One gesture of the heart or head
Is gathered and split
Into the winding dark
Like the dust of the dead
The side of the truth, Dylan Thomas
El viejo Esteban era uno de esos ancianos encorvados pero energéticos, a sus ochenta años todavía recorría las calles empedradas de los pueblos de la comarca, y una vez cada quince o veinte días, se le podía ver ofreciendo en la ciudad las pócimas y talismanes que preparaba. Todas las personas reconocían al instante esa larga barba nívea, esos brazos poderosos y esa mirada abatida.
Era consabida su triste historia, había perdido hace muchos años a su niño querido, y desde entonces su corazón se había roto. Se había ausentado por un momento de su vieja cabaña en el bosque sin darse cuenta de la fecha, que era un primero de noviembre, y para el atardecer el pequeño había desaparecido para no volver a ser visto jamás. Los vecinos rumoraban sobre lo extraño del suceso, y de cómo el viejo Esteban ––en ese entonces no tan viejo–– había impedido las partidas que ya se organizaban entre los rancheros para buscar al infante extraviado.
Desde entonces se había vuelto arisco y taciturno, su trato con las demás personas era agreste y lacónico, reduciéndose a la venta ocasional de menjurjes y piedras curativas. Sus creaciones tenían un origen ominoso, que aunque a los vecinos no les gustara, se vendían como pan caliente. La dueña de la farmacia le había encargado una pócima para alejar a una enemiga; y el albañil, un corazón disecado para que cierto hombre nunca lo abandonara. Los talismanes más caros eran los que tenían que ver con problemas de suerte, amor y fortuna.
Su hermano vivía con él, un hombre vil y embustero, un ladrón, pero al fin y al cabo, su hermano; viejo, igual o más que él. Ese día el viejo Esteban le había encargado una gallina blanca, pues necesitaría de sus plumas para preparar nuevos hechizos. Su hermano, como buen estafador, se gastó los pocos pesos que le diera el viejo Esteban en la pequeña cantina que estaba en la ranchería cercana.
Cuál sería la sorpresa y el desagrado del viejo Esteban cuando vio a su hermano llegar con una cosa que, si bien era un ave, era todo menos una gallina. Este pajarraco era en realidad extraño, no se sabía si tenía tres patas o solo dos, sus alas parecían más bien muñones formados de manera indefinida, su plumaje era vasto y de un color entre blancuzco y azulado pálido, sus grandes ojos vidriosos lo escudriñaban todo. Sin embargo, su pico era lo que realmente llamaba la atención: era demasiado grande, como el de un pato, y achatado.
El viejo Esteban se preocupó al descubrir que su hermano había atrapado a esa cosa extraña en las marismas de allá por San José, muy cerca de la cañada. Nadie se acercaba nunca a ese lugar, había algo anormal en esa parte del bosque, algo que causaba temor y angustia a la gente de la comarca. Algo oscuro y extraño que según las leyendas de los pocos habitantes nahuas que quedaban en la comarca, ya estaba allí cuando ellos llegaron a la región por primera vez.
El hermano del viejo Esteban, con sus sucias manos y vestido como un pordiosero, comenzó a desplumar a la extraña ave, ésta no se resistió y pronto quedó pelona. Pobre pájaro, se veía tan ridículo sin su majestuoso plumaje; como una gallina desnuda, y sin embargo, no se veía frágil, sino dura y resistente.
El viejo Esteban se compadeció de la pobre criatura y no permitió que su hermano la echara a la olla que estaba en el fogón. No importaba que las tres tazas de agua estuvieran hirviendo, que los chiles silvestres hubieran sido desvenados y lavados siete veces, ni que se hubieran molido ya con rodajas de cebolla morada y ajos del cementerio ¿se desperdiciaría la sal que se había usado para darle sabor?, ¿la raíz de yerba santa? Incluso las tortillas estaban ahí, listas para enfrentarse al comal.
El hermano del viejo Estaban intentó arrebatarle el ave, pero esta lo mordió terriblemente. Ya no se trataba del pajarraco dócil que atrapó en el pantano, ahora corría por toda la casa, graznando como si en eso se le fuese la vida. El viejo Esteban echó de su casa a su hermano.
––Dormirás esta noche en el granero–– le dijo.
El viejo Esteban buscó en su recámara largas horas, removiendo cajas y bolsas por todos lados. Creo que tuvo mucho que ver la fecha, el viejo Esteban se había dado cuenta de que se trataba del aniversario de la desaparición de su hijo, era un primero de noviembre. Tras voltear patas arriba su recámara, encontró una maleta polvosa, la abrió y comenzó a sacar ropa muy pequeña, como de un niño de seis años; suetercitos, pantaloncitos, camisitas, gorritos y demás. Muy pronto la extraña ave estaba vestida como si de un niñito se tratara. El viejo Esteban sonreía, estaba contento. Afuera, su hermano le rogaba que lo dejara entrar, se venía la noche y no quería estar en el granero con las bestias de carga, pues en la ranchería no había electricidad y tenía miedo de las cosas que deambulaban en la madrugada por la fuliginosa cañada.
Cuando el hermano del viejo Esteban entró al calor que se desprendía del hogar de mampostería se sorprendió: realmente esa cosa parecía un niño, con su pequeño suéter verde y su gorrita azul. Su cara era extraña sin duda alguna, pero cuántos niños más feos no había visto por el pueblo, o cuando iba a la ciudad. En fin, el hermano del viejo Esteban se sentó y comenzó a preparar la cena, sin carne. El pajarraco disfrazado corría vehementemente por la habitación.
Y así corrieron los días, la extraña ave vestida de niño no parecía estar molesta por su nueva vida, pero el viejo Esteban no estaba conforme, algo faltaba, ¿qué podría ser? Al fin, el viejo Esteban tuvo una idea, lo único que le faltaba a ese chiquitín eran un par de zapatitos. Buscó en la maleta nuevamente y encontró esos pequeños zapatos color café. Al verlos, le causaron un dolor lacerante que cruzó por su pecho. Lo ignoró y como por arte de magia, al ponérselos al ave, esta dejó de ser un ave, al menos en apariencia. En verdad era ya un pequeño niño. Miguelito lo llamó.
Fue extraño, las personas grandes que todavía quedaban en los alrededores sabían que hacía sesenta años el niño que se le había perdido se llamaba así, y que lo único que habían encontrado meses después, cerca de la oscura cañada, fueron esos zapatitos que el viejo Esteban atesoró por años.
Desde entonces Miguelito siempre acompañaba al viejo Esteban y a su malvado hermano a los pueblos y a la ciudad, y mientras vendían pócimas, talismanes y hechizos a las personas crédulas del lugar, el pequeño Miguel se entretenía hurgando en los jardines, comiendo lombrices e intentando ––sin mucho éxito–– encaramarse en los árboles.
Era el nietecito del viejo Esteban, al que sorprendentemente se le veía feliz. Ahora se gastaba lo poco que ganaba con sus herejías en algodones de azúcar y rehiletes, en nieves de limón y entradas al cinecito que proyectaba películas en la plaza del pueblo. Hasta su desalmado hermano estaba como cambiado, había dejado de usar ese sombrero espectral y ahora se lucía con un estrambótico bombín color morado. ¡Qué hermosos se veían ahí los tres sentados! riendo a carcajadas con las películas del Tin Tán y del Cantinflas.
Era solo hasta que los otros niños se acercaban para jugar con el pequeño Miguel, que sus caritas aterrorizadas daban cuenta de esa figura extraña que se escondía bajo los ropajes del nietecito del viejo. Creo que la gente era envidiosa y así, poco a poco, se difundió la idea de que el viejo Esteban estaba cada vez más loco y algunas personas dejaron de comprarle, pero a la edad del viejo Esteban el dinero no importaba tanto como la compañía, así que Miguelito siguió con él hasta el final de sus días.
Ahora, después de tres años de su muerte, yo a veces visito a su hermano, ya que siempre fuimos amigos y sabemos que el fin también nos llegará pronto. Sé que vive en soledad, y que de vez en cuando se aleja en las tardes grises por las veredas que van a la cañada. Sé que lleva cosas, ropita y juguetes. Yo mismo algunas veces, cuando me alejo del pueblo para recolectar hierbas y madera, he llegado a ver al pequeño Miguel, corriendo entre los árboles, con su suetercito verde y sus zapatitos cafés.
Ahora nadie es tan viejo por estos lares, es por eso que nadie sabe lo que yo: que el viejo Esteban sabía, desde hace muchos años, quién se había llevado a su pequeño Miguelito; que lo habían reclamado las sombras que viven en la cañada, y no sirvieron contra ellas ni pistolas, ni pócimas, ni talismanes.
Nunca pudo vivir en paz con su remordimiento, por no haber estado ahí ese funesto primero de noviembre, y en respuesta a tanto llanto y tanto dolor, pienso que las sombras de la cañada decidieron compensarle en esos sus últimos años de vida y le enviaron otro Miguelito para que lo quisiese, lo acompañara, y así el viejo Esteban no se sintiera tan solo.
Se sabe que lo que sea que está en esa cañada quita cosas, las más preciadas, y a veces, si uno es persistente y sufre lo suficiente, obsequia otras, extrañas y maravillosas. Es por eso que siempre nos entendimos el Esteban y yo. A él le habían regalado una ilusión existente, un bosquejo de un sueño. Yo también perdí algo en la cañada que me mató el corazón, yo también espero algo.
Fotografía de Donavan Johnson