“Ojalá acabe la maldita pandemia”, digo envuelta entre las cobijas. Afuera está a punto de amanecer y la oscuridad, que a cada minuto se debilita, me apura a cerrar los ojos. Cuando salga el sol, tendré ganas de levantarme, aunque ni siquiera haya dormido. Que el día todavía no empiece si aún me falta la paz del ayer. Doy vueltas en la cama, el cobertor me abraza y roza mis piernas desnudas. No estoy cansada, pero ansío soñar que esta hambre de tacto se agota. Que en vez de telas y almohadas sean los brazos de alguien que aún no conozco; de alguien a quien no alcancé a conocer.
Me detengo, giro el cuerpo y, boca abajo, el cielo deslucido que se asoma por la ventana me proporciona la fantasía de la noche. “Ojalá acabe la maldita pandemia”. Necesito salir, traer a alguien a mi casa para compensar este ciclo de encierro y contacto a distancia: besos sin sabor y sonrisas virtuales, como si de una mala película se tratara. Los “te quiero” en WhatsApp, los sticker en Facebook y los corazones en Instagram no me alcanzan, no me llenan ni me calman.
Bajo las cobijas, vuelvo a escuchar un mensaje de voz con el fin de perderme en la negrura, tanto de mi refugio, como de unos cabellos ensortijados que ya no puedo tocar. Afuera se oye el cantar de un pajarillo madrugador.
Me levanto, cierro las cortinas e impido que entre la luz. No ahora que mi cuerpo está encendido, cuando me he cansado de mí misma con los ojos cerrados diciendo el primer nombre que se me ocurre con tal de sentirme menos sola.
Me arrojo a la cama, busco un gorro o una balerina para cubrir mis ojos de esta realidad que me mata. Me acaricio las piernas que quisiera fueran de otro. Mis dedos recorren las curvas de la cadera y aprietan la carne de mis nalgas. Se me escapa un suspiro. Las sábanas, como suaves cadenas, me aprisionan. La balerina se vuelve mordaza y, húmeda por la saliva, me recuerda el arte del beso: una leve mordida, la lengua exploradora y el delicioso chasquido de labios que desatan sensaciones encabalgadas.
Suben mis manos entre el ir y venir de personas, recuerdos de amores añejos, parejas lejanas y deseos que solo existen en este cuarto. Mis uñas se enredan en mis cabellos, rasgan mi cuello y se deslizan desde los hombros hasta el pecho. Una mano explora arriba, la otra tantea del vientre hacia abajo. Me detengo, ahora ambas se enfocan en el masaje de los pechos: primero, el izquierdo y luego, el derecho. Pausa. Con cuidado. Los diez dedos se unen en una misma tarea. El corazón me late desesperado y mis sentidos se concentran en un punto. Contengo la respiración, tiemblan mis manos y dejo de palparme la piel, atónita.
Tengo una protuberancia en el seno derecho. Me levanto y, frente al espejo, alzo mi brazo para volver a tocarla. Es redonda y se mueve ligeramente bajo la carne. Necesito agendar una revisión médica, aunque esté aterrada de salir y el mundo siga repitiéndome “quédate en casa”.
Ahora más que nunca, digo: “ojalá acabe la maldita pandemia”. Un solo cuerpo no puede albergar tanto miedo.
Imagen tomada de Tiempo de Cine. Fotograma de la película Retrato de una mujer en llamas.