En la era memética, el ensayo es el espacio donde los posts y los tweets pasan de embrión a discurso. Detrás de todo buen meme, de toda frase feliz escrita sobre un fondo de color (o de emoticones fecales sonrientes) se esconde una tesis esperando a nacer como el famosísimo feto que iba a ser ingeniero. Si en tiempos de las revoluciones burguesas los Rousseau, los Feijoo y los Hazlitt dieron escritura a las voces que emitía la sociedad ilustrada en el espacio público, en el siglo XXI el ensayista intenta dar sintaxis al ruido de las redes sociales.
Por su parte, hay maestros de la síntesis que poseen un secreto alquímico capaz de convertir en oro al embrión sin rebasar las fronteras del crisol. El poeta es poeta todo el tiempo, aunque no lo quiera. Donde unos ven una caja de texto de 140 caracteres para compartir chistes, polemizar o presumir sus alegres seflie-experiencias, el poeta encuentra un espacio idóneo para la greguería, el aforismo y el haiku.
El gran reto del escritor contemporáneo es fijar la escritura (Fedro y Sócrates no lo entenderían). Intentemos aquí restituir la palabra fugaz a su santuario, el libro. El lector encontrará una serie de parejas compuestas por un aforismo y un pequeño ensayo. En ocasiones, el aforismo ha fungido como la columna vertebral del ensayo, pero la mayor parte de las veces se trata de un ejercicio contrapuntístico, no necesariamente una contraargumentación, sino una derivación, donde uno es respuesta o variación del otro. Bajo tales términos, el aforismo no equivale a una sentencia definitiva, sino un punto de partida (y de vuelta).
Héctor Sapiña Flores
Para los intelectuales del siglo XXI no existen libros buenos o malos, basta con que sean fotogénicos.
Yobany García Medina
Fotogenia
No sé en qué momento el término se redujo a un catalizador de la segregación entre los guapos y los feos. Hace un siglo “fotogenia” era lo que hacía al cine ser cine, la cineidad, aquello que distinguía al cine del resto de las artes; hoy se usa el derivado “fotogénico” para referir a la cualidad de verse bien en una foto. Supongo que en el desarrollo de la cultura de masas tendrá algo que ver con ello. Pero no hablemos de historia, mejor contrastemos un poco.
El término fotogenia fue acuñado por Louis Delluc para explicar cómo el cinematógrafo nos permite ver un objeto de la realidad de manera distinta, como si en las cosas hubiera un aura oculta a la vista y el medio técnico nos la mostrara. Amado Nervo encontraría un encanto espiritualista en tal propiedad: la cámara como portal para ver un plano alterno del espacio que habitamos. Para Delluc, sin embargo, se trataba más bien de un fenómeno comunicativo, semejante a la poesía, que utiliza palabras como todos lo hacemos, pero el modo de utilizarlas la hace única. Los miembros de la OPOIAZ, más conocidos con el flexible y un tanto despectivo término “formalistas rusos”, se dieron a la tarea de aterrizar este concepto abstracto a categorías concretas. Tomaron la fotogenia como homólogo del literaturnost (literatureidad) e intentaron explicar en su Poètika kino el proceso por el cual el lenguaje del cine produce la fotogenia mediante la combinatoria de imágenes. La fotogenia es, pues, el resultado de la “desautomatización visual” tal como la literatureidad lo es de la “desautomatización verbal”.
Ser fotogénico, juzgando por la etimología, es nacer con el don de la luz, aparecer bien ante la lente. ¡Qué mito más estúpido! Hace unos años descubrí que, durante la infancia y la adolescencia, las personas dedican algunos minutos de su día a practicar la pose frente a la cámara. Gracias a los dispositivos inteligentes, la labor se ha vuelto más fácil. Pero a mí nadie me explicó eso. Hasta la fecha hago esa cara de sapo que infla la papada cuando me ponen una cámara en frente. Lo fotogénico no tiene nada de natural, es una técnica gesticular que se cultiva en los momentos de ocio. Hoy debería enseñarse en las escuelas, sobre todo en las privadas, que en sus paquetes prometen a los padres dar mayores privilegios a los alumnos para ingresar al mundo laboral. Ser fotogénico es clave para obtener un buen empleo, buenos contactos y viajes prometedores al extranjero. Todos lo saben.
Vivimos en la época de la diversidad, pero nadie ha marchado por los derechos de los feos. Por suerte, hay ya aplicaciones de sobra que nos permiten ocultar la panza, las narizotas y las arrugas. Curiosamente estas apps coinciden con el concepto original de fotogenia en tanto que hacen ver los objetos de la realidad diferentes a cómo los vemos en la vida real. Cuando llegamos a la entrevista, el encargado de RR. HH. debe sorprenderse bastante de descubrirnos tan incómodos a la vista, pues en el perfil de LinkedIn lucíamos más agradables.
Por suerte para las figuras públicas, la mayor parte de la población solo las conoce a través de la cámara. De ahí que el star system nos provea de verdaderos íconos de la belleza y que los intelectuales del siglo XXI no deban escribir libros buenos o malos. Basta con que sean fotogénicos.
Héctor Sapiña Flores
Ser escritor está muy mal visto, incluso entre los mismos escritores.
Yobany García Medina
¿República de las Letras o monarquía?
Bajo el pseudónimo de Fósforo, Alfonso Reyes escribió en 1918 el artículo “En los campamentos del cine”, donde describía la dinámica social al interior de los estudios de Hollywood, un espacio prácticamente autónomo donde los grandes directores y productores imponían su propia legislación feudaloide. Como sabemos por infinidad de escándalos (o chismes), el fenómeno se intensificó durante todo el siglo XX y las industrias mediáticas locales siguieron el ejemplo como buenos borreguitos. También es sabido que lo mismo sucede en las compañías de teatro, mucho antes que la invención del cinematógrafo, y, más allá del espectáculo, también en los círculos de intelectuales e incluso en las ciencias.
Actualmente, el sistema ha rebasado la edad feudal y depende, más bien, de redes de contactos. Éstas forman parte de la sociedad humana desde la prehistoria. Es parte innegable de nuestra naturaleza e, incluso, no es aventurado considerarlas requisito para la supervivencia de la especie, pues se encuentran en la base de todas las economías. Pero, ingenuos como nos gusta ser, pensábamos hasta hace unas décadas que las artes y la cultura se encontraban exentas de realidades tan incómodas. Pierre Bourdieu nos tiró el teatrito demostrando que, en la sociedad capitalista, la misma competencia que se ve a diario en el ámbito mercantil se manifiesta también en el campo intelectual. La diferencia es que se juega con una moneda diferente: la producción cultural.
Quién sabe cómo se alimenten los artistas y los investigadores cuando se inician, lo importante es ingresar al juego de tronos. Escribir no es un talento, es una técnica. En este mundo, los obreros son los correctores de estilo: saben escribir, pero no poseen capital humano (contactos) para incrementar el valor de su escritura, por lo tanto, le llamamos “redacción” a sus productos (porque muchas veces hay más mano del corrector y de los asesores, que del experto o del artista). Estos obreros dotan de infraestructura al país de las Letras. Para ascender de clase también existe la fantasmagoría del mérito: los estudios. Es necesario poseer título de maestría y de doctorado, pero si realmente se quiere entrar en la disputa por la Silla Papal uno debe conseguirse un título de nobleza. ¿Cómo? Ganando premios, primero se publica cantidad, luego se concursa a nivel nacional y luego a nivel internacional. Sí, seguramente hay algo de mérito en el texto que te hizo ganar el premio (el capital cultural con el que inicias la partida), pero también debe haber algo de capital humano para defenderte ante las Casas ya instituidas.
Hasta mediados del siglo XX, se ingresaba a las Casas por cierto abolengo; Carlos Fuentes no habría sido Carlos Fuentes si su padre no hubiera compartido embajada con Alfonso Reyes. Ahora domina un sistema de patrocinio: el viejo heredero de abolengo llama talentos y ellos vienen a él. De tal manera, los intereses del patrocinador se vuelven los intereses del “joven escritor”, como lo llaman las convocatorias. Y, así, cuando el joven finalmente es iniciado en el verdadero campo de disputa, sus ideas no son ya tanto sus ideas, sino las de la Casa que lo adoptó.
El estilo de escritura es, aquí, un resultado de múltiples censuras. Ejemplo actual: “la perspectiva de género”. Lo que debiera impulsarse como auténtico respeto a los derechos de género, se ha vuelto un requisito para vender la creación y la investigación. Terreno peligroso, entonces mejor no continuar por esa rama. Sin embargo, pese a las múltiples limitantes temáticas y retóricas que los patrocinadores imponen al joven escritor, algo de sí sobrevive y eso es lo que debe resaltar más cuando se produce a sí mismo (“producción” entendida del mismo modo que con Beyoncé, Shakira y Ariana Grande). De tal manera, el joven llega a la vida adulta con ofertas de múltiples patrocinadores.
Ni monarquía, ni república, el país de las Letras se encuentra en el tránsito de la monarquía parlamentaria hacia la “democracia” occidental. Pronto será mucho más cercana al mercado de la NBA y de la FIFA que a la utopía de las ideas.
Héctor Sapiña Flores
Sean congruentes, si su opinión es pública que su pensamiento no sea privado.
Yobany García Medina
Congruencia cubista
Admiro a los pocos Yobanys de este mundo porque poseen la coherencia interna de un soneto. En estos especímenes, los actos son reflejo fiel de las ideas, sin por ello restar complejidad al sistema que componen como individuos. Pienso en un soneto ante todo porque es una forma clara. Difícil, sólida al grado de la necedad, a veces en contradicción con las épocas, a veces exigente, pero nunca de un hermetismo extremo. El soneto permite su propia destrucción experimental, pero nunca deja de ser el soneto. Cuando quiere, se reedifica. No es ésta una oda al coautor, de hecho, si le preguntara con qué forma poética te identificas más como cuando le preguntamos a un niño “¿qué superhéroe te gustaría ser?”, probablemente me diría que mi pregunta es estúpida. Busco una apología para todos los demás, quienes no llegamos al segundo cuarteto sin cambiar de doctrina.
El ideal humanista es el perfeccionamiento (y no la perfección). El mundo es un sistema que cultiva el interior del individuo, y viceversa. La estupidez facebookera nos ha conducido por la alternativa mediocre: perfeccionamos la apariencia y, si queda tiempo, añadimos algo al sujeto que la produjo. Mientras el ideal burgués adaptó el humanismo a su conveniencia para hacer de la opinión pública una herramienta que cimentara sus instituciones “democráticas”, la actual opinión pública apenas llega a opinión. Cuando los actores sociales hablan con consciencia, ocultan sus creencias genuinas para no transgredir los intereses de la agenda que defienden; cuando los usuarios de redes hablan sin consciencia, reproducen lo que se ha escuchado en otro lado. En ninguno de estos casos hay opinión, a lo mucho porrismo. La verdadera opinión pública es, de hecho, un fantasma. En el siglo XIX era un proyecto más o menos alcanzable porque muy pocos tenían posibilidad de expresarse; en la actualidad es imposible porque, pese a la existencia de infraestructura para echar a andar la libertad de expresión, no hay un verdadero ejercicio de la voluntad.
Admito que lo he hecho. Y muchas veces reincido. Le he hecho de opinólogo en las redes, después de unos minutos me da una especie de cruda y me arrepiento y consulto nuevas fuentes y hago aclaraciones y no lo vuelvo a hablar porque a uno le da pena hacer de dominio público la incongruencia… aunque tenga nada más como 30 contactos y realmente “lo público” sea falso. Da pena integrarse a la legión de idiotas que condenaba Eco.
Pero en nuestra defensa, todos los que no somos Yobanys aprendemos el poder del discurso a base de golpes. En un mundo que ha mitificado la puerilidad, trabajar responsablemente y postear sin seguir impulsos viscerales cuesta mucho. Propongo una pedagogía del post, incluir en las materias de Taller de Lectura y Redacción un bloque sobre la ética y la estupidez en redes sociales. Hay campañas antibullying, pero suelen caer en moralismos efímeros. ¿Por qué no enseñarle al adolescente el arrepentimiento mediático? Antes de formarle la ilusión de que puede opinar de todo, mejor enseñarnos a publicar esas babosadas juguetonas que aceptan la superficialidad, pero promueven el diálogo, la única doctrina de valor en nuestros tiempos. Mientras tanto, habrá que reconocer las varias caras del sujeto, reconocer el “perfil” únicamente como una faceta y no el individuo en sí.
Héctor Sapiña Flores
Imagen tomada de Librería del balcón