Ernesto se masturbaba en su cuarto. Nada extremo o preocupante para la moral, de hecho, ni era material pornográfico, era una película italiana de los setenta llamada La Alta Vita con la actriz Carmella Roberto interpretando a Francesca, la joven vivaz, y con la participación especial de Alonso Greco como el guardián de la vereda. Al empezar la película, las intenciones de autocomplacerse eran nada más en el sentido artístico, pero a partir del minuto 57:32, cuando el personaje de Carmella se sube a la colina para confesar su felicidad ante el valle que la resguardó de su oscuro pasado, fue cuando Ernesto sintió la llamada de su cuerpo de estimularse más allá de lo cultural.
No había nada erótico en la escena, la actriz Carmella daba una de sus mejores actuaciones en la pantalla, su personaje gritaba con júbilo al valle todos sus pecados, se abría completamente ante la vida sin temor alguno, era un acto puro de redención de un personaje que había encontrado su motivo para vivir, la felicidad. Ese sentimiento fue lo que abrió las puertas del deseo de Ernesto; él también quería experimentar ese momento puro que no había sentido o visto en ninguna persona, la cúspide de la resiliencia humana realzada con la fotografía maestral de la figura polémica de Bruno Benvenuti. Por siete orgásmicos segundos, Ernesto fue feliz.
Ponerle pausa a la película se sintió como una herejía, pero necesitaba ir a limpiarse y cambiarse de ropa. Lo hizo lo más rápido que pudo, tiró sus desperdicios en el cesto que tenía en la esquina de su cuarto, se lavó las manos y recogió la ropa tirada en el suelo para usarla como pijama.
Al terminar la película, Ernesto se perdió en el tiempo recapitulando lo fascinante que había sido la experiencia de La Alta Vita. Al escuchar pasos en las escaleras, recordó que tenía que levantarse en cuatro horas. Puso sus lentes en su buró derecho y apagó la luz de su lámpara. Quiso dormir, pero tenía curiosidad de quién eran esos pies. Tal vez solo era su madre buscando un vaso con agua, o su padre que había ido a su oficina otra vez. Al principio no le dio importancia, pero después, al escuchar las voces de sus padres transformarse en gritos, Ernesto fue rehén de toda la discusión.
Duró toda la madrugada y Ernesto oyó todo. No sabía que las cosas estaban tan mal. En los últimos días, sus padres hablaban el mínimo en la casa, eso indicaba cierta estabilidad, pero esta discusión fue un descarrilamiento sin ningún sobreviviente. Es una cosa oír llorar a escondidas a tu madre, o ver a tu padre pretender que en verdad quiere ser tu padre, pero oír a ambos llorar como si alguien hubiera muerto, deja traumado a cualquiera.
Su alarma sonó, pero no importaba ya. Usualmente no tenía buenos motivos para llegar a la escuela tan temprano, pero necesitaba escapar de esa casa. Bajó apurado, cosa que nunca hacía, pero al ver que a lo lejos todo el escenario estaba retratado por un pintor impresionista, regresó por sus lentes. Los medio limpió con su camisa y compensó el tiempo perdido corriendo por las escaleras, tenía suficiente dinero en su bolsillo para comer algo en la calle. Su madre lo detuvo con un grito, por primera vez en su vida iba temprano a la escuela, le dijo que comiera algo, tenía tiempo.
Ernesto no quería verse sospechoso de saber algo de la discusión, así que se la jugó normal, nada pasaba. Llegó a la mesa y vio a su madre con su bata negra, sus ojos estaban rojos. Antes de que pudiera decir algo, su madre dijo que tal vez tenía una leve infección. Usualmente su padre estaba en el sillón de la sala, anotando todo lo que no había hecho en la semana, con el ruido de la televisión de fondo, pero el sillón estaba vacío y la televisión apagada. Ernesto no se atrevió a preguntar nada, se concentró en mantener su boca llena de comida y evitar vomitar en la mesa.
Al ver que su hijo no notaba nada extraño en la casa, la madre decidió irse para no responder preguntas incómodas a esa hora de la mañana. Se fue a su cuarto, diciendo que trataría de dormir algo antes de irse al trabajo. Su beso en la frente de Ernesto se sintió helado. Él esperó que su madre subiera los diecisiete escalones para vomitar la comida en el lavabo. Limpió todo rastro de su suciedad y huyó de la casa.
Prosiguió su día como cualquier otro, ignorando a todos y todo lo que le decían; la escuela se transformó en su máquina de ruido blanco. Sabía que tenía que parecer ocupado, así que dibujaba espirales en su cuaderno para que no le llamaran la atención. Ese día podría darse el lujo de perderse en su mente, repitiendo La Alta Vita en un ciclo sin fin. Podía sentir la brisa de esa colina, el hermoso valle, la alegría de Francesca.
No quería volver a su casa, pero no podía evitarlo por siempre. Si tenía suerte, no habría nadie a esa hora y se encerraría en su habitación, pero su madre lo esperaba en el sillón de la sala, con sus mismos ojos rojos y su misma bata. No había ido a trabajar. Con un tono misericordioso, pidió a Ernesto sentarse junto a ella. Le dio las noticias de que su padre no volvería. Ernesto no dijo nada, solo escuchó estática. Su madre no entró en detalles y él no preguntó; en ese silencio incomodo, la madre lo abrazó y selló la conversación con un llanto compungido. Ernesto se preguntó tras cuánto tiempo era aceptable terminar un abrazo, para jugarla a la segura esperaría a que su madre decidiera cuando ya fuera suficiente. Ernesto lo sintió eterno. Siendo liberado, se excusó para irse a su cuarto.
Tirado en su cama, sintió que su cuerpo se hundía en arena movediza; quería salir, hablar con alguien, hacer otra cosa, pero no tenía ni recursos humanos para el apoyo emocional ni la energía suficiente para buscarlos. No podía dormirse, estaba tan cansado que su mente no se apagaba. Hundiéndose, Ernesto ansiaba por algo, no pedía mucho, solo no estar ahí. Pensó en las opciones disponibles que podía hacer, unas eran demasiado melodramáticas y otras no tanto, pero una idea fue tan brillante que casi lo ciega, la respuesta era obvia, tragó la arena que tenía que tragar para salir de su cama y puso La Alta Vita.
Su mirada se perdió en la magnitud del cielo, el viento bailaba alrededor de su cuerpo y se dejó contagiar de la alegría de Francesca. Ernesto estaba feliz.
A lo lejos de las colinas, el humo oscurecía a su paso el valle de Valentina. Algo se incendiaba. Ernesto estaba confundido, hasta podía olerlo, fue el grito de su madre lo que lo devolvió a su cuarto. Desde su ventana cerrada, vio la casa de enfrente bañarse en llamas. Mientras la casa se destrozaba, escuchó los gritos de ayuda que fueron apagados por un estruendo. Ernesto se tambaleó; su ambiente se distorsionó con el sonido de la destrucción y las sirenas. En un abrir y cerrar de ojos, estaba en la casa de su tía. No sabía cómo llegó ahí, tuvo náuseas el resto del día. Después supo que habían tenido que pedir refugio por la cantidad tóxica de humo que no cesaba.
Fue en las noticias donde se enteró de los detalles. Un accidente eléctrico, toda la familia murió: madre, padre, tres hijas, hasta el perro. Quisieron salir, pero el techo les cayó encima.
Ernesto no durmió esa noche, quería pensar en La Alta Vita, pero se sentía culpable de volver a ese lugar; además, cada vez que cerraba los ojos veía los rostros calcinados de sus vecinos. No los conocía tan bien, pero ninguna persona se merecía ese cruel destino. Pensó en la vida que les fue arrebatada, todo convertido en cenizas. Sentía culpa por algún extraño motivo, él feliz en el césped mientras que las personas morirían a unos cuantos metros. Esperó toda la madrugada para que las noticias dieran más detalles del incidente, pero en la mañana, otras tragedias mandaban al olvido las de ayer. Muerte en el norte, hambre en el sur, desempleo en el este y enfermedad en el oeste. Su mareo seguía.
No pudo dormir en los baños de la escuela, su conciencia no lo dejaba. Intentaba ir a La Alta Vita, pero se sentía culpable de disfrutar su vida, así que la única opción viable que tuvo fue de poner atención a sus clases. Se sentía enfermo.
Su cabeza no dejaba de zumbar todas las cosas malas que habían pasado, sus ojos pesaban como rocas, sus huesos tronaban cada vez que caminaba y tenía mucho frío a pesar de los 30 °C del aire que lo rodeaba. Añadiendo más al dolor, sus pies decidieron dejar de funcionar por unos breves segundos. Cayó sin gracia en la acera. La caída fue leve, golpe en la cabeza, rasguños en su pantalón y un sabor a metal en los labios. Lo único que sufrió un daño fatal fueron sus lentes, que tenían una grieta que asemejaba la falla de San Andrés si los juntabas.
Ernesto necesitaba un respiro. Sabía que no debía volver a La Alta Vita, pero ya era demasiado tarde, estaba rodeado por toda la naturaleza italiana, junto con la música de Mika Live. ¿Cómo era que Francesca podía vivir así, feliz sin importar todo lo que la vida le tiraba encima? Sabía que la felicidad que él tenía en esos momentos no podía compararse al estado de Francesca. Cada vez que lo intentaba, había algo roto en él que lo volvía a enterrar, desconfiaba de la felicidad porque sabía que nunca duraba, y cuando se iba, dejaba un rastro de eventos desafortunados que le recordaba que no merecía esa experiencia. Peor aún, él no vivía las tragedias de Francesca o del resto del planeta, tenía la vida en una bandeja de plata y se sentía miserable todo el tiempo. ¿Cómo es que un mortal cómo él podría ser como Francesca? Era imposible, por eso su vida no era dirigida por el maestro Felonini, ¿quién querría ver esa basura? La Alta Vita desapareció. Ernesto se sintió peor, no merecía estar ahí. Solo era un zángano más en la vida de otros.
La casa de su tía estaba vacía, no importaba, se encerró en el baño. Se sentó en el inodoro para dejar que sus pensamientos se descontrolaran a gusto. Sabía que él no era el causante de las desgracias que pasaban en su vida, pero por el lado de la locura, si estaba relacionado con cada una de ellas, algo en su ser debía desatar todos los desastres. Tal vez tenía razón, el mismo acto de felicidad liberaba la miseria en el mundo. Lo más sensato que podía hacer era vivir en completo sufrimiento para evitar cualquier otra muerte. Era demasiado dramático, por lo que tal vez funcionaría. Por todo lo que había provocado, estuvo de acuerdo con la sentencia que él mismo se puso.
Su plan no variaba mucho de su día a día, pero sí hubo pequeños cambios. En primera, ya no dormiría, en parte porque ya no recordaba cómo hacerlo y quería tener el control de esa decisión, así que dejaría de intentarlo. Por la noche solo dibujaría espirales en sus cuadernos, eso hacía que su mente estuviera en una especie de trance. En segunda, la tentación de volver a ese lugar que no debe ser nombrado debía ser erradicada, así que tendría que estar atento de su presente; vería cada detalle de cada cosa o persona para clavarlo en la realidad. Y en tercera, todo lo que le provocara placer — una clase, una comida, una canción— tendría que pagarlo, ya fuera que se excusara del lugar o que esperara al final del día, iría al baño más cercano y exhumaría el placer que hubiera sentido.
El primer día de prueba fue un éxito, según él. No hubo ninguna tragedia que lo envolviera, en las noticias parecía que todos los desastres se habían evitado por hoy y su mamá hasta le había sonreído. Solo tuvo que vomitar una vez por tararear una canción de la cosa que no debe ser nombrada. Sin querer arruinar la racha, reprimió su entusiasmo; debía acostumbrarse a no sentir nada.
Continuó con su penitencia. No sabía dónde había puesto sus lentes, no importaba. El mundo era un óleo en constante movimiento, siendo pintado por diferentes manos. Manchas negras aparecían de repente, desorientando su camino y sus pensamientos. Había olvidado qué día era, qué calle caminaba y por qué lo hacía. Ya se había acostumbrado a su estado de enfermo, pero ese día era ligero como un globo. Ernesto lo vio como una señal de su vida filtrando toda la toxicidad en su ser. El mundo estaba a salvo, nadie moriría hoy y él estaba feliz.
Su corazón se detuvo ante esta revelación, todo el óleo se derramaba, sudaba hielos que lo lastimaban. Se desplomó en el suelo. Varias manchas negras se juntaron a su alrededor, oscureciendo su entorno. Ernesto no podía respirar, sintió todo el peso del mundo sentarse en su pecho, quiso ir a La Alta Vita, pero no pudo ver nada. Todo era negro.
Ser rodeado por un vacío interminable hace apreciar los diferentes tonos de luces que se producen a menudo. Estaba aterrado del vacío, pero después se tranquilizó. Sabía que tenía que esperar para poder volver, no había prisa alguna.
Cuando por fin despertó, no supo dónde se encontraba. Era de noche. Sus sentidos estaban adormecidos. Algo le molestaba en la mano izquierda, la levantó y vio una aguja conectada a ella. Fue hasta que miró la bata celeste que se dio cuenta de que estaba en un hospital. Estaba solo, eso lo calmaba aún más, lo último que quería era confrontar a su madre toda compungida.
Podía escuchar su llanto afuera de su habitación, agradecía a su tía, quien la exhortaba a que comiera algo. Esperó no oír más la trompeta desafinada que tenía su madre como nariz para prender la televisión. Tenía que ver si su colapso había evitado que otra persona muriera. Al prenderla, figuras borrosas que hacían de personas le recordaron su condición de miope. Instintivamente miró a su derecha para agarrar sus lentes, pero estos no estaban. Recordó su incidente. Miró otra vez y estos aparecieron de la nada. Quiso cuestionarlo, pero lo haría después. Se los puso. La grieta lo molestó por algunos minutos, pero aceptó que era preferible ver algo a no ver nada.
Fue una decepción catastrófica ver que su casi muerte no había evitado nada: ataques terroristas en el sur, temblor en el norte, asesinatos en el este, accidentes en el oeste. Nada de lo que hizo funcionó.
Ernesto apagó la televisión, se sentía como un estúpido. Lloró de rabia, profanando groserías, lloró de coraje, ahogando gritos en su almohada, y lloró de risa por la situación en la que se encontraba. Aceptó que tal vez había actuado de una manera exagerada. Sintió pena por las súbitas conclusiones que habían dominado su ser; tratar de controlar el caos del universo no es la mejor idea que ha tenido.
Su piel se erizaba de pensar lo enorme que podía ser su egomanía. Él no tenía la culpa de ninguna de las tragedias que habían pasado. Culpar a su existencia por todo lo malo que pasaba en el mundo era la respuesta fácil para tratar de entenderlo. Lo único de lo que era responsable era de su estado actual.
Miró su mano izquierda otra vez, la aguja le picaba, soltó un suspiro, ya no quería sentir que tenía que pedir perdón por el hecho de existir. Tal vez lo que experimentó Francesca fue esa luz que se encendía ahora en la mente de Ernesto, de que tenía que vivir su vida lo mejor que pudiera y aceptar que eso es lo mejor que puede hacer. No sabía si era por todas las drogas que le dieron o por haber aceptado el vació de su existencia, pero le gustaron las ideas que cruzaban su mente. Eran agradables.
No sabía cómo proceder, pero intuyó que ese era un buen primer paso, eso sería problema para otro día, estaba exhausto de casi morir. Puso sus lentes en el buró, agradeció al deus ex machina y lo dejó ser. Cerró sus ojos y volvió a la colina de La Alta Vita.
Ernesto se sentía vivo gritando al valle, con la hermosa fotografía del maestral Bruno Benvenuti.
Imagen tomada de Fodor’s Travel