A Mi Padre
El día que murió se despertó muy temprano como parte de la rutina de su trabajo, miró la hora y se dirigió al baño, se detuvo frente al espejo, abrió la llave del agua, bajó sus manos arrugadas por los años y quemadas por el sol, recogió un poco de agua y se la esparció de forma brusca en su rostro, luego agarró una toalla y seco su barba de 25 años sin afeitar, prosiguió a la ducha y se echó un baño de cinco minutos que parecieron cinco segundos.
Salió de la ducha y alistó su maleta, sin saberlo, era el último día que iba a estar en ese lugar, así como en esta vida. Se vistió con la ropa que en un cumpleaños pasado su esposa le había regalado, guardó su celular, recordó que no había llamado a casa todavía, pensó que en el trascurso de la mañana lo haría y salió de la habitación.
Él era un hombre libre como la procedencia germana de su nombre lo decía. Desde los doce años, Carlos era un apasionado por los carros, por su manipulación y conocimiento, específicamente los camiones. A los veintitrés años conoció a la mujer con la que pasaría el resto de sus días, no tuvieron hijos, adoptaron dos, por los cuales se desvivía en las carreteras para traerles un plato de comida o poderles comprar un regalo en las fiestas navideñas.
Un 8 de marzo a sus cincuenta y ocho años, murió.
Era sábado en la mañana cuando el celular de la esposa sonó, como sonaba todos los días varias veces al día, la esposa y los dos hijos ya sabían quién era. La mujer que unos minutos antes se había cortado porque la licuadora se le había caído no podía contestar el teléfono, cuando por fin lo pudo hacer mientras el hijo desayunaba cerca de ella, su semblante empezó a cambiar y su voz a resquebrajar, soltando el celular al suelo mientras ella se desmoronaba al lado del aparato, enseguida la hija bajó y al ver la escena se dispuso a recoger el celular y hablar para saber qué pasaba, pasaron 10 segundos que parecieron años, repitiendo la escena de su madre, se derribó al suelo gritando y llorando con una retórica sin sentido, que por más años de dificultades nunca se había vislumbrado algo similar en el hogar.
Al ver la escena y sin ninguna explicación, cogí el celular y hablé –sabía dentro de mí que algo malo había sucedido con mi padre– no era él, ¿quién estaba del otro lado del celular? Nunca lo supe. Aló –dije yo– del otro lado una voz taciturna respondía contándome la historia que ya había escuchado mi madre y mi hermana y por la cual se encontraban abatidas, en ese momento, tal sujeto narró la peor historia que yo había escuchado en mis dos décadas de existencia.
Recuerdo tanto haberme despedido de él la última vez que lo vi: un fuerte abrazo, un beso en la mejilla y un “Dios te bendiga” muy dentro de mí. No pensé que esa sería la última vez que él me fuera dar un beso con su barba maltrecha, su figura corpulenta y su sonrisa amorosa que por más calamidades que estuvieran pasando, siempre estaba dispuesta para su familia.
Siendo las 9:30 a.m. del sábado del infructuoso hecho contemplé la existencia como un devenir entre la vida y la muerte, no nos gusta pensar en el mañana cuando lo acompaña la ausencia, sentimos la perpetuidad del sufrimiento sin saber que la conciencia es más fuerte que la materia y así nos permitimos soñar, fantasear y sentir la huida del ausente, como un efímero y fugaz letargo.
La vida nos demuestra que la presencia va más allá del suspiro del mañana y que el amor es inmortal cuando sincero se ha tornado. Hoy creo en ese amor que más que sufrimiento me causa júbilo, y percibo entre los días un camino hacia los sueños que caminan paso a paso con el romance que no se extingue, porque el mundo es materia, pero el amor es la esencia de un hijo y de un padre que piensan en la vida como un mar de sentimientos, placeres y recuerdos.
En ese momento mientras dialogaba conmigo mismo, desperté con una gran sonrisa. Todo había sido un sueño, me puse unas chanclas y bajé las gradas de la casa corriendo muy rápidamente, quería llamar a mi papá a saludarlo sin contarle mi lóbrego sueño, cuando encontré en la sala de la casa un montón de personas vestidas de negro y en una de las esquinas mi madre con los ojos hinchados narrando los hechos del deceso.
En ese pequeño instante me di cuenta de que el sueño no había sido un sueño y que solo me había acostado a dormir un rato luego del entierro de las cenizas de su cuerpo.
Fotografía de energepic