Nocturno en rojo
En una noche quejumbrosa y ausente de sombras
todo pasa tan callado
como el golpe certero a la mitad del pueblo.
Todo pasa,
como el frío de la muerte
acuchillando el aliento.
Todo pasa callado
como una brigada de futuro detrás de los árboles,
pujando consignas,
aclarando su pecho y su garganta
con el calor de su sangre,
liberando la voz de un grito
que revienta en paredes antiguas
y llegan cabalgando con su hermosa voz centenaria,
esa voz que nos reclama,
esa voz libertaria que ahora resurge
y que nos arropa
con su mirada discreta.
La calle está vacía.
Solo una mujer se come la noche,
solo una silueta sin nombre me espera
y no se aleja.
Ella me espera sin palabras
y en su piel negra me dice todo,
toda ella vestida de blanco,
y su turbante rojo
con las señas del camino.

Poco a poco se cae la noche
y desempolva un presagio
de calma
con su quietud de muerte,
como un manto que se extiende
desde lejos,
como un hueco frío
y repleto
de ausencias que llegan
sin el fulgor de las estrellas.
En cada esquina tropiezo
con la nostalgia de calles encendidas,
con la sonrisa de los muertos,
con esa sombra de gemidos que me alcanza
por las calles
ocupadas de tristeza,
por este sueño proletario
que llega fugitivo
y nos asalta en el camino.
Poco a poco seguimos el paso,
la promesa de la brisa
y de nuestra huella,
de la tierra arrebatada,
del trabajo embrutecido,
del descanso que se aleja.
Poco a poco nos abrazamos
y nos levantamos
como si fuera nuestro último aliento,
como una ráfaga de coraje
que corre por el pueblo
y nos sostiene
para mirar a lo lejos,
para alimentar este fuego
hasta ver la madrugada
renacida en nuestras manos.

Por donde anda mi pueblo
la tierra es noble y respira el salitre de las olas,
siempre acariciada por el sol
y acurrucada por los vientos,
siempre mecida en los brazos del mar
y con un tesoro mineral y vegetal escondido en sus entrañas,
un tesoro que resurge y se hace visible,
que brota con la guerra,
siempre codiciado por reyes y generales
y por empresas ajenas que no mueren con los años.
Es que la mirada de mi pueblo no es diferente
a la mirada de otros pueblos,
porque en mi tierra surgen los frutos
con la sabia verde
que sube por las raíces
y nutre nuestro pecho.
Aquí también alumbran los astros
como en otros pueblos,
y andamos en porfía por mirarnos a los ojos,
por descubrir la piel del cuerpo
y quemar el alma en penitencia.
Aquí nos parecemos pero nos alejamos
de nuestros pasos,
es como un espejo con doble cara
que se planta en el camino
y en una noche suculenta
se rompe con pisadas y pedradas.
Igual, hay hombres y mujeres que suben un peldaño
y creen llegar a las cumbres
como a los ojos de dios,
los que viven haciendo cuentas en sus bolsillos,
los que mueren por comer de la mano
que los manotea.
Aquí los llamamos: “ñames con corbata”
que firman leyes y resoluciones
mareados en el sillón de sus oficinas
y con el collar reluciente de sus amos extranjeros.
Son los que persiguen estudiantes
con un fuete de colmillos sucios
y empobrecen trabajadores,
y se asustan con la furia.
La verdad es que mi pueblo es como cualquier otro.
Aquí persiste la rabia
con hombres y mujeres que se alimentan de abrazos,
que se buscan en medio del bosque
y agrupan sus latidos,
son la primera línea que enfrenta gases y centellas
y a diario se les ve por la calle con la cara enrojecida,
y con su mirada roja, rojita,
encendida de vergüenza.

Imagen de Rufino Tamayo.

Escrito por:paginasalmon

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