El poder de una puerta cerrada es inmenso. Son las dos de la madrugada, sentado frente a esta puerta, no le quito los ojos de encima. Hoy la veo menos blanca, más despintada; reparo en la ausencia de llavín, ¡qué abandono!, por primera vez me percato de que está al revés: los dibujos, las flores están hacia abajo, por eso abre hacia afuera. Esta puerta está mal, las bisagras no lo son, parecen una especie de ganchos rústicos. ¿Por qué estoy ansioso? ¿Por qué quiero que se abra? Son casi las cuatro, ahorita amanece. Miro por el hueco donde debió estar la cerradura, allá adentro hay total oscuridad. He perdido más de cinco de las mejores horas y la puerta sigue cerrada. Pudiera forzarla, pero no quiero, o llamar. No, ¡qué va! Estoy cabeceando, se me cierran los ojos, como siempre digo: “La paciencia da muchos milagros”. Pasadas las seis, un sonido metálico inconfundible me activa: está corriendo el pestillo. Suenan las supuestas bisagras como en una película de terror, aparece un joven con cara de informático; sin darle los buenos días, le suelto la oración imperativa a mi hijo:
–Dame la laptop.
–¿Vas a mandar un informe para la empresa?
–¡No te burles! Un día verás mi nombre y al lado: SU LIBRO HA SIDO SELECCIONADO.
–Cuando la rana crie pelos. No debiste jubilarte.
Tomé la máquina y escribí, sin revisar siquiera la ortografía, al azar, a donde me llevara la historia, sin un plan previo. Al fin consigo terminar este cuento de diez páginas, algo no habitual en mí, casi nunca llego a tres. Hago una lectura y lo incorporo al libro. Mi esposa se niega a leerlo o escucharlo:
–¡Diez páginas! ¡Qué va! Pierdes el tiempo escribiendo boberías, ya la gente no lee y textos tan extensos, menos.
Los que sí no leen, son mis hijos, a no ser la letra de esa jeringonza, de la música que oyen, discursos de disidentes no consecuentes con lo que dicen, que hablan de las miserias de aquí y están en la opulencia de allá. Termino enviando el libro, libero así mi ansiedad. Recientemente releí El Viejo y el mar. No pude evitar transpolar la historia a lo que me está pasando, publicar un libro, en algo se parece. Lástima que no tengo un muchacho que me ayude, como Santiago tenía a Manolín; ahora me leería el libro y sin ser un especialista, diría: “este no me dice nada”, “me gusta este”, “cámbiele el título a aquel”, “ese tema me resulta grosero”… y así.
En casa, siguen las críticas adversas, no se lo digo, pero en algo tienen razón: buscaron un artículo de una periodista que arremete contra los concursos literarios (se incluyen las ofertas de las editoriales). A unos jurados los llaman viejos panzudos; a otros, amañadores, para los cuales solo existen sus coterráneos, los latinos son concursantes inferiores. Habla de lo sutil de sus bases para eliminar a los no paisanos: es obligatoria la presencia en el acto de entrega de los premios, solamente en pasaje se gasta más que la cuantía de la mayoría de estas convocatorias. Sin hablar de los documentos exigidos, solo existentes en ese país convocante. Hacen el cuento de las editoriales que dicen quererte publicar y te hacen propuestas indecentes, como si fueras rico. Todas estas verdades se las han aprendido de memoria y les sirven de argumento cuando me critican.
No me pueden ver delante de la computadora, me recuerdan de todos los quehaceres a mí asignados, dan quejas, mortifican y acabo parándome. Se les olvida los cuarenta y cinco años que trabajé para mantenerlos y hacerlos hombres.
El dilema está casi resuelto, me levanto a las dos de la madrugada, si se alinean los planetas y se cumplen ciertas condiciones, a esta hora escribo sin interrupciones. No tengo que ir a casa de Mary a comprar tinte, ni ponerle presión a la olla, ni revisar el tanque del agua. A las dos puede estar jugando mi niño de veinte años, despertar mi esposa por el sonido de las teclas o haber apagón, algo muy común en mi zona. Suponiendo que la puerta no esté cerrada por dentro y no comiencen las ofensas, escribo y mando correos. Ya van ochenta y cuatro concursos con resultados negativos, así es mi falta de talento o mi mala suerte, como le sucedía a Santiago: ochenta y cuatro días sin pescar un solo pez. En esta obsesión que se va volviendo enfermiza, mando la plica de un concurso a otro, envió trabajos inacabados y, por supuesto, las respuestas en mi correo son desconcertantes: “lo sentimos mucho”, “siga intentando”, “en el próximo”. Voy cambiando los iconos de las carpetas de rojo a negro, por aquello del luto: ya son ochenta y cuatro fallecidos.
Dios es grande, me ve cómo trabajo afanosamente, sin desistir, y me llegan algunos lauros, sin remuneración. Debían alegrarse, pero no, los comentarios siguen siendo desfavorables; honores no, dinero es lo que quieren:
–Eso tuyo es un hobby y los hobbies no dan dinero.
Me llega una nueva convocatoria; estoy siguiendo todos los grupos afines; me llegan miles de convocatorias, lo mismo para hacer buñuelos, para tirar piropos o para adorar a una virgen, para todos los géneros literarios, incluso los híbridos. Esta convocatoria es la mía, es un peso pesado, al igual que el pez de Santiago, paso tres noches reconformando el libro. No es ni medio parecido a luchar con un pez en el mar, aunque me desgasta, eso sí. Por el día me pongo palitos en los ojos para que no se me cierren, hago todo lo que me piden, voy a todos los lugares para no levantar sospechas, hasta algún sueño he echado encima de la bicicleta, como Santiago encima del bote, sin soltar el nailon. A la tercera madrugada, estoy terminando el cuento de diez páginas que me falta, ya Santiago tiene vencido al enorme pez de seiscientos kilogramos y seis metros de largo. Lo envío. Cosa rara, el mismísimo organizador del concurso me llama, rectifica unos datos, a Santiago le sangra la mano, pero su pez está muerto, ahora a enrumbar para La Habana, fue demasiado mar afuera, el pez es inmenso. Dice que soy uno de los dos seleccionados. Cualquiera que sea el orden, es mucho dinero y la publicación del libro, gratis, con sus ganancias. De qué otra forma voy a publicar, viviendo en este país con la mayor de las inflaciones, pasando hambre, siendo un pensionado mal remunerado, no me alcanza el dinero ni para un cartón de huevos. No es que sienta esa pasión por el dinero, mi ilusión es trascender, hacer un cuento importante, uno solo, que me llene, sentir que no fue en vano tanto esfuerzo. Estoy extenuado, igual que Santiago cuando durmió encima de ese bote después de tener el pez amarrado. Caigo a la cama muerto, pudiera dormir un día entero seguido. Un barullo me despierta, al igual que los tiburones de Santiago comiéndose el pescado, están haciendo una lista de compras, debaten cómo usarán el dinero. Estoy tan cansado, me vuelvo a dormir, sueño con leones en la playa y un muchacho; despierto sobresaltado, ya tengo la dedicatoria del libro: “Para ti, Manolín”.
–No entiendo a este viejo loco, en vez de dedicarnos el libro… ¿Será un hijo bastardo? ¿Quién será ese tal Manolín?
Imagen tomada de Expansión
Omar Rosa (Ciego de Ávila, Cuba, 1956). Profesor jubilado. Licenciado en Educación. Ejerció como profesor durante quince años. Posteriormente realizó un Técnico medio de Contabilidad, laborando por más de quince años como contador. Trabajó en la esfera Bancaria, ahora está jubilado y se ha dedicado a escribir sus vivencias. En 2013 la editorial de su provincia (Ávila) le público un libro de cuentos. Ha publicado en Revista Micros, Compromiso y Cultura, Fragmentos y Delatripa. |