I.
La tarde que me dejaste plantada estaba lloviendo, y en el Helénico no hay mucho espacio para resguardarse mientras esperas la función. Pensé que quizá debería entrar a la librería que está ahí, pero, a decir verdad, estoy harta de las miradas inquisitivas, de la gente de seguridad siguiéndome y de las revisiones “aleatorias” que solo nos hacen a las personas morenas, quienes entramos y no compramos nada. Mientras tanto, martillé mi pie tanto tiempo contra el piso, que pensé que le haría un pequeño hoyo; revisé mi reloj una y otra vez, pero el tiempo no pasó más rápido por hacerlo. De cualquier forma, nunca llegaste.
¿Quién querría una primera cita en el teatro? Debí haberlo sabido por cómo me contestaste cuando te invité a venir: “¿al Helénico?, ¿qué es eso?” En fin, llegó un punto en el que tuve que hacerme a la idea de entrar sola, porque de otra forma me quedaría sin ver la obra, y eso sí que no. Recorrí el pasillo, bajé por las escaleras; aún había personas formadas y, frente a mí, la vi por primera vez. Su impaciencia y mi impaciencia tenían formas muy diferentes. Yo, la que casi hacía un hoyo en el piso mientras lo golpeaba con la punta del pie, y ella, que se balanceaba de un lado a otro, con tanta gracia, que parecía un baile, reflejando sus ansias por entrar. Sintió que la veía, volteó y me sonrío, mientras yo, avergonzada, volteaba hacia otro lado.
Al entrar a la sala, la seguí con la mirada; sus pasos parecían saltitos, se sentó en la única butaca vacía de la segunda fila. Su cabello corto y su sonrisa, que solamente vi de reojo, se quedaron en mi mente.
II.
Abro la computadora y ahí está tu mensaje: “Silvana, discúlpame, olvidé completamente que habías dicho que la obra era en jueves, pensé que nos veríamos hoy. Ni siquiera sabía que había obras de teatro en jueves. Me acordé cuando vi tus historias de Instagram. En serio, lo lamento. ¿Lo dejamos para otra ocasión?”.
¿En serio, Rodrigo? ¿Se te olvidó el día? Ni siquiera sé qué contestarte. Cierro la computadora y dejo caer la bolsa de té en el agua hirviendo.
Pasarán cuatro días antes de que me decida a escribirte de nuevo.
III.
Nunca me han gustado los lugares comunes. Ni en la literatura, ni en el teatro, creo que tampoco en la vida. Y nuestra primera cita terminó siendo en el lugar más común de todos: un café. El lugar de las primeras citas por excelencia. La plática fue amena, pero no profunda. Al final, te dije que me iba al teatro, dándote espacio para que te interesaras en acompañarme o que, aunque sea, me preguntaras qué obra vería o por qué me gusta tanto el teatro. Solo te ofreciste a pagar la cuenta, te pusiste de pie y me besaste repentinamente. Un beso que no vi venir, que llegó de la nada y que, sinceramente, no disfruté, mucho menos cuando intentaste meter tu lengua en mi boca. Me separé lo más pronto que pude y casi eché a correr al metro mientras tú gritabas: “¡Nos vemos pronto!”
IV.
Esta vez no es el Helénico, no había venido antes aquí. Me gustaría platicarte sobre la magia de descubrir nuevos recintos teatrales, me gustaría contarte sobre todas las historias de las que me hablan estos espacios: cada uno tiene un olor diferente, una forma peculiar de distribuir las butacas, incluso las personas son distintas. Bastante distintas. De repente, al dar la vuelta, me encuentro con ella, la chica del cabello corto. Quizá la excepción somos ella y yo. Está sentada en una banquita, con las piernas en flor de loto, sonriendo y escribiendo en una libreta mientras mueve la cabeza al ritmo de una música que solamente ella escucha. Sonrío.
V.
Comencé a dudar de la casualidad de nuestros encuentros. La vi en el Centro Cultural del Bosque, en La Capilla, dos veces más en el Helénico, en Santa Catarina… En realidad, no me la encontraba cada que iba al teatro y no siempre entrábamos a la misma obra, pero, aun así, ¿cuál era la probabilidad de tantos encuentros fortuitos? Seguramente habíamos rebasado el porcentaje ya por mucho.
VI.
Empecé a aprender cosas de ella: siempre llegaba temprano, siempre antes que yo. Esperaba las funciones con una libreta en mano: a veces escribiendo y a veces dibujando. Su cuerpo siempre estaba bailando de alguna manera, sus ojos siempre sonreían, de su boca no lo podría asegurar porque solamente en los espacios abiertos no usaba cubrebocas. Siempre se pasaba su corto cabello detrás de su oreja izquierda, a veces también ponía su lápiz tras esa misma oreja. Sabía que ella también me observaba a veces. Incluso una vez me saludó enérgicamente agitando su mano al verme entrar, con los ojos alegres, pero yo solo me sonrojé y caminé más rápido. No lo volvió a hacer.
VII.
También aprendí cosas de ti. A veces pasabas por mí en las noches y terminábamos tomando café, como siempre. Pláticas monótonas. Los besos del final ya no me causaban tanto disgusto desde que mis amigas me dijeron que se sentirían afortunadas de ser yo. Pero había veces que no venías. Dependía de en donde estuviera: el Centro Cultural del Bosque te parecía demasiado lejos, aunque tenías coche; el Centro Cultural Universitario, también: “siempre te vas a los extremos de la ciudad”, me decías. Una vez, en una de nuestras aburridas pláticas de café, comencé a contarte que acababa de ver una obra sobre unas siamesas unidas por la mitad del cuerpo: una de ellas moría y la otra tenía que andar por la vida arrastrando el cadáver de su hermana. “¡Qué asco, Silvana, estamos comiendo, por favor!” No emití ninguna otra palabra durante toda la noche.
VIII.
Es viernes y, como cada viernes desde hace unas semanas, amanezco en un departamento que no es mío. Llegué ayer por la noche después del trabajo. Este jueves no había ninguna obra que me gustara. Sí, Rodrigo, sí hay obras de teatro en jueves. Toqué la puerta, abriste y, sin mediar palabra, besaste mi cuello. No hablamos de mucho. En realidad, Rodrigo, nunca hablamos de nada. Pero se me ha hecho rutina amanecer en tu cama cada viernes. Y, como casi todas las rutinas que tengo, esta también me tiene un poco hastiada.
IX.
Te escribo esto para decirte que ya no podemos vernos. No lo escribo triste. Perdón, pero no estoy triste. Y, a decir verdad, no te debo tristeza. Si acaso, le debía un poco de alegría a esta vida que me había pesado tanto últimamente. Resulta que llegué al teatro como siempre y ya no me sorprendió encontrarme a aquella figura grácil y pequeña en la taquilla, a dos personas de mí. Para este punto, me había planteado ya dos posibilidades: o solo era tan amante del teatro como yo o el destino nos estaba gritando a la cara que teníamos que seguir encontrándonos. Y ya, pensándolo bien, podrían ser ambas, ¿no? Bueno, Rodrigo, aquí está la razón por la que ya no puedo, ni quiero, seguirte viendo. He aquí la razón por la que esto ha de ser un adiós.
Me senté en la esquina de la cuarta fila, porque era un teatro grande, mi lugar favorito. El espacio se fue llenando y no la vi entrar. De pronto, alguien me pidió permiso para pasar. La voz que habría imaginado que tendría: limpia, clara y divertida, como toda ella. Se sentó a mi lado y podía sentir como sus nervios se transformaban en la mirada pícara de alguien que sabe que está mirando al destino de frente. Mi pie comenzó a martillear el piso, como lo hizo el día que la conocí. El aire a nuestro alrededor se llenó de alegría, de ternura, de todo lo que de ella emanaba. Yo también quería eso. Necesitaba eso: un cambio de escenario. Sonó la tercera llamada y sucedió: rozó su mano con la mía y la electricidad que surgió de nosotras la hizo respingar. Por un momento, sentí como el aire dejó de fluir: ambas lo guardábamos dentro nuestro. Después, nuestras respiraciones se acompasaron y, de repente, sus dedos se entrelazaron con los míos. Todo estaba oscuro, pero no importaba. Después vendría la luz… y el comienzo.
Imagen tomada de México es cultura
Alegría Mendoza (Ciudad Nezahualcóyotl, México, 1996). Psicóloga y escritora. Estudió la licenciatura y el posgrado en Psicología en la UNAM. Obtuvo mención honorífica en el Primer Concurso Internacional Universitario de Poesía «Al aire de tu vuelo». Escribe en YucaPost y coordina círculos de lectura. Sus intereses y temas se centran en sentimientos, relaciones interpersonales, aislamiento, soledad, soltería, relaciones sáficas, cine y libros. |
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