La señora Hernández sirvió el café y aspiró con deleite el vapor que se elevó desde las tazas, experimentando un fugaz instante de sosiego; un poco de azúcar en una y crema en la otra, revolvió el líquido con cuidado para no derramarlo, tomó las tazas y las llevó a la mesa, dio dos pasos hacia atrás y se recargó un momento en la alacena para comprobarlo todo: un plato al centro con pan tostado para ella y su marido, otro pequeño con mantequilla para él y el frasco de mermelada para ella, jugo de naranja para Ana y leche con chocolate para Toño, café para los adultos; se dio la vuelta: huevos revueltos para los niños en la estufa apagada, tapados para mantenerlos calientes en lo que bajaban, separados en dos sartenes porque a ella le gustaban tiernos y con jamón mientras que él los prefería más cocidos y con tocino. Miró con impaciencia hacia las escaleras por las que ya debían de haber bajado todos. Se va a enfriar, pensó. Contuvo el grito que supo molestaría a su marido y sería ignorado por los niños; tapó con un plato las tazas de café y se dirigió a las escaleras en el preciso momento en el que los niños empezaban a pelear.
Toño perseguía a su hermana con los brazos extendidos, alzados sólo un par de centímetros por encima de su rostro, las manos cerradas con firmeza una sobre la otra, arqueándolas para dejar suficiente espacio entre ambas; ella corría y gritaba, se detenía y le ordenaba que la dejara en paz, intentaba soltarle un golpe con el puño cerrado que pasaba de largo, y como el esfuerzo la impulsaba hacia delante, Toño aprovechaba su descuido para acercar su oculto prisionero al rostro de su hermana, lo que la hacía gritar de nuevo. A ninguno pareció importarle que apareciera su madre y no escucharon el regaño, o quizá prefirieron ignorarlo. Cuando se interpuso entre ambos empezaron a gritarle, defendiéndose de las acusaciones del otro. Me está molestando, cargaba ella; sólo estamos jugando, rebatía él. Ana aprovechó que su madre interrogaba a Toño sobre lo que escondía entre las manos para sacarle la lengua con burla y correr escaleras abajo. Él separó orgulloso las manos y le presentó las palmas a su madre, que le dio un manotazo enojada y pisó con rapidez la araña que había caído al suelo. Toño le reclamó por matarla y corrió tras su hermana sin esperar respuesta. Antes de seguirlo, la señora Hernández llamó débilmente a la puerta de su propio dormitorio, recordándole a su marido que el desayuno estaba listo.
Cuando regresó a la cocina los niños ya habían tomado su lugar en la mesa y bebían con sorbos ruidosos que interrumpían para inflar sus mejillas y hacer como si estuvieran a punto de escupir el uno sobre el otro. Pararon cuando vieron el rostro de su madre. Les sirvió los huevos mientras Ana sonreía enseñando sus pequeños dientes chuecos y pedía prender la televisión.
—Solo en lo que baja papá —respondió secamente su madre.
Ana se levantó y fue por el control de la pequeña tele que tenían en la cocina para ver noticias en la mañana y mantener a los niños quietos en la comida. Al instante, Toño y ella se quedaron callados y dejaron de jugar, mirando absortos las caricaturas que a la señora le parecieron idiotas y desagradables. Su mueca de disgusto se acentuó sin que se diera cuenta al ver cómo comían sus hijos sin prestarle atención a su plato, sin ver el pedazo de huevo que caía de sus tenedores e iba a parar a la mesa o a sus piernas, masticando de tal forma que le sorprendía que pudieran escuchar la televisión sobre el ruido que salía de sus bocas.
—Fíjense en lo que hacen —ordenó—, y no mastiquen con la boca abierta.
Ninguno protestó porque en ese momento escucharon las pisadas de su padre bajando por las escaleras, lo que significaba que su tiempo de televisión había acabado. Ella destapó los cafés mientras él entraba, saludaba secamente y acariciaba los cabellos de Ana al pasar; tomó el control remoto y los niños bajaron la mirada al plato cuando la monótona voz del presentador inundó la cocina. La señora alzó el rostro, esperando el beso de su marido, y luego empezó a untar su pan con mermelada.
—Está frío —se quejó el señor tras probar el café.
—Ay, perdón. A ver, dame un minuto, ahorita lo caliento.
Tomó rápido la taza, la llevó al microondas y se quedó parada mientras la veía girar bajo el foco amarillento. Escuchó a sus espaldas la mandíbula de su marido triturando el pan y las risitas sofocadas de sus hijos que debían de haber reiniciado sus juegos, abriendo la boca para que el otro pudiera ver la comida masticada o lanzándose minúsculos pedazos de huevo ahora que su madre estaba vuelta de espaldas y su padre veía las noticias.
—¿Amor? ¿Has visto mi traje negro?
—¿El de la boda de Claudia?
—No, el liso, el que usé la semana pasada.
—Ah —respondió después de pensarlo un momento, y contestó mientras sacaba la taza humeante del horno y se la llevaba a su marido—; sí, lo llevé con el sastre. Tenía una pequeña rasgadura.
—¿Una rasgadura? ¿Dónde?
—En la parte de atrás, bajo el brazo.
—¿Y cuándo va a estar? Lo necesito para mañana en la noche.
—Pues iré mañana por él.
—¿Va a estar listo para la noche?
—¿La noche?
—Lo necesito para una cena —añadió algo fastidiado por tener que explicarse—. Iré a cenar con Pedro y Javier, los de la oficina, y necesito usarlo. Es mi único traje bueno y no puedo llevar los del diario. Es una cena importante.
—Bueno —respondió, intentando remediar el daño—, puedo ir hoy temprano para pedir que me lo tenga en la tarde. Si le digo que es urgente yo creo que sí lo tiene a tiempo, aunque quizá me cobre un poco extra. Y después lo llevo a la tintorería exprés que está aquí cerca.
—¿Me puedes pasar una servilleta? —preguntó para dejar en claro su conformidad con el plan—¿Viste lo de Japón?
—Sí, qué horror —respondió la señora. Los dos dejaron de comer un momento para ver las imágenes en la pequeña pantalla, entonces ella volvió a repartir abundante mermelada en su pan y a tomar sorbos del café tibio que ya no se molestó en calentar—. Ah, olvidé platicarte, Michelle volvió a llamar.
—¿Y ahora qué quiere? —preguntó sin quitar los ojos de la pantalla.
—Lo mismo de siempre, ya la conoces. Apenas le pregunté por cortesía cómo estaba se soltó a hablarme de diez mil cosas; es en verdad insoportable. Se puso a llorar y llegó un momento en el que ya ni entendía lo que decía porque no dejaba de llorar y de quejarse, que extrañaba a Roberto y que no lo podía creer y que él era un desgraciado y luego que ella había tenido la culpa y que había exagerado. Y luego se puso peor porque resulta que su madre le reclamó por dejarlo, que por el niño, que porque necesita a su padre, y es que hay que admitirlo, Michelle no es una buena madre, sé que se escucha mal que lo diga, pero es cierto, todos lo saben, y solo se acuerda de su hijo cuando le conviene, cuando quiere presumir algo que hizo la criatura o cuando quiere amenazar a Roberto o ahora que le intenta sacar más dinero. Y no es que él sea perfecto, pero al menos no es tan ridículo como ella. Y su mamá lo sabe, pues se puso del lado de él y le dijo que lo estaba arruinando todo y que no pensaba en su hijo, y Michelle empezó a decir que lo hace justo por eso, porque le preocupa su hijo. ¡Imagínate! Dice que eso es lo que le preocupa, pero bien que lo deja todo un fin de semana con su abuela para irse con su nuevo novio, un mocoso al que le lleva como diez o quince años, ¿te imaginas? Se fueron a la playa, al parecer, y adivina quién lo pago todo. Pues Roberto, porque el niño este no trabaja y ella siempre le pide y pide dinero para el niño. ¡Y te apuesto a que no le dejó ella ni un centavo a la madre para que le comprara cosas o para su comida! ¿Pues cómo, si todo se lo gasta en ella y en su nuevo novio?
—No puede ser, como si no estuviera ya apurado y presionado, ahora resulta que habrá dos manifestaciones. Perdón, continúa.
—Y yo me contuve de decirle todo esto, pues se supone que yo no sé. A mí me lo dijo Karen, pues ya ves que se juntan muy seguido.
—En verdad cómo se ve que no tienen nada mejor que hacer. En lugar de quejarse y hacer tanto relajo en las calles deberían de ponerse a…
—¿Calle? No, pero si se fue a la playa.
—…pero no, prefieren ponerse a manifestarse y arruinarle el día a los demás. Bueno, ¿y qué te dijo Karen?
—No, con quien hablaba era con Michelle.
—Ah, cierto. No puede ser. ¿Ya viste? Son las del mismo grupo que la otra vez.
—¿Michelle y Karen?
—No, las de la manifestación. ¿No me estás poniendo atención?
—Ah, sí, ¿y por qué es ahora?
—No sé, creo que es por lo de la chica esa.
—¿A la que secuestraron?
—No, creo que es a la que mataron.
—Ah, sí, vi que iban a protestar, pero bien que no dicen nada de que la noche anterior había estado tomando con amigas y quién sabe con quién más. Eso lo dijeron en las noticias anoche.
—Sí, lo vi. Y de eso nada dicen esas que están haciendo todo el relajo. ¿Viste las fotos? Con esa ropa y saliendo así y luego se preguntan por qué pasan las cosas. Es decir, si ya saben que la situación está peligrosa, para qué hacen esas cosas.
—Lo sé. Ya no se dan a respetar.
—¿Pero qué me estabas diciendo?
—¿Sobre qué?
—Sobre Karen.
—Ah, sí. Que me contó que Michelle se fue con su nuevo novio a la playa y dejó al niño con su abuela, y todavía le sigue pidiendo dinero a Roberto, que porque no le alcanza para las cosas del niño y que necesita más. Ah, de hecho, me habló ayer, y se puso a quejarse, creo que sí te conté, y al final me pareció que estaba a punto de pedirme dinero.
—¿Le prestaste dinero?
—No, claro que no. Ni siquiera me lo pidió, pero yo estaba segura de que estaba a punto de hacerlo. Quizá le dio pena o quizá fue que no le dije gran cosa sobre todo lo que me contaba, ¿y es que qué puedo decirle?
—Pues nada. ¿Ya viste cómo quedó ese coche?
—Qué horror. Seguro venía ebrio o drogado o algo.
—Sí, claro. Y debía venir a una velocidad ridícula el imbécil, o no hubiera quedado el coche así.
—No soporto cómo puede existir gente así de irresponsable y desconsiderada. Pudo haber atropellado y matado a alguien. Ah, y ya no te dije, quería venir mañana a la casa.
—¿Qué? ¿Quién?
—Michelle.
—¿Y para qué?
—No sé, pero apenas empezó a preguntarme qué haríamos le dije que estaríamos ocupados.
—Igual es cierto, yo tengo mi cena.
—¿Qué cena?
—La cena con Raúl y Edgar.
—Ah, sí, el traje.
—¿Segura estará para mañana?
—Sí, apenas deje a los niños en la escuela voy por él. Y ustedes ya apúrense que tienen que estar listos en veinte minutos.
—Ve nada más la tormenta.
—¡Qué horror! ¿Ya viste los tejados?
—Sí. Ojalá que no llegue a llover aquí. Apenas ayer lavé el carro.
—En fin, al final pude cortarla, pero me quitó muchísimo tiempo y todo para quejarse todo el rato, ¡y todavía quería venir a la casa! Segura que sólo quería venir para volver a quejarse de lo mismo otra vez.
—Mamá —llamó Toño, que había terminado su desayuno y se había levantado para acercarse a su madre por detrás, mientras Ana veía con ellos las noticias e ignoraba la advertencia de su madre. Toño adoptó un dejo de súplica—: unos amigos van a ir al cine el fin de semana y me invitaron. La mamá de Luis los va a llevar y se va a quedar en la sala. Y también irá su hermano. ¿Puedo ir?
—¿Qué película van a ver? —preguntó.
—No sé —respondió alzando los hombros—, ya veremos en el cine.
—No me mientas —exigió enérgicamente—. Quieren ver esa película que te prohibí ver, ¿verdad? Ya te dije que no quiero que veas esas películas. Son demasiado violentas y absurdas y no son para niños de tu edad. No entiendo cómo la mamá de Luis accedió a llevarlos. Y ya deberían de apurarse que se va a hacer tarde.
Toño protestó, insistió, acusó a su madre de malvada y buscó con la mirada a su padre. Hazle caso a tu madre, ordenó; se levantó y salió de la cocina. Toño se sentó enfurruñado en la silla después de asegurarle a su madre lo mucho que la odiaba por la terrible injusticia que estaba cometiendo. Ana, por su parte, comenzó a burlarse en silencio y a hacerle caras apenas su madre le dio la espalda para llevar los trastes sucios al fregadero; Toño se adelantó, tomó un mechón de su cabello y lo jaló lo más fuerte que pudo. Ana comenzó a gritar y a llorar sin lágrimas.
—¡Mamá! ¡Me jaló el pelo! ¡Me lastimó!
—¡No es cierto! ¡Yo no hice nada!
—¡Sí lo hizo! ¡Estaba terminando de comer y me jaloneó!
—¡Mentirosa! ¡Se estaba burlando de mí y ahora está mintiendo!
Sus gritos opacaron los de su madre. Ana lanzó un golpe a Toño sin darle, pero él gritó y se agarró el brazo, luego lanzó otro manotazo en su dirección sin dejarse de agarrar como si estuviera conteniendo un sangrado. Finalmente, la señora Hernández pudo imponerse al gritar y tomar a cada uno fuertemente por el brazo, zarandeándolos para que dejaran de pelear y se callaran. Toño la vio con un inmenso odio, por malvada, por injusta, porque nunca le creía y ahora lo lastimaba; Ana seguía llorando sin lágrimas y gemía pidiendo que la soltara, tomaba con su mano los largos dedos de su madre y los pellizcaba, lo que enfureció más a la señora y tuvo que hacer un esfuerzo extraordinario para no soltarles una bofetada en ese instante.
—¡Se van a estar en paz y van a dejar de pelear y van a subir a poner sus cosas y nos iremos a la escuela! ¡Ya! ¡Suban ahorita mismo, y cuidado si los escucho pelear de nuevo!
Los soltó solo hasta que ambos asintieron. Ana con tristeza, Toño con resentimiento. Apenas se vio libre, Ana corrió escaleras arriba y su madre sintió coraje al pensar que terminaría contándole a su padre que la había lastimado y él le reclamaría en la noche por haberse portado así con ella. Toño se quedó un momento aún en la cocina, desafiante, mirándola fijamente para que viera en sus ojos el desprecio que sentía por ella. Se dio la vuelta despacio y caminó con dignidad al subir las escaleras. Las mismas estupideces todos los días, pensó cansada la señora Hernández, ni un día pueden dejarme tranquila. Se recargó un momento en el fregadero y contempló los restos del desayuno y los platos sucios que no quería pero debía lavar antes de que volvieran a bajar, porque si no lo hacía ahí se quedarían mientras los llevaba a la escuela y seguirían ahí mientras iba al sastre, al mercado y al banco, y ahí seguirían cuando regresara y necesitara todo limpio para empezar a cocinar, y los tendría que lavar entonces, se retrasaría y la comida no estaría lista cuando llegara su marido con Ana y Toño, y entonces tendría que aguantar su cara de fastidio y los gritos de los niños hambrientos.
Se puso a lavar los trastes. Cuando bajó su marido ella ya estaba terminando de levantar todo en la cocina y de dejarla lista para ensuciarla de nuevo un par de horas después.
—Bueno, ya me voy. Recuerda que hoy se debe pagar el teléfono —pagar el teléfono después de ir al sastre, anotó mentalmente la señora—; ah, y por favor no olvides mi traje.
—No lo olvidaré. Pasaré después de dejar a los niños. ¿Ya te vas? Aún hay tiempo.
—Ya, por la manifestación.
—Ah, claro. Bueno, que tengas un buen día.
Besó a su esposa y se marchó. Ella lo siguió para despedirlo en la ventana, y mientras recordaba todo lo que Michelle le había platicado y veía a su marido tomar el coche e irse, pensó: es un buen hombre.
Subió las escaleras. Ana estaba ya lista y pasó a su lado sin dirigirle la palabra, molesta aún; la puerta de Toño estaba cerrada. Suspiró, fastidiada. Lo llamó, y como no recibió respuesta fue y abrió la puerta. El niño estaba sentado en el suelo, sin zapatos ni camisa, con un coche en su mano que guiaba entre un montón de bloques en el suelo mientras imitaba el ruido de un motor.
—¡Toño! ¿Se puede saber qué estás haciendo? ¿Por qué no estás listo?
Toño siguió guiando su coche entre los bloques.
—¡Toño! ¡Te estoy hablando!
El coche zigzagueó entre los bloques y luego aceleró; intentó dar una brusca vuelta y perdió el control, volcó y giró hasta estrellarse contra uno de los bloques más grandes. Toño infló las mejillas y exhaló de golpe primero y luego despacio, imitando el sonido de una explosión.
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