Podría decir que es el espejo el que se encoge,
que no quepo en él,
que ahí dentro mi cuerpo en su reflejo se asfixia
mientras yo,
encerrada en un cuerpo inmenso,
intento reconocerme.
O podría decir que me he vuelto invisible,
que la imagen me atraviesa
y en esta cualidad etérea
mis contornos pasan a través de todo,
como si las miradas devoraran la nada
y mi angustia crece
―buscándome―.
O podría no decir nada;
evitar el ardor que se ha instalado debajo de mi lengua,
ignorar los silencios que con esmero elijo
y revestir la inquietud de mi ausencia
con alguna forma de frialdad
pero, a pesar del silencio,
la mujer que solía ser yo
muere bajo minúsculas heridas donde se alberga el tiempo.
En esta masa de carne que aún es mía
el vacío crece en estos ojos rocosos
que no reconocen sus bordes engrosados,
ni este vértigo, ni al insomnio que confunde
la tristeza con las ganas de llorar
mientras muere mi mujer entre sus múltiples voces
de pájaro y de luna en sangre.
Podría decir también que muerta la de antes,
la de ahora tiembla al caer la tarde,
que busca entre el líquido del vientre su latido
y aunque sepa que hay que renunciar a los muertos,
dejarlos que se vayan y darlos por perdidos,
todavía detrás de esa mirada muerta, estoy yo.
Imagen: Getty Images