Aún podía recordar el momento exacto en el que el meteorito dentro del cual había estado dormido desde tiempos inmemoriales se estrelló con la faz de aquel planeta extraño sobre el que nunca había escuchado antes.

En ese planeta nuevo todo lucía raro, ninguna de aquellas creaciones tenía nada que ver con el paisaje que se encontraba más allá del polvo de las estrellas en el firmamento. Sin embargo, tenía el presentimiento de haber encontrado un nuevo dominio.

Trasladó su sinuoso cuerpo a lo largo de aquel valle, explorando toda superficie que encontraba a su paso. Cuando llegó al lugar en donde los sentidos podían evaporarse, sucedió algo en verdad extraordinario, había encontrado a otra criatura como él.

Ni siquiera en el espacio le había sucedido algo similar. Había crecido solo, alimentándose de la gloria de sus ancestros muertos que alguna vez habían asolado la galaxia. Había una amplia tradición de criaturas como él que habían demostrado ser realmente atroces, sin embargo ese espécimen que se parecía a una serpiente emplumada no parecía compartir las aficiones que él había interpretado como naturales en su especie. No parecía particularmente feroz o inclinado hacia la sangre.

Se sintió un poco decepcionado al darse cuenta de esa información hasta que la voz de aquel que pertenecía a su misma especie resonó en su cabeza.

–No sé lo que has venido a hacer aquí, hace mucho tiempo que este lugar fue establecido como un sitio de paz por los antiguos. Aun así eres bienvenido. Pero si te atreves a matar a los humanos que protejo no me tentaré el corazón–rugió la serpiente emplumada.

–¿De verdad crees que puedes acabar conmigo? ¡Solo observa cómo termino con tu patética existencia!

El ser del espacio abrió su quinto ojo luego de pasar su lengua bífida por sus colmillos afilados que destilaban un potente líquido pútrido capaz de infectar a cualquiera que se hallara a menos de un metro de distancia.

No se sabe el momento exacto en el que la lucha dio inicio, a ojos de los mortales solo parecía como si dos truenos estuvieran combatiendo en el cielo para ver cuál de los dos conseguía llegar antes a la tierra.

Nadie estuvo presente en el momento exacto en que las grandes fauces se adhirieron al cuello de su oponente, taladrando la carne hasta acabar con el pulso vital.

Tiempo después, los humanos murmuraban que el ambiente dentro del templo se sentía diferente, era como si su dios hubiera cambiado de un momento a otro, parecía como si ya no fuera la misma criatura amable.

En lo más alejado de la tarima donde solía reposar, el ser se relamió las fauces luego de saborear a su última presa y se encaminó a la salida de su templo. Ese día, darían inicio los festejos por el equinoccio de primavera, y todos los fieles devotos comenzaban a arremolinarse afuera de la pirámide que ahora fungía como su centro de adoración.

Los ritos dieron inicio luego de las acostumbradas danzas en su honor que se llevaban a cabo vistiendo los correspondientes trajes ceremoniales de ricos plumajes y piedras preciosas que desfilaron a lo largo de la explanada de los muertos.

El sumo sacerdote compartió los designios del dios de todos los dioses y procedió a enumerar los nombres de aquellos que habían sido elegidos como sacrificio. Aunque nunca antes había solicitado que le rindieran tributo con sangre, nadie protestó ante las demandas del gran dios que por tanto tiempo les había concedido una existencia próspera, era justo darle algo a cambio después de tantos años.

–Ahora yo seré quien trascienda hasta los cielos luego de que toda esta carne haya desaparecido–pensó la criatura que había llegado del espacio mientras la sangre de los sacrificados se expandía por las escaleras que conducían a la cima de su morada, llenando todo con aquel olor metálico tan particular. La criatura no podía dejar de relamerse los colmillos con la lengua bífida que le había conseguido la victoria meses atrás.

Mientras tanto, en uno de los rincones ocultos de la pirámide, la serpiente emplumada, aquel ser que los humanos habían considerado como el dios de todos los dioses y el encargado de protegerlos, yacía muerto mientras su rival usurpaba su lugar. Quetzalcóatl estaba muerto.

Una nueva era había comenzado, y estaría dominada por la sangre.

Ilustración Vandervals

Karla Hernández Jiménez (Veracruz, México, 1991). Directora de Cósmica Fanzine. Es licenciada en Lingüística y Literatura Hispánica, lectora por pasión y narradora por convicción. Ha publicado un par de relatos en fanzines y páginas nacionales e internacionales como Los Noletrados, Perro Negro de la Calle, y Espejo humeante, pero siempre con el deseo de dar a conocer más de su narrativa.
Escrito por:paginasalmon

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