–Carlos, ¿viste el guante?
–No, Vinicio.
–No lo encuentro, Carlos. Ayúdame a buscarlo.
Ah, terrible noticia para Vinicio. Perdió el guante donde puso su futuro; rocío que no venía del cielo, sino del espíritu que en algún momento escapó por su cuerpecito, cuando la adrenalina de una atrapada estuvo ahí, haciendo chispas y el dolor de la mano se confundía con el aplauso. En aquel tiempo, empezaban las callosidades que deja la pelota, huella ineludible que lo formaría como especialista en el oficio. Desde ahí, empezó a ver el béisbol con otro enfoque. Pero aún era un niño. Sí, un niño de ocho años, que había extraviado su guante, un niño traspapelado en la tragedia de lo que se quiere, de lo que se gana con dinero. Porque no se puede dejar de lado la plata, en su manopla partían los ahorros, no solo de él, sino también los de su hermano Carlos. Por eso, este acontecimiento cobraba una doble desgracia, puesto que ni su hermano de diez años, podría tenerlo una vez más. Sus ojitos ensancharon por el estadio, pero esto no fue suficiente para ver el guante. Recorrió cada sitio por donde transitó con paso exacto mientras los zapatos formaban un canal con sus vaivenes. Entonces lloró. En ese momento supo que para un jugador no existe bálsamo cuando extravía su manopla. Era parte de él, la extensión de su mano, su asistente, su camarada, la única que conocía miedos y coraje. Sí, la bravura que requiere el parador en corto cuando recibe la bola que se convierte en proyectil. Era ahí, donde Vinicio quería estar, pero ahora ya no tenía su guante. Su Rawling mexicano, con el que se imaginaba en Grandes Ligas. Oh anochecer salobre, con la mirada en el limbo de los desventurados, rogando para que, al día siguiente, o esa misma noche, alguien hablara diciendo que lo habían encontrado. No fue así. Su guante, ya no era su guante y tenía que aceptarlo. Sin embargo, cada vez que iban a Zacatlán, Puebla, se repetía la primera vez que lo gozaron y sintieron la piel nueva en los dedos, acoplándose a la mano. En una tienda de Puebla de los Ángeles, por fin, vieron el resultado del esfuerzo, su joya, cuando ningún sacrificio fue inútil… ¡Tenían un guante! Ahí dejaron sus ojos y el zumo de las manos, ahí estaban sus sueños, cada moneda era parte de aquella funda, de aquel logro que ahora les gratificaba con una gran propina, su guante, su manopla de ilusiones. Un guante que ahora no les correspondía. En un santiamén la impotencia llegó convirtiéndose en tristeza, poco a poco, la pena se adueñaba de él, has que: finalmente vino la resignación.
El acatamiento apareció con el paso de los días, meses, años, pero nunca borró de sus recuerdos aquel guante, el trago hiriente que no lo dejaba descansar. Algunas veces, mientras pernoctaba, alguien venía con la manopla y al despertar… Todo era parte de una ficción que, de alguna manera, él mismo se inventaba en su delirio, la piedra que venía a machacar una y otra vez su culpa. De nuevo, entregado al sinsabor se regañaba por su distracción, por lo imperdonable, por no ser adivino y desconocer al dueño actual de su guante, por no estar al tanto de su manopla, por ser confiado, por creer que los bandidos solo eran parte de cuentos y novelas. No sabía cómo ver de nuevo a Carlos, cómo decirle que algún día lo colmaría de regalos, sí, era más pequeño que él. Ya profesional, el club de béisbol de Los Saraperos de Saltillo adelantó el sueldo para que comprara otra manopla, esta vez, fue un guante original. Entonces, prometió llegar con él al siguiente equipo y así lo hizo. Bravos de Atlanta fue su meta superada, estaba en las Grandes Ligas, el sueño dorado de cualquier jugador profesional, los recorridos en ligas menores ahora eran un fragmento de su hambre, sus pies ya eran terreno de otros zapatos, él y su guante iban en los rieles de las Ligas Mayores, marcando una historia más de mexicanos triunfadores. Por años su guante estuvo con él, pero la malaventura remachó otra vez la pesadilla. Estaba con el equipo: Las Mantarrayas de Tampa Bay, el lugar del extravío daba lo mismo, misteriosamente el guante desapareció. La gratificación de tres mil dólares no convenció al ladrón. La persona que hurtó su manopla quería la magia que había en ella, no obstante, ignoraba que ese talento era de las manos de Vinicio, sí, en esas manos que lo llevaron al gran circuito. De cuando en cuando, el mal sueño gira y como eco, permanece agitando el corazón de Viny. Nuevamente, despierta en el naufragio y se ve una vez más con el uniforme de niño preguntando:
–Carlos, ¿viste el guante?
–No, Vinicio.
–No lo encuentro, Carlos. Ayúdame a buscarlo.
Navojoa, Sonora, 15/SEPT/2004.
Imagen de Steshka Willems
*»El oaxaca… Vinicio Castilla» fue publicado anteriormente en la antología de cuentos Reyes y Ases del Béisbol (2019).