Extrañamente, todos sobreobservamos a los victoriosos, y quienes merecen ser

observados son aquellos que tramitan la adversidad

Marcelo Bielsa

Hasta ese momento, era un tipito sin nombre, con identificación africana, no más. Uno entre unos cuantos millones. Pero claro, después de lo que pasó aquella tarde, el tunecino fue otro. Mejor dicho, ¿quién no fue otra persona después de ese domingo de ese junio de ese año? No es que se hubiese vuelto más importante, no; pero el jueguito de la bocha le llenaba de otra manera el pecho luego de pitar ese cotejo, según decían. ¡Y cómo no! ¡Con todo lo que le tocó vivir al pobre a partir de ese día!

Frente al televisor, nosotros escuchábamos incrédulos el escepticismo de Morales, porque nunca habíamos escuchado hablar del africano. “Seguro es un pelotudo amañado”, mentaban unos, mientras otros solo atinaban a decir que el negrete aquel no merecía estar ahí. “Es un partido por el honor, che, ¿cómo lo van a poner a este tipejo sin experiencia?”. El único que refería lo de las islas, de vez en vez, era Echeverría, me acuerdo. 

Y entonces comenzó todo. Los primeros cuarenticinco fueron una sarta de emociones: yo regué dos veces mi cerveza y el Mota Fernández hizo una montaña con sus puchos entre las botellas. Todos seguíamos el vértigo del toque-toque argentino y la impotencia de la zaga inglesa, entre putazos y comentarios de pibe de esquina. “Mirá al loco Batista –dijo por ejemplo Rosales, con malicia–, parece Jesucristo aprendiendo de Dios cómo se hacen las cosas” y carcajeó, porque todos bancamos su gracejo. “El Diego es el Diego, qué querés”. 

Pero no hubo goles hasta el segundo tiempo. Primero, vino la famosa mano. Sobra decir que, en ese instante, a nadie se le ocurrió pensar en que el tunecino era un hijo de puta. Qué va. Si lo hubiésemos tenido en frente, mínimo, lo habríamos cargado sobre los hombros entre aleluyas. Tampoco dijo nada Morales en la televisión. Ni siquiera Echeverría mencionó alguna cosa. Después, sucedió el gran acontecimiento, y todos reputeamos a cada uno de los ingleses que fue quedándose por el piso, cagones, las Malvinas son de América. Yo creo ser el único que me quedé pensando en el gesto del tunecino. Si no fuera por las reglas, lo juro por la que me parió, que el tipito hubiese parado el partido después del segundo. ¡No había nada más que ver!

Finalmente, acabó el partido, terminó el mundial y se esfumó junio. Todo el ochentiseis fue para andar con aire dentro de la camisa, a pesar de que cada rincón de Argentina hedía a derrota. “Pero somos campeones, boludo. Le ganamos a los alemanes. ¡¿De qué derrota me hablás?!”, le decían a Echeverría en el bar cuando tocaba el tema. El caso es que la vida siguió más o menos normal. Jugábamos cada domingo en el potrero del viejo de Rosales, soñando acaso con realizar un gesto de esos, ilusos. Y teníamos a nuestro propio tunecino, el profesor del colegio municipal; aunque hijo de puta este sí, pues nos traía hasta el forro con su tendencia a favorecer al equipo escolar. En fin.

El todo es que en diciembre llegó Manfredo de África y nos trajo la perla. El tunecino había dejado de pitar después de que acabó el mundial. “Dos cosas le pasaron al tipejo aquel –contaba entre risas el pibe–: probó el tequila y conoció al Diego”. De esta manera, se extendió la leyenda de que el africano había abandonado su profesión y se dedicó a seguir a Maradona a cuanto lugar iba a jugar. “Un caradura el negrito, ¿eh?”, decíamos nosotros, muertos de risa, al pensar en que alguien se creyera semejante pelotudez. 

Pero este año –tantísimos que han pasado ya desde México– con la vuelta de Maradona a la Argentina, supimos que era cierto. Ese domingo –siempre es domingo desde el ochentiseis cuando se trata de El Pelusa–, arribamos a la Bombonera con los de siempre, para ver en vivo y en directo al único. ¡Todo era fiesta, che! Una locura ver el retorno del más grande. 

El cotejo fue un rumbón de arriba abajo, y si el estadio no se caía, era porque Dios estaba presente. Y tenía la diez. Todo marchaba a la perfección sobre el segundo tiempo, cuando Echeverría salió con la suya: “¿quién se juega la guita de la semana a que el tunecino está en la Bombonera?” Todos nos echamos a reír y seguimos viendo el juego. “Nadie te toma en serio nunca”, le murmuré, pero igual lo sentí como un anuncio y no me desprendí de la frasecita hasta el final del partido.

De esta manera, al salir del estadio, yo fui el menos sorprendido. En una esquina, vimos a un hombre diminuto con la camiseta de Boca. Gritaba, casi inteligiblemente, que el amor lo había traído al Sur de América. Era una pena verlo. Aunque aún conservaba su porte arbitral impertérrito –levantaba el brazo como empuñando una colorada, pero en lugar de eso tenía un cartel con la foto del Diego–, estaba enflaquecido, se notaba que no comía bien. Parece que nadie lo reconoció, excepto nosotros. Y así fue durante cada partido de la temporada.

Como siempre, seguimos con la vida normal, henchida de obligaciones. Ya nos habíamos acostumbrado a ver al tunecino en cada cotejo de fin de semana, hinchando como cualquier xeneize y, de vez en cuando, lo hacíamos parte de nuestras conversaciones. Pero no más. Sabíamos que no entraba al estadio –seguro no tenía mucha guita–, pero fuera no faltaba, antes y después del partido. Creo que en el último cotejo de la temporada –fuimos campeones–, el tipejo se dio cuenta de que lo advertíamos diferente y, con un español indescifrable casi, nos gritó que el mejor diez que había visto era el nuestro. Reímos su ocurrencia, desencajados, pero seguimos el camino. “Y las Malvinas también son de ustedes”, alcanzamos a escuchar, antes de doblar la esquina.

No pareció, pero creo que ya nadie pudo sacarse de la cabeza al tipo aquel durante el día. Yo estaba pensando en hablar con los muchachos para ayudarle de alguna manera, cuando me entró la llamada de Echeverría. Al tunecino lo habían internado de gravedad en el hospital pues, al parecer, el hambre le estaba haciendo mella. “Y eso que siempre anduvo detrás de Dios”, solo atiné a decir, con una sonrisa amarga. “Sí –respondió Echeverría del otro lado–, pero Dios no siempre ofrece una mano salvadora”. “Y nosotros tampoco, me parece”, dije nomás, y me despedí, pensando en que, probablemente, ahora sí empezaría a ser famoso el africano. ¡Vaya suerte!   

Imagen tomada de Filo.news

William Pascagaza Jiménez (Bogotá, Colombia, 1995). Editor y docente. Licenciado en Humanidades y Lengua Castellana por la Universidad Distrital. Ha hecho público Breve cuaderno de Gregor, poemario ganador de la convocatoria pública «Idartes se muda a tu casa» durante el 2020. Es fundador y editor del Proyecto Editorial Hijos de los Días, que ha publicado Cuidados paliativos (2022) de Naisha Herrera. Además, fue coordinador de El cantar de la palabra. Le agradan la corrección de textos, el fútbol y el uso democrático de la palabra. Ha publicado en revista Página Salmón y en Campos de plumas. Sus temas de interés son: literatura, política, fútbol, historia, y música.

fútbol, fútbol argentino, Maradona, México 68

Escrito por:paginasalmon

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