Cuando se reveló que el alcalde había escondido el mármol de la nueva parroquia para construir una fuente junto a su oficina, los habitantes de San Lorenzo marcharon por las calles del Centro e incendiaron el Ocso de Yola. Aquella vez en que el gobierno federal penalizó el uso de tlacuaches en el Festival de los Tlacuaches Voladores, la gente bajó de la sierra, marchó hasta la Catedral y, de paso, quemó el Ocso de Yola. Después de que la comisión de Pueblos Indígenas interpusiera un amparo para que se pudieran seguir usando tlacuaches en el Festival de los Tlacuaches Voladores, los vegetarianos salieron de sus casas encuerados, se pintaron de rojo para emular la sangre de los animales, caminaron hacia el Palacio Municipal e incendiaron el Ocso de Yola.

Aunque San Lorenzo era un lugar de mucho conflicto, las abortistas y los provida, los empresarios y los zapatistas coincidían en una cosa: durante cualquier protesta, el acto simbólico más poderoso era prender fuego al Ocso de Yola porque decían que ahí es en donde el alcalde compraba sus coca-colas. 

El humo se metía entre las calles empedradas, recorría el monte partido por el pueblo y se filtraba por las ventanas de las iglesias, el Palacio y las casas de los vecinos. El aire espeso y el olor a frituras carbonizadas llegaban a los habitantes de San Lorenzo como una campana que les avisaba que las cosas iban a cambiar. Y si bien no todos estaban de acuerdo con el cambio, por lo menos agradecían la notificación. Quemar el Ocso era algo que todo mundo hacía, todos menos Yola. 

Ella, que ya había puesto cartulinas de colores en las ventanas donde afirmaba que el alcalde no compraba sus coca-colas ahí, miraba impotente cada vez que su negocio se quemaba por la desaparición de un niño o la aplicación de un impuesto nuevo. Y aunque tras cada incinerada se planteaba la posibilidad de renunciar a su franquicia, la verdad es que Mesma, la dueña de la marca, tenía un especial interés en mantener presencia en la región, razón por la cual había destinado un fondo monetario específico para la reconstrucción de Ocsos, que eran el principal centro de distribución del verdadero negocio de Mesma: las Coca-Colas.

El fondo monetario, que en realidad era un préstamo, le permitía a Yola solicitar los servicios de la Constructora Paredes Eseadeceve para levantar su templo de las cenizas y contar con un ingreso que le permitiera reponer el dinero que le debía a Mesma.

Un día, una masa gritona bajó de la sierra quejándose por la desviación de un río. La gente se escurrió entre las calles y se acumuló en la avenida principal de San Lorenzo, la cual culminaba en el Palacio Municipal. Antes de que ocurriera una tragedia, Yola llamó a los bomberos. El rojo de las sirenas pintó las grandes arcadas que rodeaban la Plaza Principal y los camiones avanzaron torpemente sobre la avenida. El Heroico Cuerpo de Bomberos se instaló justo enfrente del Ocso y lo incendió: protestaba porque no tenía agua desde que se había desviado el río.

En la noche, Yola se quedó sola con los ecos de la marcha retumbando en sus sienes. Parada sobre los restos de su propiedad, mientras pisaba latas quemadas y limpiaba el hollín en lo que quedaba de su letrero, juró que no se iba a rendir. Los siguientes meses fueron difíciles, pero Yola todavía debía más de cinco reconstrucciones del local, así que utilizó el fondo para que Construcciones Paredes Eseadeceve regresara su Ocso a operación.

Cansada por los atentados, pensó que la única solución que le quedaba era visitar al alcalde en búsqueda de auxilio. Esperó sentada en el Palacio Municipal junto a los restos destartalados de lo que alguna vez fue una gran fuente de mármol y, tras dos horas, entró en la oficina. El tufo a carne asada que Yola ya expedía llegó a las narices del alcalde desde antes de que ella se sentara frente a él. El hombre gordo de mediana edad la recibió de mala gana pues, según sus propias palabras, tenía problemas más importantes que atender. La presión política de la refresquera que había prometido ser una fuerte inyección de capital para su reelección y las protestas del Heroico Cuerpo de Bomberos tenían su agenda casi llena. Ni siquiera las coca-colas que Yola le llevó en muestra de su buena fe fueron suficientes para que la tomara en serio.

Tras eructar el gas del refresco, el alcalde la despidió y un par de guardias la acompañaron a la salida. Cuando le azotaron la puerta de la oficina en la cara, Yola leyó un letrero con el nombre del actual poseedor del cargo público mas alto en San Lorenzo, el alcalde, el Lic. Paredes Eseadeceve.

Reemplazó las cartulinas por unas donde solicitaba personal para a atender el cajero. Después de una minuciosa etapa de selección, tomó dinero del fondo y contrató a cuatro monos de dos metros para que atendieran el Ocso. Los nuevos cajeros, cada uno equipado con una gorrita roja y una macana, se encargaron de apalear a cualquiera que se acercara a las instalaciones.

Una tarde, un grupo de vecinos se arremolinó cerca de la Catedral. Uno de los integrantes de la bola que se había hecho se atrevió a prender un cigarro cerca de donde se encontraba el Ocso. El fuego se reflejó en los ojos vacíos de uno de los cajeros y, en menos de dos segundos, el presunto pirómano ya estaba tirado en el piso, rodeado por los cuatro empleados. Los gritos de los vecinos no fueron suficientes para detener las macanas que chocaron una y otra vez contra el cuerpo del hombre mientras su sangre se escurría entre el piso adoquinado.

 La gente, temerosa por la reputación de la que se habían hecho los apodados Malocsos, poco a poco desistió de su intento por incinerar el negocio. Los nuevos empleados de Yola comenzaron a reconocer el dominio que tenían en toda la plaza y decidieron ampliar su zona de control. Al principio, se trató de unas visitas de intimidación a negocios locales, pero la cosa escaló muy rápido. En menos de un mes, la mitad de los emprendedores de la zona del centro de San Lorenzo ya pagaba derecho de piso a cambio de la protección de los Malocsos. Al poco tiempo, visitaron a Yola en su hogar llevándole la noticia de que ella también tenía que donar una cantidad a la causa.

Yola, que se había defendido valientemente contra peores amenazas, no se dejó intimidar. Entonces, sus empleados decidieron enviar un mensaje al resto de los habitantes de San Lorenzo e incendiaron el Ocso. Sin embargo, un último préstamo fue necesario para que Yola le demostrara al pueblo que iba a seguir adelante a pesar de las amenazas. La reconstrucción tardó más de lo habitual puesto que Mesma decidió cambiar de proveedor de servicios de obra. Pero una vez que el Ocso estuvo listo, Yola escondió una escopeta junto al mostrador y ella misma se encargó de alejar a los Malocsos, quienes, tras advertir que su antigua jefa era capaz de jalar el gatillo con tal de defender su negocio, la dejaron tranquila.

Los tiempos de paz no duraron. Poco tiempo después de que el Ocso volviera a operar, la refresquera se presentó frente al Palacio Municipal para reclamar que no tenían suficiente agua para trabajar. Yola amagó a un par de protestantes con su escopeta y les aseguró que solo quemarían el negocio sobre su cadáver. Tras descubrir el logotipo de Mesma impreso en los uniformes de la gente que se acumuló en la calle, descubrió que, por primera vez, los protestantes no eran sus enemigos, sino sus compañeros de trabajo. Yola se unió a los reclamos y, divertida, les explicó a los manifestantes que ellos eran los dueños de ese Ocso y que la empresa tenía un especial interés en mantener presencia en la región.

Mientras Yola marchaba y explicaba la situación, un olor a humo la hizo voltear hacia su negocio. Para su sorpresa, a Mesma no le importaba si ese local era suyo, lo que querían era agua para la fábrica de refrescos. Ni siquiera regresó a intentar apagar el fuego. Miró las llamas y, por primera vez, se tiró a llorar.

Hizo la última reconstrucción con sus propias manos, ahogada en deudas y peleada con todas las facciones existentes en el pueblo (abortistas, providas, empresarios, zapatistas, vegetarianos, bomberos, Malocsos, refresqueras y hasta con el alcalde). Armó estantes improvisados con madera vieja, diseñó un cajero laminado y, tras más de seis meses trabajando día y noche en su proyecto, colgó nuevamente el letrero tatemado en la entrada.

Se paró frente a su obra y observó la luz de tungsteno que sobresalía entre la fría noche. Apenas se escuchaban pasos en la avenida principal de San Lorenzo. Pensó en el inevitable destino de su negocio y en lo profundamente sola que se encontraba en un pueblo donde nadie estaba de su lado. Tomó una antorcha y dejó que las llamas se revolvieran entre los pasillos. A diferencia de las otras protestas, a la mañana siguiente el local no amaneció hecho cenizas, sino cubierto por una llama más viva que la de la noche, pues Yola había pasado toda la jornada alimentando su negocio con gasolina.

Un aire ligero bajó desde la sierra. Cruzó la fábrica de Mesma, bailó con el río y se metió entre las casas que partían el monte. Se metió por las ventanas de la estación de bomberos y rozó los portones de los vegetarianos y los providas. Mientras bajaba hacia el centro de San Lorenzo, el viento se hizo más espeso, casi opaco. Siguió por la avenida principal y resopló entre los adoquines sangrientos. Una vez que llegó al Palacio y a la Catedral, se tornó negro. En el centro de la calle, una densa luz roja y amarilla iluminó las arcadas de los negocios. El aire denso se acumuló frente a Yola y se reveló la fuente del resplandor: un local revuelto entre llamas que ardían a perpetuidad. Un Ocso que nadie podría incendiar pues estaba construido con fuego.

Imagen tomada de Kuh News

Escrito por:paginasalmon

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