Para ver el mundo en un grano de arena
y el cielo en una flor silvestre
abarca el infinito en la palma de tu mano
y la eternidad en una hora.
William Blake
Poetizar los elementos de la naturaleza, en una búsqueda de fusión con el espíritu del paisaje, percibiéndolo como espacio de lo divino y sagrado, ha sido una de las tareas más representativas de Juan L. Ortiz. Atendiendo a la concepción de eco-poema, instaurada por Nicanor Parra, en la que la poesía funciona como acusación de las consecuencias generadas por el sistema capitalista en la naturaleza —que la concibe como recurso productivo y fuente de consumo—, resulta interesante explorar cómo la visión y representación de lo natural en la poesía de Juan L. Ortiz vislumbra una preocupación ética que apela a la relación de la humanidad con su entorno y con todo el cosmos.
Juan L. Ortiz, poeta entrerriano, nacido en 1896, demuestra, tanto en su obra poética como en el transcurrir de su propia vida, una aspiración a la comunión total entre los seres y la naturaleza. Si bien, comienza a publicar en los años 30, es en la década del 60 cuando su poesía comienza a hacerse notar, gracias a un grupo de escritores más jóvenes: el entrerriano Veiravé, los santafecinos Gola, Urondo, Saer, entre otros, quienes crean el culto o mito de “Juanele” como “el poeta de la provincia”. Saer lo define como: “el más grande poeta argentino del siglo XX” (s\n), solo comparable con Girondo, en tanto ambos rompen con lo conocido para crear, a modo de la vanguardia de Mallarme, Apollinaire o Huidobro, una renovación en el lenguaje. Desde otro costado, Jorge Santiago Perednik intenta desmitificar dicho culto, definiéndolo como un poeta de “lo pequeño”, en tanto se caracteriza por una actitud de humildad e interiorización asociada a un proyecto estético y ético que lo aleja de la concepción de figura grandiosa. Como observa María del Carmen Marengo en “La poesía de Juan L. Ortiz: el espacio y su trascendencia” existen dos líneas marcadas en la lectura de su obra: una que lo posiciona como parte de un sistema literario en términos de grandeza, y otra que lo lee en su profundidad asignándole un espacio totalmente singular que busca percibir el proyecto originario del poeta.
En cuanto a los aspectos formales de composición, su obra poética puede dividirse en una primera etapa marcada por versos cortos, con un estilo más liviano y condensado, que evoluciona, desde la década del 40-50 a poemas más extensos. Podríamos pensar que es en esta segunda etapa, que comienza con su viaje a China y otros países orientales, cuando encuentra la afirmación de su concepción mística del mundo en contraposición con otra conceptual o lógica. En los poemas aparecidos en El alma y las colinas de 1956 y en De las raíces y del cielo de 1958 se observa un modo de composición vinculado a una poética oriental, asociada al budismo o el taoísmo, en aras de una exploración de la subjetividad a través del espacio trascendente y divino, encontrado en la naturaleza. Los elementos naturales del paisaje son configurados en dichas obras con una visión humanizada, desde una percepción y emotividad que los entiende como portadores de alma y espíritu propios. El yo lírico busca trascender lo humano, interrogándose constantemente acerca de la sensibilidad de los elementos no humanos, en una compenetración del alma con lo cósmico. Partiendo de una compasión afectiva, humaniza los entes naturales desde diferentes perspectivas: así, en “Invierno” el viento, definido como “alma desesperada”, llora y siente, las islas gritan y vuelan, “llenando toda la noche, ay, de heridas”. Además, lo natural es definido con una musicalidad distintiva que, en palabras de Oscar del Barco, es característica de una música cósmica que fluye a través de toda su obra, en poemas “desplegados como una partitura” (330). De este modo, en “Que decís”, lo humano asciende en los ceremoniales a “oír palpitar las teclas lilas de la común savia encontrada”, cuando “la lluvia teje el mismo silencio para las frases de unos pájaros”.
Ahora bien, en varias ocasiones, se avista una asociación de los elementos naturales con lo femenino, así en “Las colinas”, los cerros son personificados como “niñas”, con una presencia “inefablemente femenina”, esbozando un cuestionamiento de una nueva conciencia, que aboga por la “revolución por la delicadeza”. En este sentido, en “Si, las escamas del crepúsculo” la luz es definida como “la niña esencial”, pura y de mirada única. Asimismo, en “Quien eres tú…”, el poeta le habla a la niña hecha de “música y lágrimas”, en las colinas del silencio. Esta representación de lo natural vinculado a lo femenino se advierte en lo etérico, luminoso, angélico de una naturaleza que presenta la característica recurrente de “abismo”, intuitiva de una divinidad definida como “espíritu” que se enfoca en “lo invisible”. En “Ella” dicha configuración, constantemente reiterada, culmina en el grito de una niña o de “algo que ya no se veía”, lo innombrable, que es la luz de la que “ella” sale corriendo descalza.
Atendiendo a estas poetizaciones de la naturaleza, podemos concebir con Roberto Forns-Broggi que la poesía de Ortiz inquiere en dar forma a una utopía que busca la armonía, sin dejar de excluir la conciencia del dolor y la injusticia social. En “El ecopoema de Juan L. Ortiz”, Forns-Broggi propone una lectura de su obra desde la ecocrítica, aludiendo a una ética evolutiva del paisaje sobre la que se basa la conciencia ecológica. Los valores éticos como el cuidado y la compasión definen al eco-poema como un llamado a “la materia viva de nuestras conexiones, una propuesta estética que ve lo humano reconociendo su continuidad e hibridez con lo natural” (35). Desde esta línea, Ortiz estaría buscando, a través de la poesía, generar una alternativa que resguarde el ecosistema, integrándolo en un todo invisible y espiritual, femenino por antonomasia. El crítico alude en este hecho a la implicancia de una apertura espiritual sin precedentes que, desde un punto de vista político, supone una resistencia a la colonización espacial de la modernidad capitalista.
Ahora bien, para Ortiz, la humanidad aún no estaría preparada para enfrentar dicho reto, ya que, partiendo de una cosmovisión universal, aún se encuentra en la pre-historia. Es el poeta el encargado de hacerla ingresar en la historia, en tanto la poesía, espacio desde donde se puede experimentar un tiempo no lineal, en el que el infinito cabe en el instante, atravesando la eternidad, a partir de la búsqueda de la fraternidad y solidaridad, desde una poética del afecto, lograría ingresar a un mundo superior. En “Ah, mis amigos, habláis de rimas”, el poeta intuye que “lo secreto” está en el fuego, en el silencio del viento, en la tierra, definiendo a la poesía como “la intemperie sin fin, tendida humildemente para el invento del amor.” Más, como se descubre en “Deja las letras” para poder vivenciar esto, es menester alejarse de las letras y la ciudad e ingresar en el contacto con lo pequeño de la naturaleza: “la florecilla excedida de armonía”.
Así, el poeta entrerriano nos deja un gran legado y aprendizaje, que habilita una utopía anclada en el presente, en el cual todas las manos se abren sobre “los fuegos alegres”, recordando la profunda raíz única, imprescindible de ser observada en tiempos como el de hoy, en los que la naturaleza se encuentra en riesgo, tal como sucede con el río Paraná, que tanto amaba nuestro querido Juan L.
Referencias
Del Barco, Oscar. (1996) “Juan L. Ortiz. Poesía y ética”.
Forns-Broggi, Roberto. (2004) «El eco-poema de Juan L. Ortiz.» Anales de literatura hispanoamericana. Vol. 33.
Marengo, María del Carmen. (2006) “La poesía de Juan L. Ortiz: el espacio y su trascendencia”. Geografías de la poesía. Representación del espacio y formación del campo de la poesía argentina en la década del cincuenta. Córdoba: Editorial de la Municipalidad de Córdoba.
Ortiz, Juan L. (1996) El alma y las colinas. De las raíces y el cielo. Obra completa. Santa Fe: Universidad Nacional del Litoral.
Saer, Juan José. (2003) “Una poesía en expansión, como el universo”. La Nación.
Imagen tomada de Hablar de poesía