–¡Ya llegó la comida! –gritó Gustavo justo antes de abrir la puerta para recoger su pedido, asegurándose de que el repartidor lo escuchara.
Siempre que estaba solo en casa y alguien tocaba a la puerta, fingía que hablaba con alguien más para que así, quien quiera que estuviera detrás de la desgastada madera rectangular, pensara que no estaba solo. Se sentía más seguro de esta manera. Al final, era el precio por vivir en un barrio peligroso y como consecuencia, con una reputación de sobrenatural.
Seguramente se trataba de inventos que las personas como él, inocentes, temerosas e indefensas decían para que a los rateros y asesinos les diera miedo cometer delitos, no era la mejor solución, pero al menos era algo. Además, no había mucho que él pudiera hacer, era el único lugar que su cartera se podía permitir pagar.
La situación era tan desesperada que se comenzó a esparcir el rumor de un mito terriblemente sombrío para todo el mundo sin excepción, culpables e inocentes. A Gustavo se lo había platicado el señor de la tienda de la esquina de su casa.
–¡Lo que nos faltaba! –comenzó a explicarle el anciano al pobre de Gustavo– Por si no fuera poco con los malditos ratas y canallas que no nos dejan en paz, ahora circula el rumor de que el barrio está siendo acechado por un antiguo demonio que está intentando recolectar almas para el infierno. Sinceramente, si me permite darle mi opinión al respecto, joven, yo no creo en esas tonterías. Sin embargo, creo que el barrio ya sufre lo suficiente como para añadirle una raya más al condenado tigre.
Como todo mito urbano, nadie sabía con exactitud dónde había nacido, ni siquiera había una versión estándar. Lo único que todas las versiones tenían en común era que se trataba de un demonio que había sido despertado por los terribles actos vandálicos de la zona, atraído por los robos y asesinatos como una persona hambrienta al oler el aroma de una comida deliciosa.
Gustavo también creía que era una tontería, sin embargo, ese día, después de tres años haciendo lo mismo, tras gritarle a alguien inexistente que la comida había llegado, algo cambió:
–Aquí te espero –contestó una voz áspera y potente, al tiempo en que Gustavo abría la vieja puerta para recoger su pedido de comida de las manos del repartidor.
Todos sus vellos se erizaron. ¿Era cierto lo que había escuchado? No, no podía ser, él estaba seguro de estar solo en casa: él vivía solo. Todas las puertas tenían seguro. Además, ya era muy tarde para echarse atrás, el repartidor le había escuchado y estaba esperando la paga mirándolo con cierta comicidad por la extraña expresión facial que Gustavo no pudo contener.
Repitiéndose mentalmente que todo lo había imaginado e ignorando el atisbo de sonrisa burlona del repartidor de pizza, Gustavo le pagó, recogió su comida y se despidió con un gracias ahogado.
Cerró la puerta, se dirigió temblando a la cocina, lugar de donde provino la voz, pero no había nadie. Dejó entonces el paquete de cartón cuadrado y grasoso sobre la mesita a modo de comedor y fue a inspeccionar el resto de la casa.
Mientras comprobaba habitación por habitación, se sorprendió al pensar que, estúpidamente, no tenía miedo de encontrar a algún delincuente que quisiera robarle. Al fin y al cabo, prácticamente no tenía nada de valor y afortunadamente su jefe le pagaría en efectivo sus mil pesos semanales al día siguiente. Lo que en realidad temía, vergonzosamente, era la posibilidad de encontrarse con un demonio recolector de almas.
Cuando terminó su inspección y quedó completamente seguro de que era el único en casa, soltó un gran suspiro de alivio y, con una sonrisa en los labios por la mala jugada que le había hecho su cabeza al interceptar alguna respuesta de una casa vecina, fue a sentarse al comedor para ingerir el gusto que pocas veces se podía permitir.
Una vez tranquilo en su silla, una sombra larga y densa con pequeños cuernos en su parte más alta, cubrió su silueta.
Levantó la vista, gritó con todas sus fuerzas y murió.
Imagen de Maria Orlova