Olga Olivares despertó a las seis y media como cada mañana. Se levantó de la cama sin hacer ruido y caminó al baño. Al abrir la puerta, la deslumbró por un instante la pálida luz reflejada en los blanquísimos azulejos. Se acercó al lavabo y admiró en el espejo lo cuidada que mantenía su piel a pesar de la edad. Mojó el jabón y lo frotó obsesivamente produciendo abundante espuma, luego se talló el rostro, repasando varias veces cada parte. Para enjuagarse, tomó el agua con ambas manos, sumergiéndose en ellas al menos una docena de veces. Sin dejar de mirarse, se secó con suavidad, abrió el tarro de crema y utilizó solo la punta de los dedos para tomarla y repartirla con pequeños golpeteos por la piel limpia. Peinó su cabello corto hasta que alcanzó el volumen correcto.

Después abrió el cajón bajo el lavabo y sacó un pequeño martillo. Le envolvió la cabeza con la toalla de manos, entró en la regadera y colocó en una esquina el banco que utilizaba para bañarse. Sosteniéndose de las paredes, subió titubeando y una vez equilibrada, golpeó el techo con gesto ritual.

El metódico y taladrante “tictictic, tictictic, tictictic” sonó a las siete en punto, como cada mañana. La señora Olivares sintió una descarga de alivio y tomó un momento para disfrutarla antes de bajar del banco. Luego guardó el martillo con la satisfacción de quien ha concluido un deber y, ceremoniosamente, volvió a colgar la toalla en su sitio.

Se dirigió a la cocina para preparar café y cuando cruzó el pasillo alcanzó a ver que su marido se había levantado ya. Roberto estaba sentado en la orilla de la cama con la mirada vacía y el cuerpo encorvado, vencido, como todos los días. Olga intentó resistirse pero la imagen la golpeó amargándole el ánimo en un segundo. 

Ya en la cocina lo escuchó incorporarse, casi pudo ver cómo enderezaba el cuerpo, su gesto afeminado mientras se recomponía frente al espejo y sus pasos, pequeños y apretados, dirigiéndose al baño. Con un sabor ácido en la boca, sirvió el desayuno. Ambos se sentaron en el lugar de siempre. En medio de su silencio solo podía escucharse el leve chocar de los platos y los cubiertos. Y como si todo se hubiera convertido en una danza vieja y descolorida, sus cuerpos realizaron los mismos movimientos para servirse el café, darle vueltas a la cuchara, untar la mantequilla y pasarse el azúcar. En el mismo orden, como todos los días.

Antes de terminar, Olga se dirigió a su marido mirándolo a los ojos por primera vez:

     —Anoche estuvieron haciendo ruido de nuevo.

La frase pareció desenterrar a Roberto de su interior y respondió reanimado: 

     —Ahora que lo mencionas también me pareció escucharlos y su tubería sigue mal.        

He estado poniendo atención en las noches y siempre, después de la descarga, se escucha un goteo muy fino.

—Todos los días reviso el techo del baño para ver si no vuelve a humedecerse –dijo Olga con cierto brillo en los ojos—. Hoy me pareció que sonaba algo raro, ¿no lo escuchaste?

Roberto elevó la vista buscando qué decir:

—Sonaba como al inicio de la vez anterior ¿no?

—¿Verdad que sí? 

Roberto respondió con un vago movimiento de cabeza y aunque quiso proseguir la charla, no encontró qué decir, entonces encendió un cigarro y recargó su espalda exageradamente recta en el respaldo de la silla. Olga comprendió el significado de su gesto, se levantó en silencio, recogió los platos y volvió a la cocina.

Roberto consumió su cigarro con lentitud y cuando no quedaba casi nada apagó la colilla. Se levantó de la mesa sin devolver la silla a su lugar y caminó a su recámara para arreglarse. Olga estaba terminando de lavar los trastes cuando escuchó el ruido de las llaves seguido del cerrojo:

—Regreso más tarde —dijo Roberto con voz seca.

Olga respondió entre dientes un “con cuidado” casi inaudible y esperó a que cerrara la puerta. Después se asomó a la estancia. Ahí parada, recorrió con la vista el espacio oscuro, solo y silencioso. Deteniéndose en el tapiz de las paredes que combinaba perfectamente con los muebles, repasando los cuadros que mostraban escenas marítimas y bodegones de otro tiempo, sus ojos chocaron con la silla de Roberto. Olga caminó hacia ella y en lugar de arrastrarla la sostuvo con cuidado colocándola muy despacio en su lugar. Luego fue a su recámara, arregló la cama, abrió la puerta del antiguo ropero y sacó el bastón que había pertenecido a su padre. Era una pieza muy bella con un mango de metal  y el cuerpo labrado en madera maciza, al que había amarrado en la base un atado de telas. Lo tomó con firmeza y golpeó el techo en tres ocasiones, con todas sus fuerzas. El sonido amortiguado no contuvo el impacto de los golpes, que se multiplicaron en su cuerpo estremecido. 

Olga bajó despacio el bastón. Ahogada por el esfuerzo y la rabia, tuvo que recargarse en él para recuperar el aliento. Una vez repuesta, permaneció expectante e inmóvil; mirando hacia el techo, creía adivinar en los escasos ruidos alguna reacción de los vecinos pero no ocurrió nada. Regresó el bastón a su lugar y se dirigió a la sala para tomar el teléfono, marcó nerviosamente y esperó de pie:

—¿Hijo?, perdón que te moleste… es que los vecinos acaban de golpear otra vez, ya no puedo más hijo, esa gente no entiende… Tu padre no está… Ya sé que no tienes tiempo pero… sé que estás trabajando… no, no puedo llamar a tu hermana, no está en la ciudad… no sé cuánto tarde tu padre… Si… está bien… si… cuídate, disculpa…

La señora Olivares colgó el teléfono y por un momento permaneció ensimismada. Cuando reaccionó, caminó hacia la puerta y pegó el oído para ver si escuchaba los pasos de Roberto. Esperó algunos minutos pero nadie se acercó. Regresó a la cocina, blanca y lustrosa igual que el baño, tomó un trapo pero no había en qué ocuparlo, lo devolvió a su sitio. Sin saber qué hacer abrió un cajón, sacó un frasco de salsa y en un descuido se le resbaló de las manos estrellándose en el piso. El estruendo resonó en sus oídos como un eco interminable, mientras el contenido se extendía lento, espeso e incontrolable. 

Aturdida, se agachó para recoger los vidrios con sus manos temblorosas; cuando hubo retirado la mayoría volvió a tomar el trapo y se dio cuenta de que todo se había salpicado, incluso ella misma. Con desesperación empezó a limpiar su ropa, restregando la tela una y otra vez hasta lastimarse, pero las manchas marrones seguían ahí. Al fin vencida, se tiró en el piso. 

Suspirando como si acabara de llorar, repasó con tristeza la escena que tenía delante: veía su blanca cocina debajo de la salsa que escurría por las paredes y las puertas, ensuciándole la ropa, las losetas y las manos; veía, como si fuera algo ajeno, su cuerpo tumbado y el trapo aferrado a una mano que ya no intentaba limpiar nada. 

Siguió mirando hasta que no pudo más y cerró los ojos. Así se quedó mucho tiempo, pero un sobresalto la empujó a levantarse cuando pensó en la hora. Roberto no tardaría en llegar y la comida no estaba preparada. Rápidamente, sin dejar de pensar, limpió la cocina, se cambió de ropa y como una malabarista colocó ollas y sartenes en la estufa, cortó verduras, sazonó la carne, licuó, horneó y todas esas cosas que había hecho tantas veces por tantos años.

Cuando su marido regresó ya todo estaba listo. Como si no hubiera ocurrido nada fuera de lo normal, Roberto entró al departamento, dijo un “ya llegué” indiferente, percibió el olor que salía de la cocina, fue al baño para refrescarse y se sentó en la mesa puesta e impecable, en el mismo lugar de siempre, como cada tarde.

Olga sirvió la comida y ocupó su sitio. Comieron sin hablar. Roberto no pudo darse cuenta de que el silencio de su mujer era distinto, lo único extraño fue que al levantarse le dijo con tono serio: “cuando termines acomoda la silla”. Él la miró de reojo con un gesto de desprecio, encendió su cigarro de mal humor y al terminarlo apagó la colilla y se levantó de la mesa sin devolver la silla a su lugar. Entró al baño con sus pasos pequeños y apretados que Olga no escuchó, después se encerró en la habitación de visitas para ver la televisión como todas las tardes.

Olga estuvo en la cocina lavando los trastes con mucha calma. Cuando terminó se dirigió a la sala y no reparó en la silla de Roberto. Buscó su libro y un cuaderno lleno de papeles recortados, tomó asiento en el sillón y pasó varias horas leyendo y transcribiendo recetas.

Ya era de noche cuando Roberto salió de su encierro, cruzó la estancia sin mirar a Olga pero no pudo evitar sorprenderse al notar que la silla permanecía separada de la mesa. Siguió su camino intentando disimular, encendió la luz de la cocina y preparó café. Contrariado por sus pensamientos quiso iniciar una charla:

—¿No oíste un ruido extraño en la tubería de los vecinos? Un goteo muy fino después de la descarga…

—No escuché nada —respondió Olga de tajo sin dejar de anotar en su cuaderno.

Roberto apretó la quijada y no dijo nada más. Encendió otro cigarro y permaneció en la cocina hasta terminar su café. En ese momento se dio cuenta de que eran casi las nueve y su esposa no se había preparado para acostarse, no quiso preguntarle para evitar otro desplante. Salió de la cocina con su caminar recto y engreído, entró al baño para lavarse y luego a su recámara para ponerse la pijama. Antes de cerrar la puerta, y faltando a su costumbre, dio las buenas noches primero que su esposa.

Tardó mucho tiempo en quedarse dormido. En medio de un sueño ligero e inquieto alcanzó a escuchar que Olga entraba silenciosa como siempre, percibió que abría la puerta del ropero seguramente para sacar su bata; lo que no pudo ver fue que en lugar de la bata, Olga había tomado el bastón de su suegro, ni que sujetándolo por la base, firmemente con ambas manos, lanzó un golpe sobre su cabeza sin titubear ni un momento.

Después del crujido que produjo el mango de metal al estrellarse con su cráneo, una mancha oscura avanzó lenta recorriendo la sábana. La señora Olivares posó el bastón suavemente sobre la cama, tomó su bata, se la puso como todas noches y se sentó en el pequeño sillón junto a la puerta. Sin mirar a su marido, habló con él:

—Sabes, Roberto, hace tiempo que necesito decirte algunas cosas. No soy feliz, creo que nunca lo he sido. No te quiero y tampoco quiero a tus hijos. Me da asco tu olor agrio a cigarro podrido y me desespera tu forma de caminar…

Olga siguió hablando sin parar por más de dos horas. Cuando terminó, recargó la cabeza hacia atrás y lanzó un ruidoso suspiro. Se levantó para ir hacia el teléfono, marcó con tranquilidad y esperó a que le respondieran:

—Hijo —dijo con voz firme—, tienes que venir de inmediato. No, escúchame tú y no te atrevas a hablarme de ese modo otra vez. Tienes que venir ahora mismo: tu padre está muerto.

Sin esperar respuesta colgó la bocina, suspiró otra vez y se sentó en la sala disfrutando el silencio de la noche.

Imagen tomada de Pixabay

Escrito por:paginasalmon

Un comentario en “Interior 407 | Por Alejandra Tello Vidal

  1. Me gusto mucho la historia, no me esperaba ese final, la desesperación y el artasgo de apoderó de la protagonista, Co tando de tajo lo que tanto daño le había hecho toda su vida.

    Me gusta

Deja una respuesta

Introduce tus datos o haz clic en un icono para iniciar sesión:

Logo de WordPress.com

Estás comentando usando tu cuenta de WordPress.com. Salir /  Cambiar )

Foto de Facebook

Estás comentando usando tu cuenta de Facebook. Salir /  Cambiar )

Conectando a %s