Fotografía por Gerardo Alquicira
Cuando tenía doce años me encontré un gato muerto que estaba entre dos arbustos, justo al lado de un circuito de grava. Tenía los ojos abiertos y amarillos, la boca mostraba unos colmillos blanquísimos y las patas delanteras estaban estiradas. Me sentía muy agitado, era una mañana muy calurosa y con pocas nubes. Lo moví con mi pie y vi que estaba rígido. No sé por qué, pero al verlo ahí entre la tierra y el pasto me dieron ganas de recogerlo.
Espanté a las pocas moscas que lo rodeaban, lo cargué, lo abracé fuertemente y lo llevé a casa. Olía a tierra mojada, pasto recién cortado y a sangre.
En cuanto entré a la sala se lo mostré a mi madre. Ella no entendió, me gritó que lo tirara a la calle porque era basura. Tuve que huir antes de que lo metiera en una bolsa negra. Regresé al parque con el cuerpo entre mis brazos, pesaba demasiado.
Al llegar, comencé a buscar un claro entre los árboles para que le diera sombra y luz a su tumba. Después de un rato encontré el lugar perfecto, puse el cuerpo en el pasto y comencé a cavar con mis manos una pequeña fosa, removí raíces y piedras; al tenerla lista moví el cuerpo con cuidado y lo coloqué lentamente. Cuando vi al gato en el fondo no supe qué hacer.
En esa misma semana había dejado de creer en dios y no sabía qué decir. Lo mejor que se me ocurrió fue enterrarlo sin decir nada, pero no quería. Me sentía vacío y pensaba que algo faltaba, cogí un puño de tierra y se lo eché encima. Nada. Creía que, como siempre se hace en estos momentos, debía decir algo. Tomé otro puño y dije: “perdona a la persona que te atropelló”. Tomé más tierra y continué: “agradezco por la buena persona que te levantó de la calle y te colocó en el parque. Disculpa a mi madre que te trató como basura”. Finalmente miré al cuerpo por bastante tiempo, sentía que algo me faltaba. Acabé de enterrarlo, emparejé la tierra y dibujé una cruz encima.
No me había dado cuenta de la hora que era, ya había atardecido y comenzaba a oscurecer. Mientras caminaba de regreso, vi que traía la ropa llena de pelo y las manos cubiertas de sangre y tierra. Hasta ese momento me di cuenta de un olor a podredumbre que me acompañó todo el camino.
Llegué a casa al anochecer, me castigaron en cuanto vieron mi ropa sucia y mis manos ensangrentadas. Cerré mi cuarto con llave, no quería saber nada ni escuchar a nadie, no tenía ganas de cambiarme ni de dormir. Me acosté con la misma ropa puesta. Lentamente, un olor a muerte abrazo mi cuarto y me sentí solo, demasiado solo. Me sentía hundido y enterrado como ese gato, la única diferencia entre él y yo era que yo me daba cuenta de mi soledad.