Un día es otro día más cuando es visto como tal. Otro número, otro tache en el calendario mental porque ya no se acostumbra a tener uno –regalo de los negocios de la colonia– colgado en la pared; pero de todos, el 1 de noviembre, Día de todos los Santos, es inevitable preguntarse cuántos días caben en un día. Entre efemérides y santorales está la premisa que también se extrapola para saber cuántos rostros hay en el rostro de una persona.

Todo lo que sabía de Alejandra Estrada (1986) había sido a través de redes sociales: sus poemas, su micro crónica de las personalidades que habitan la ciudad, las infancias que componen su trabajo; a sus gatos. Solo había visto un par de sus rostros hasta ese día en que nos reunimos para charlar de todo (más la nada se mantuvo a raya por la sana distancia, convenientemente) so pretexto de su libro Esta herida se llama palabra (2020), respectivamente, editado e ilustrado bellamente por Mantra Edixiones y Fernanda González.

De primera intención, el título deja sobreentender que versará sobre una disertación más de lo que significa escribir y sí, pero no. Este cuerpo flagelado es más de lo que parece, por seguir al pie de la letra, así como sentencia el propio Macedonio Fernández: «El sentir y el imaginar es lo único existente: nada existe que lo cause; no existe ni en la vigilia ni en el ensueño algo sentido o imaginado, sino sólo el estado de sentir o imaginar que es la plenitud del ser, que no es sombra, representación, apariencia o efecto de nada». (1973: 118)

Compuesto por cinco partes ordenadas alfabéticamente, Estrada –como el Doctor Nicolaes Tulp– nos entrega sobre la mesa un cuerpo desmembrado para que nosotros lo reconstruyamos; habrá de saltarse un poco lo teórico de la lección de anatomía para ir de lleno a lo sustancial, una muestra más presencial y participativa.

Iniciando por el torso, la primera incisión muestra la génesis: lo genital: lo genealógico. Así como ya había dicho Fernández, nada –incluso nadie– existe fuera de lo que existe, somos resultado de todo lo que nos rodea y para entendernos, debemos también adentrarnos a lo que nos dio paso y la palabra es la llave que nos da acceso.

Ciega de polvo

en el corazón nublado

de mi lengua seca

asfixia el silencio.

En el exilio de mis voces

desarmo mi cabeza en ayeres

espina por espina 

me descifro. (ESTRADA, 2020: 8)

Desde el principio queda patente la confrontación de uno mismo, desolación que contiene cierta terneza: cadáver e instructor son la misma persona y sobre la mesa se exponen al origen de un cuerpo producido dentro de una sociedad en crisis, en especial con lo familiar.

Madre tiene el rostro lleno de arcilla:

es una Venus enterrada

en el paraje más seco del tiempo.

Madre tiene escamas color espejo.

Yo, Narcisa, me asomo a su orilla

y descubro un reptil de plata. (Ídem. P.14)

Pasando a la primera extremidad, está el hecho que da sentido al cuadro de Rembrandt: la mano sostiene un suspiro: “Yo quería ser pluma… / Nací piedra” (Ídem. P. 20), que con el pasar de las hojas se convertiría en decreto. Tenacidad que no solo rompe los ideales (prejuicios) dentro de la familia, sino también funge a manera del yunque para forjar (o reafirmar) su prometeica misión en el resto del cuerpo.

Nudo

       tras

              nudo,

                       madre me tejía

                                               una cadena 

                                                                   de silencio. (Ídem. P.26) 

Ahora las piernas. Dentro de toda experiencia, en especial si proviene de un trayecto, la cabeza generalmente se lleva el crédito de los pies y en su justa medida, Estrada reconoce el valor de estos ante la imperiosa necesidad de huir a manera de conquistar el conflicto entre ideas y mentalidades, más allá de una apología sobre que no todos los nidos sirven para empollar dos veces; profundiza en el desafiar la consideración del cuerpo, su concepción, conforme a los ideales y conductas de lo familiar.

La calma es un mito para los ancianos que replicaron

defectos con

ADN. (Ídem. P.31)

Volviendo a la cabeza, así como en las litografías decimonónicas sobre el proceso de lobotomía, página tras página golpea suavemente el cincel para adentrarnos a la psique del retrato: la multiplicidad que forma parte de un rostro único. La autora fue dejando todos y cada uno de ellos con la intención de hablar de sí misma a partir de todos los rostros que la habitan, dialogar consigo misma y a su vez prestarlos al lector para que repita el mismo ejercicio. Efecto que también se extiende cuando se charla con ella, con la esperanza de que quizá en alguno de sus poros esté un reflejo de nosotros.

Blanco y negro

Una mujer traza su nombre en el espejo.

Se rompe.

El silencio es una bestia arrinconada.

Una mujer recoge sus fragmentos.

La bestia los lame.

La mujer se mira en los pedazos de su espejo.

Su voz es todos. (Ídem. P. 38)

No obstante, Estrada no trata exclusivamente la forma de ver, sino también en la manera de re-presentarse a través de retratos remontados a la mitología clásica: Casandra, Perséfone y un llamado a la hipótesis sobre la sexualidad en los personajes de la historia, con Prometea. Cada una de ellas es inspiración y parte misma de la autora, también se plantaron frente a su propia génesis: la divinidad mística y familiar, poner un alto a las orillas de su propia laguna donde remienda su rostro con retazos de cada retrato roto.

Quieta pareces algo cotidiano:

tu cabello color flor marchita,

tu tictaqueante parpadeo,

tu languidez de cortina,

tu proporción de mártir.

Pero también sabes volar, Prometea,

y el sol ya no puede incendiar tus alas. (Ídem. Págs. 46-47)

Por último, la otra mano tiene una condición anómala, uno de sus tendones –del que tira el Dr. Tulp– parece estar unido con la lengua y, por ende, con la mente a través del pecho. En el poemario de Estrada, la palabra es resultado de la conjura de los tres órganos, es a través de ella como se explica y se presenta ante el mundo, como se lo explica a sí misma al no aceptar la palabra que se le otorgó, sin denostar cierta intervención divina, casi mitológica, pero no. Estrada habla desde otra deidad más próxima, desde donde algún día miramos al cielo en busca de respuestas. Deidad que voltea su mirada hacia nosotros, no en ánimo de compasión, más bien con intriga, una mirada propiamente más humana que se presenta defectuosa, pero brillante.

Paradoja

Los cuerpos tienen filo. La cercanía puede ser una herida.

Termina la clase y el cuerpo nuevamente zurcido se levanta para vestirse con la ropa del Dr. Tulp, quien se ha desnudado para dormir en la mesa de operaciones. Fuera de clase, fuera del libro me miro al espejo, pensando en la propia advertencia del título: toda construcción es la reagrupación de escombros y esquirlas, pedazos y heridas. En mi reflejo no encuentro una marca distinta, no ha cambiado nada, pero ya no logro reconocer todos mis rasgos, me encuentro otra milimétrica arruga por debajo del párpado. 

Es entonces que el retrato de antes no se le parecerá al que viene, ya lo sabíamos porque constantemente es herido y remendado por la experiencia emotiva: el zurcido invisible, escondido en este poemario, trata la hiel ajena con sus propias heridas solo para abrirlas de nuevo, como si fuera el castigo de aquella diosa que dejó Estrada entre las páginas, que espera escuchar de nuevo que se recite cada plegaria escrita y en su éxtasis nos llene de claveles los estigmas, en otro día muy similar a los que le han precedido.

Bibliografía.

ESTRADA, Alejandra (2020) Esta herida se llama palabra. México: Mantra Edixiones.

FERNÁNDEZ, Macedonio (1973) Manera de una psique sin cuerpo: textos de Macedonio Fernández. Tomás Galindo Lavalle (ed.), Cuadernos ínfimos 42, Barcelona, España: Tusquets Editor.

Imagen de Twitter

Escrito por:paginasalmon

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