Conversar entre tacos es casi como confesarse. Pides tu orden de dos, cuatro o seis de jalón para no dejar al estómago en duda y, desde ese momento, te empiezas a sincerar con tus compas, tus cuates, tus carnales, con tus amigos. En la mesa estamos a quienes nos gusta el picante, la orden de cebollitas o el medio kilo de limón; quienes prefieren el agua de jamaica o a la mejor amante del taco: la coquita de vidrio bien fría. 

A partir de ahí todo empieza a desmenuzarse cual queso oaxaca y, mientras se escucha el chits chits de tu carne en la plancha, las conversaciones surgen en grupo o grupitos sin dejar de echarle el ojo al taquero y, por supuesto, al mesero, para que nada pierda su ritmo. También es buen momento para organizar la venta de joyería, la tanda y el pase de los catálogos de zapatos entre uno y otro comensal. En esta ocasión me decido por unos aretes, soy fan de los aretes y también los pierdo rápido, así que no me pude resistir y elegí un par. Le pregunté a mi compañera que en cuántos pagos me lo dejaba justo en el momento en que le llegó su queso fundido y ella se fundió de amor por él. Habrá tiempo para pagar, lo sé, todo lo que importa ahora es que la tortilla no se enfríe. La dejé comer.

Alguien hablaba de CR7 (¿quién?) y me sentí fuera de tono, pero me entoné con el tas tas tas del cuchillo sobre la plancha. Las aguas empezaban a llegar a la mesa cuando mi compañero, el musculoso, que solo pide tacos de pechuga de pollo, se confesó luchador amateur de fines de semana. Damas y caballeros, frente a mí uno de los de al devis, de nombre osado, máscara avasallante, ídolo del ring. Como mis tacos no llegaban, tampoco los de él, lo tenía entre las cuerdas, ¡lo sabía! Mi corazón palpitaba, mis piernas brincaban de curiosidad y supe que era mi momento de sacar a la reportera que llevo dentro, aplicarle la voladora de preguntas, pedirle fotos y una llave que abriera el cofre de los mitos y leyendas del cuadrilátero. Pero, señoras y señores, terminaron por destruir mi ilusión, al igual que la salsa de habanero que no picaba: todo en la lucha libre está preparado. Todo preparado menos mis tacos.

Y justo en ese momento donde alguien se enchila y a ti te da envidia, ahí, justo ahí llegaron mis tacos y surgió esa plática que no te esperas: un proyecto, un sueño por cumplir, los sueños que se frustraron, los que no te atreves y los que te animan por hacer. Las risas, el tas tas, el chits chits, el jugo de la salsa goteando con medio taco en la boca, la tortilla desperdiciada por la dieta. El silencio, el estómago lleno de corazones desconsolados.

Entonces, con el palillo en la boca, mientras le avientas los restos de tortilla al perro frecuente, buscas el último limón para ponerle sal y quitarle el mal sabor a la herida, es ahí cuando piensas: “¡Qué increíbles son los tacos!” Son algo más que comida, son camaradería, complicidad, enamoramiento; son acabar miles de cuentos y empezar una historia real, de vuelta a la chamba, a la clase de Geopolítica o a la casa en soledad.

Pedimos la cuenta y calculamos la propina en lo que dábamos la última mordida, el último sorbo. El taquero agradece con pastillas de menta, el cliente es primero, y nos despedimos hasta el próximo viernes, porque los viernes, son día de tacos. 

Imagen tomada de Restaurant Guru

Escrito por:paginasalmon

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