Queriendo volverme para mi pueblo empaqué nuestras cosas y las monté en la camioneta. No me imaginé que, a la orilla de esta gran ciudad, a punto de escapar, nos íbamos a encontrar con una oscuridad que hizo que perdiera el control del volante y nos diéramos varias volteretas. Me es difícil creer que acabáramos en medio de esta zanja, sin podernos mover. El rosario que colgaba del espejo retrovisor está tirado en el suelo de la camioneta y por más que me estiro no lo puedo alcanzar. Ahora es cuando más necesito tenerlo empuñado.

Me dijeron muchas cosas antes de venirme para la ciudad, pero nadie me dijo que acá la noche es más negra por la plasta grisácea que tienen las personas entre las estrellas y sus cabezas, y que tapa el cielo y la tierra como un manto echado sobre las calles. Me llenaron de advertencias de que acá las cosas eran más peliagudas, que había que tener la piel más correosa para aguantarlas. Eso fue lo que me dieron, en lugar de abrazos y palabras de aliento. Me vine cargado de todo lo que me habían advertido. Me pesaba como si llevara un morral lleno de tabiques de concreto. Por eso llegué con miedo a esta ciudad, se notaba a lo lejos. También se notaba que yo no soy de aquí. Se olía en mi sudor, se escuchaba en como pronunciaba las palabras y se veía en mis ajuares. Al verme los de este lugar me decían: “Tú no eres de aquí, ¿verdad? No hueles a lo que olemos los demás. No tienes nuestras facciones en tu cara. Se te escucha un acento. ¿De dónde vienes?”, y claro que no soy de aquí, si yo nací en un pueblo llamado Huetlahua, que es más chico que las colonias que acá se levantaron. Allá si acaso hay dos fondas y una cantina, no tenemos ni un lugar para las urgencias de salud, pero allá casi no hay enfermos, no como aquí.

Yo digo que es el agua que viene de esas nubes tan cenizas y que cuando cae a la tierra ya trae toda la enfermedad. Tiene un aspecto anaranjado, no como la de mi tierra que es transparente y cristalina y hace que la tarde huela delicioso. Se siente fresca y suave, y no aceitosa como ésta. La lluvia de Huetlahua acaricia a las mujeres mejor que las manos de cualquier hombre. La de acá las pone achicopaladas y luego esa tristeza se les convierte en rabia. Me alegra no haberme traído conmigo a mi amá y a la Cleo, pues se pudieron haber convertido en una de esas cosas raras que son las personas de aquí. Tampoco fue lo mejor. Tal vez la decisión de venirme nomás yo fue lo que me tiene de cabeza, con la sangre bajándome pa’rriba hacía el cerebro, mientras escucho cómo la gente que vio el accidente se carroña las cosas que traíamos atrás en las redilas, y veo el cuerpo de Marcelino Parra, que iba a mi lado, enterrado en el cristal, salpicado de sangre.

A lo mejor todo partió de ahí, de pensar que no me iba a costar tanto trabajo acostumbrarme a vivir en la ciudad. Porque, aunque pueda parecer tarugo sintiéndome de esta manera, en esta ciudad de tantos miles me siento muy solo.

Fue hace quince años y unos meses cuando le cayó el hambre a mi familia en Huetlahua. Ya no podíamos seguir como estábamos comiendo, puro frijol con tortillas y a veces pa’ ni eso, nomás la mera tortilla. Toda la culpa se la echo al miserable del Ceferino, que fue el que consiguió que nos corrieran de la cantina donde trabajábamos. Todo por andar de pitosuelto con la esposa del patrón, que he de aceptar que estaba bien hechecita y que se le antojaba a uno, pero eso no le daba derecho a hacerle esa mala jugada. ¿Y qué es eso de cagar y mear donde uno come? Tan siquiera no se lo echaron, solo porque don Eulalio es un fiel creyente y no quiso cargar su consciencia con ese pecado. Hubiera sido otro el cornudo y ya estuviera mi hermano castrado y con un palo que entraría por su anastasio y que saldría por su boca hedionda que tiene. Encima tuvo el cinismo de llegar ese día a la cantina y decirme muy quitado de la pena: “Oye, Macario, ¿a quién crees que me ando comiendo ahora?” Antes me hubiera costado atinarle, ya que el Ceferino siempre ha sido un perro con las mujeres y ha estado dejando hijos regados, pero por su mirada pude esclarecer pronto el asunto. Ya iba yo a salir para la casa de don Eulalio para ofrecerle nuestras disculpas, cuando él mismo en persona entró. Se fue directo a golpear al Ceferino y se trabaron en el suelo. Los tuvimos que separar entre varios. Lo que más me encabrita es que yo ni hice nada, solo me gané el despido por ser el hermano mayor de Ceferino Parra.

Aún recuerdo lo recelosos que estaban los ojos de la Cleo cuando le dije que me venía para acá. No me los quitaba de encima, como si quisiera ver entre mis pensamientos la razón que yo tenía para irme a buscar suerte a otro lado, en lugar de encontrar otro trabajo ahí en el pueblo. Ni yo mismo puedo explicar por qué sentía que era mi hora de partir con este rumbo, pero así lo hice. Dejé a mi mujer y a mi amá para venirme a hacer pesos. Les prometí que les mandaría algo de dinero, tan siquiera una cachera, semana a semana, para que no tuvieran que sufrir de escasez, y hasta el día de hoy no les he fallado.

No fue fácil irme, pero me fue más difícil llegar. Ya ni me acuerdo por cuantos trabajos pasé. Fueron muchos. Varias veces no encontré qué hacer y tuve que dejarme caer en alguna banqueta o en algún parque, y poner mi gorrita en el suelo para que le echaran unas monedas encima. En esos momentos, me convertía en un hombre que no podía valerse por sí mismo. Me vendaba las piernas, o me tapaba los ojos y decía: “Una ayudita para este pobre ciego que no puede trabajar. No sea mala, madre. Dios se lo va a triplicar”. Y escuchaba el sonido del metal que caía sobre la gorra. “Gracias, madre. Que Dios la bendiga y le dé más”, le decía al hombre que veía a través del vendaje. En ocasiones forzaba los ojos para que se hicieran agua y se regaran por debajo de la venda hacía mis mejillas. Me las tuve que arreglar con esas mañas. No me quedó de otra.

El mejor trabajo que tuve fue el de chofer de camión, porque era en el que más ganaba y en el que me la pasaba mejor, pues no me costó trabajo agarrarle el gusto a eso de la manejada. Era muy emocionante sentir la velocidad y a su vez escuchar la música que salía del radio. En ese trabajo veía mucha gente todos los días, pero no necesitaba hablar con nadie, solo tenía que manejar. Con lo que ganaba me dio para comprarme esta camioneta de redilas en la que estamos aplastados ahora mismo. Recuerdo el día que me la entregaron, fue afuera de la plaza Cristal, en el estacionamiento. Los dueños eran una pareja joven que estaba muy feliz por el nacimiento de su primer hijo, por lo que habían comprado una de esas camionetas que parecen autobuses chiquitos, que son ideales para las familias. Lo que más me convenció fue que habían llevado la camioneta que me iban a vender a la iglesia para que la bendijeran. Todo me gustaba de ese trabajo, pero hubo problemas con un dizque sindicato y me despidieron. La última chamba que tuve en la ciudad fue la de abrir y cerrar un portón de una vecindad.

Desde que llegué me sentía muy solo y muy triste. No encontraba la forma de hacerme entender con la gente que es de aquí, porque ellos viven la vida a un ritmo muy rápido y cuando yo quería acercarme, ya me sacaban cinco metros de distancia. También me he dado cuenta que dependen mucho de los mentados celulares, están todo el tiempo usándolos que porque son inteligentes y les resuelven sus problemas. Sin embargo, yo creo que esas cosas son también las que se los provocan. Hace poco el dueño de la vecindad me regaló uno para que nos comunicáramos más fácil, pero yo no le entiendo bien y me desespero cuando lo tengo que usar, así que nada más lo tengo de adorno. Ahora, entre la oscuridad de la noche, estoy tratando de entender cómo llamarle a la ambulancia con el maldito aparato. Pero está manchado de sangre y así parece que no funciona como debería. Aprieto la pantalla desesperado, una y otra vez, pero no hace lo que yo le pido, solamente se queda trabado. 

NO SUPE QUE la esposa de don Eulalio se había quedado de encargo por el Ceferino, hasta hace poco que llegó a mi puerta un muchacho preguntando por “un tal Macario Parra de Huetlahua”, y pues ese soy yo. Así se lo hice saber. El escuincle era la viva imagen de mi hermano. Lo convidé al cuarto que me arrendaban. Era un espacio muy chico, como de unos seis pasos de ancho y diez de largo, pero ahí nos las arreglamos para caber los dos.

Esa primera noche hablamos sobre él, Marcelino Parra, un chamaco que fue fruto del pecado y que ni don Eulalio ni el Ceferino quisieron mantener. Que cuando fue a ver a su padre, ese desgraciado le metió una santa arrastrada, “casi por el campo entero”, decía el muchacho. Lo tuvo amarrado a un árbol, con la cabeza colgando hacia abajo, así como estoy yo en estos momentos, y le llenó la espalda de fuetazos. Después lo subió a un cuaco que era muy rebelde, con la intención de que se cayera y se matara en el camino, pero por fortuna la bestia estaba muy aletargada para correr. En ese momento decidí que Ceferino Parra ya no era nada para mí. Me dijo que había vivido con su amá, que ya estaba separada, y que ella le contó de mí y le dijo que yo era un hombre muy bueno y que me haría cargo de él.

—Mira cómo vivo —le dije esa noche—. ¿Tú crees que con lo que gano vamos a poder mantenernos aquí?

—No se preocupe, tío. Yo no vengo aquí de aprovechado — me dijo—. Yo ya tengo edad para trabajar. Voy a apoyarlo en lo que pueda.

Lo acepté, creyendo que con él nos iría mejor, y que yo ya no me sentiría tan solo aquí. Me sentía contento de poder serle útil y apoyarlo para que se levantara. Pensaba que en cuanto lo lograra, él me iba a servir de soporte.

Pero así no fueron las cosas. El muchacho no solamente se parecía al Ceferino en los rasgos, también era igualito en su carácter y en lo que se le ocurría. Creí que iba a servirme como remedio, pero nomás me vino a traer puras penas y angustias.

Yo le di un techo y le puse alimento sobre su plato, pero no podía ver por él en el día a día, porque tenía que irme a mi trabajo. Y el muchacho me pagó mal todo eso. Empezó a juntarse con puro pelafustán vividor que lo llevaron a caminar por malos pasos. Se empezó a meter en problemas y me robaba dinero para darles solución. Me di cuenta varias veces. En las noches salía a los bares, aprovechando que yo estaba derrengado para irse sin que lo pudiera detener, y ya regresaba con el sol del otro día. Yo lo veía llegar con sus pasos atravesados, los ojos perdidizos y la lengua lenta y pegajosa, por lo que no me podía contestar mis pesquisas. Solo me decía en lo que se acostaba en su catre: “Ya déjeme, tío. Soy bueno, se lo juro que soy bueno, no soy como mi apá. Ya déjeme”. Pero en esos momentos era cuando más se parecía a su padre y cuando más lo aborrecía yo. Al rato ya estaba listo para irse con sus amigos.

—¿De dónde sacaste ese dinero? —le pregunté un domingo que lo vi llegar con un fajote de billetes.

—Me lo pagó mi patrón —me dijo—. Yo le dije a usted que lo iba a apoyar con el gasto y lo estoy cumpliendo.

El chamaco me puso en la mano un billete de mil pesos, pero no se los acepté, porque ya sabía yo que ese era dinero sucio.

—Cómo te hace falta Dios, Marcelino. Ábrele tu corazón para que entre en ti toda su misericordia y te saque todo ese mal que traes adentro, y te quite de ese mal sendero en el que te fuiste a meter.

Ese día lo obligué a ir a misa conmigo. Le tocó pagar la cruda que traía, sudando la gota gorda sobre la banca. Lo veía cabecear para no dormirse y a cada rato se limpiaba el sudor que le permeaba la frente. Lo único que me preocupaba era que, con tanto pararse, sentarse e hincarse se fuera a vomitar encima. Cuando pasaron las personas con las canastitas de la ofrenda, le dije que ahí pusiera esos mil pesos y que se sintiera feliz por haberle dado a la casa del señor. Terminando la misa lo llevé a que se confesara con el padre Felipe y de paso también lo hice yo. Estuvimos yendo todos los domingos.

Sin embargo, ni la presencia de Dios lo apaciguó. Al contrario, parecía que los otros días de la semana se le metía el chamuco. Empezó a agarrar la mala costumbre de beber diario y desparecerse hasta dos días. Cuando regresaba solamente guardaba dinero y se cambiaba de ropa para volver a irse. No podía dejar de preocuparme por él aún mientras estaba en mi trabajo, parado en el portón de la vecindad. Hasta algunos vecinos repararon en mi preocupación y me hicieron preguntas. Yo solo decía que todo estaba bien, que solo estaba un poco cansado, pero ya me las olía que todo iba a acabar mal.

Fue hoy, entrada la noche, que se cumplió mi premonición. El día cobarde estaba en plena huida cuando llegó Marcelino con unos nervios voladores que se le escapaban del cuerpo, haciéndolo saltar. Iba y venía como una bestia enjaulada. Me dejó, sin decir ni una palabra, para darse un regaderazo. Salió a los pocos minutos, vino al comedor y se sentó frente a mí. Estaba con la mirada perdida y le temblaba el cuerpo. Se veía como si estuviera enfermo. Dejó de mirar a la nada y apuntó sus ojos hacia los míos. Para mi sorpresa, se veía como alguien bondadoso atrapado en el cuerpo del hijo de Ceferino Parra. Porque, ¿qué podía hacer un chamaco de quince años en contra de las fuerzas invisibles de la vida? Uno piensa que cada quién es dueño de sus actos, pero luego regresa a la memoria lo mucho que pesaban esos años de indecisión, en los que éramos más como animales y nos movíamos por instinto. Así viví yo también. Siempre he creído que tenemos un destino que nos lleva a donde le plazca y que no podemos pelearle. Creo que eso fue lo que me llevó a acabar en la ciudad, al igual que a mi sobrino. En ese momento, recordé mi juventud y como me ha movido la vida y al mirar a Marcelino, ya no le encontré parecido con su padre, sino conmigo. Y supe que lo quería.

—¿Qué tienes, mijo?

Le costaba contarme lo que traía atorado en la garganta. Me le puse mero enfrente de su cara y lo miré fijamente, tratando de hablarle con los ojos. Los suyos empezaron a botar lágrimas.

—Cálmate y suelta la sopa, para poderte ayudar.

—No puedo, tío, tengo la lengua hecha bola.

Le pegué una cachetada y empezó a sacarlo medio a trompicones, pero pude entenderlo clarito. El chamaco se había metido con una muchacha que resultó ser la mujer de un pesado para el cual él trabajaba y que sabía dónde y con quién se estaba quedando a vivir.

—Vámonos, tío, vámonos de vuelta a Huetlahua, porque esos vienen pa’ca. Se lo suplico. Prefiero aguantar a mi padre que esto. Aparte allá lo están esperando su madre y su mujer.

Así lo quería yo también. Esto fue la gota que colmó el vaso para que decidiera volver a mi hogar. Ya había juntado algo de dinero para no llegar a Huetlahua con las manos vacías. Me pasaron por la cabeza los rostros de mi amá y de la Cleo y sentí que mi corazón me apuraba para regresar. Ya quería estar al lado de ellas. Hasta me acordé que el Ceferino era mi hermano después de todo. ¿Y si lo perdonaba? Tal vez sí lo haría. Me emocionaba la idea de estar en el campo trabajando junto a él y mi sobrino, y luego tomarnos una zarza bien helada. Juntamos todas nuestras cosas en unas cajas. Todo mi dinero iba conmigo porque en los bancos son unas ratas.

Salimos a la calle. Hacía frío. Teníamos que tomar la carretera de Niños Rojos para evitar cruzar toda la ciudad, donde corríamos peligro de encontrarnos con nuestros perseguidores. El chamaco se veía muy asustado, miraba para ambos lados de la calle esperando que en cualquier momento llegaran soltando plomazos. El silencio podía sentirse, ninguno de los dos podíamos movernos y tampoco queríamos decir nada. Nos preocupaba que no se escuchara nada, a lo mejor los hombres que venían tras de nosotros estaban escondiendo sus pasos.

Un gato tiró la tapa del bote de basura y nos empezamos a mover, casi temblando.

—Ya quiero volver a ver el campo —me dijo Marcelino.

Metimos todos nuestros ajuares y nuestros ahorros en las redilas, y nos montamos a prisa en la camioneta para adentrarnos en la noche más negra que hayamos atestiguado jamás.

Escrito por:paginasalmon

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