A este oficio me obligan los dolores ajenos,
las lágrimas, los pañuelos saludadores,
las promesas en medio del otoño o del fuego
los besos del encuentro, los besos del adiós,
todo me obliga a trabajar con las palabras,
la sangre.
Juan Gelman
Supuse que estaba bien
morir de vez en cuando
supuse que era bueno
dormir en el suelo
amurallar la cabeza
y dejar que el otoño cubra
esta casa abandonada
supuse que no debía llamar
nunca más a las campanas
ni tocar puertas, ni abrir las ventanas
ni hacer reverencias al viento invisible
ni volver a cargar con esta vergüenza
que me rompe la espalda
sentí que las danzas se extinguían
que tu voz dejaba de llamarme
que la calle de incienso que construimos
bajo el puente que adorna el Paseo del Río
se esfumaba dando la vuelta en la esquina
donde las piedras entierran
lagunas que en mi pecho aún flotan
a la deriva, sin rastro alguno de caricias
ni de sangre, tal vez ni siquiera ya de vida
sentí que moraba la recámara con mis ancestros
no esos que me precedieron, sino los que desde
su silencio de hábitos crepusculares
me enseñaron que para habitar el vacío
no hay que pelear contra la gravedad absorta
sino dejarse llevar por la última ola de la noche
hasta que después de cien vueltas la marea devuelva
a los pies de la luna, luz de luna, la voz de quien merezca
escucharla
y ante mí, ante mi miedo, ante esta necesidad
de perderte sin remedio, de ya no suplicarte
de despedirme sin decir una sola palabra,
sin derramar una sola lágrima
había un reflejo de un ave atrapada
en las ruinas de una carne que se ha convertido
extrañamente en su propia jaula
que sobrevive en un espacio de uno por uno
que día a día se hace mucho más pequeño
sin la esperanza breve de su propio canto
pero tú, que estabas siempre tan presente
en el fuego de la noche incauta
en las sombras de mis sueños más furtivos
hallaste el camino hacia mí
entera, libre y ufana
en el aciago encuentro
de mis horas más funestas
cuando el reloj marcaba la una y muerta
cuando las avispas ya no hurgaban más
en los escombros de una mente llana
te vi, vi tu rostro siempre mojado
vi tu pelo ondear el aire y tus pasos
recorrer todos los caminos que dejé
inconclusos para ir hasta la sala de espera
de este hostal de la insania
en que se ha convertido la cama
en un fugaz guiño seguido de un susurro
lleno, claro, de melancolía
y con tu mirada sutil, febril y mística
aluzaste la caverna del (sin)sentido
y yo que te añoraba, que tenía sed de ti
qué no habría dado por cobijarte,
por abrazarte y hacerte mía
desnudo ante tu silueta
nuevamente, como la primera
vez que te hallé en el frío
aquel encuentro con la muerte,
con todas las muertes,
rutina de cada mañana
te abandoné, no voy a negarlo
y me abandoné
a mi propia miseria,
de mis actos más atroces,
de mis mentiras más fatídicas
si te contara
todo lo que he dejado
sin tu rima,
sin mi palabra,
sin nuestra utopía,
no comprenderías
ni siquiera un poco
todo lo que he sufrido
hurgando sobras
en el llano del sigilo,
en el páramo blanco
de la hoja enrevesada
por fin nos hemos encontrado
y sé que has venido de lejos a salvarme;
prometo que nuestro encuentro no será en vano
solo me pregunto si has de quedarte
o después que termine nuestra cita
y sople fuerte tus mil nombres
has de volar nuevamente
a tu inmanente brisa
Fotografía «Mujer Mazahua» de Mariana Yampolsky