Si la marca está en mis manos o en soplo inexorable, no sé,
crece una fisura, ensancha la embocadura de lo sublime.
Es un leviatán que surge en la rendija de la vida;
serpiente tortuosa que profetiza angustia,
rompe su anzuelo con la lengua, exhala miedo
que recorre músculos contraídos de pavor.
Hace temblar el odio a este suelo que arrebatado
suena y quema cuando contornea piernas que huyen,
caen, como guillotinas, dientes afilados con premura.
Estruendo de inocentes con sus gritos horrorizados,
huesos que desvanecen tras mordidas furiosas,
pero sólo podemos ver una sonrisa en su boca.
Es un serafín que dibuja el cosmos con plumas celestes;
engendro etéreo que vaticina dicha,
exuda desconsuelo con el brillo de sus alas,
muestra una silueta de labio como acto de esperanza.
Ensaliva un río que desboca alegría aglomerada
a través del tiempo y empapa a quienes contemplan
el derrame celeste, ansiosos, cuando beben.
Sorber el arroyo, privilegio o laurel de contienda,
no decide el mensajero porque se distrae en la danza,
movimiento secreto que muestra un vaivén de torso.
Olvidados y triturados, migajas de un cielo y un infierno,
ilusorios opuestos que seducen, uno al nacer y otro al extinguir.
Entonces tú te refugias en la armonía,
nuevo vigor de la vida,
piel ensangrentada surca los cielos
mientras el mar emerge
y la espuma enmudece;
ángel que sosiega, demonio que excita,
llanto a murmullos, eco en carcajadas,
navajas flagelantes, sensibles corolas.
¿Y ahora dónde te encuentro?
Porque el balance delinea un arqueo
en el que la dulce armonía está perdida.
Camino el sendero grisáceo de bella euritmia,
entre lagrimas y alaridos, ¡temo!
La duda derrite mis huesos y pudre mi carne,
luego sana mis heridas y entibia este pecho.
¡Maldita intermitencia!
Deseo tus brazos,
los que reposan la ecuanimidad
bajo el matiz sonoro de una cadencia.
Te suspiro mientras mi cuerpo se funde,
un momento en encarnizadas fauces,
luego, entre saliva que fluye.
Ilustración: El mundo mágico de los mayas de Leonora Carrington