. Hay un corazón deseoso de palpitar, una incansable amabilidad que accede a tus pedidos sin decir más.

¿Vas a correr? Ella está. ¿Vas a pedalear? Ella se engancha en lo que se tenga que enganchar. Pero vos nunca le preguntas: «¿querés ir?» La situación más trágica se da a la noche, cuando el calzado no fue seleccionado y encima tuvo que soportar todo un día… ¡esperando!

—De esa, por ejemplo, no me gusta el color.

¿En serio? Por ser de tela no están exceptuadas de la discriminación, sobre todo del racismo, las zapatillas negras siempre quedan para lo último.

¡Las ví ahí! Coincidiendo con lo que se hallaba dentro de mi billetera… ¡lo admito! Ahora los entiendo, te olvidas de todo cuando concuerda con tu presupuesto, te olvidas de la moral, de todo lo que acabo de expresar. ¡Las choqué! ¡Me las llevé! El empleado se veía cansado, hizo un gesto de alegría un tanto extraño:

—¿Siempre elije así de rápido? —preguntó sarcástico.

Tengo la siguiente teoría: cuando los calzados chocan hacen un sonido angelical, ¡celestial! Capaz de erizar los arbustos, de estremecer a volcanes y sismos. Cuando chocan… ¡nacen millones de zapatitos! Será que aparecieron debajo de mi cama y como no barro todavía no los encontré. Pasaron dos días y todo está al revés; las zapatillas no se reprodujeron, las ganancias no se multiplicaron, y congelé mi alma en vano. Me la dí de experto, pero no tuve la habilidad de percibir si se querían. Resulta que no se aman, sólo conviven en mi cuerpo por compromiso, no se brindan compañía. Son dos piezas que se repelen, asqueadas de haber chocado, inconsciente e inexplicable, ¡unión sin pacto! Alguien los obligó a vivir juntos y parece que ese fui yo. Una especie de matrimonio arreglado sin derechos ni voz. ¡Me siento un opresor! Acabo de destinarlos a la insatisfacción, bueno tampoco es para tanto… Ellos se dejaron, yo sólo los acerqué, revisando el mes.

Quise usufructuar un poco y me olvidé del sentimentalismo, a la castración de zapatillas hice caso omiso. Ya no hay más que hacer, no se pueden separar. Mis zapatos me quieren acusar de diversos homicidios, precisamente el de asesinar grillos.

Hace poco entendieron cómo lastimarme, van persiguiendo grillos, ¡que miserables! Me están perjudicando, me quieren inculpar y claramente mi mala suerte no va a acabar… No supe con qué cara mirar al empleado cuando pronuncié la siguiente frase, enrojecido y avergonzado:

—Vine a cambiar los zapatos.

—Señor, estuvo eligiéndolos por dos horas… ¡a reloj!

 Aún estoy esperando, no sé si aceptará porque el calzado tiene grillos pegados.

—Están como nuevos —aseguré con cara de piedra.

 ¿Me creerá? A veces tengo la leve impresión de que mis zapatos saben ladrar…

Imagen tomada de YouTube

Escrito por:paginasalmon

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