Sabe que sé que está aquí. Sabe que no voy a abrir la puerta. Sabe que tengo en mi poder su celular. Sabe que no puede hacer ninguna estupidez porque si no su celular muere. Pero, no sabe que tengo miedo. No sabe que hay otra salida, además de la puerta. No sabe que yo también sé jugar sucio, aunque las manos me tiemblan. ¿Cómo llegamos a esto?

Hace unos días, nos encontramos por casualidad. Desde la pandemia perdimos contacto, la vida desde entonces se volvió difícil. Pero, al verle de nuevo se me revolvieron las tripas, parecía que las conspiraciones políticas no tocaron su cuerpo. En cambio, mis ojeras de mapache, la grasa en mi panza y el acné de adolescente hicieron de las suyas para quedarse. No pude disimular mi rabia y le saludé bruscamente.

Parecía que la vida le sonreía solo por existir: tiene trabajo bien pagado, un apartamento propio —aunque debe tener una hipoteca a 30 años—, postea sus viajes de estirado, sus lujos de fanfarrón, su aura de “mírenme no camino, sino levito”. Pero, mientras me contaba sus triunfos, pude notar un nerviosismo extraño, cada que sonaba su celular no sabía qué hacer: sonreía, padecía, se quedaba pensando, pestañaba sin parar, mejor dicho, estaba inquieto. No pude contener mi satisfacción y comencé a reír sin parar, lo tenía merecido.

Entonces, su rostro enfurecido y rojo me amenazó con la mirada, me maldijo de todas las formas que antes eran desconocidas por mi persona hasta ese momento. Parece que no le importó ser grabado mientras en un arranque de ira intentó golpearme. Ahora, que lo recuerdo no sé si estará circulando dicho video por las redes. Sin embargo, al macharse dejó su celular, la furia lo envenenó. Después del escándalo que armó no pretendía ni hablarle, ni hacer las paces, entonces, me lo eché rápido al bolsillo del pantalón y prácticamente salí corriendo, no quería que nos encontráramos de nuevo.

No me imaginé que algún tarado en el café me estuviera poniendo cuidado. Ese fue quien le dijo, que yo tenía el celular y como nos vieron juntos, pensaron que era una pelea de familia. Además, mi idea era tirarlo, pero el celular no paraba de vibrar; la verdad no me interesaba desenmascarar su vida de apariencias, en su lugar lo quería fastidiar, pero sin darme cuenta ya estaba mirando la pantalla y desde ahí me metí donde no debía.

Fue fácil acceder a su celular: no tuve necesidad de adivinar su patrón, su pin o colocar su huella, parecía que desde hace días no se lo quitaba de encima, parecía que fuera uno con ese aparato, quizás estaba esperando un milagro. En mi defensa, puedo decir que lo ayude a salir de unos cuantos hostigadores que lo amenazaban —de algo sirve el anonimato—.

Ayer, la batería del celular murió. Sentí tranquilidad porque después de hacerme el héroe, el celular parecía arder y a punto de estallar por la cantidad de notificaciones que llegaban. Me había compadecido del dueño miserable, pero todo cambió cuando hoy aparece un sobre sin remitente: cuando lo abro y me veo a mí mismo en unas fotografías que manchan mi poca reputación, me quedo en blanco. Se supone que nadie, excepto yo, sabe lo que hago los domingos en la madrugada. Quizás ya las tengan subidas a cualquier cuenta y con un solo clic puedan joderme, tengo la esperanza de que todavía no las hayan publicado.

Entonces, la angustia me domina. Me encierro en mi cuarto, me envuelvo con las cobijas —es absurdo creer que va a pasar como en Harry Potter: se pone encima la manta y se vuelve invisible—, pero sé que está parado frente a la puerta desde hace una hora para que le devuelva lo que es suyo. Cuando lo vi hace unos días, hice lo imposible para que no me reconociera, pero fue estúpido de mi parte pensar que haciendo muecas no me iba a conocer. ¡¿Por qué agarré el maldito celular y salí corriendo?!, ¡¿por qué?!  

Me acabo de acordar de aquella vez que jugamos en la casa de la abuela, mi abuela nos cuidaba cuando sus papás y los míos estaban trabajando. Esa vez, se enojó porque no le quise seguir el juego de embadurnarnos las manos de pintura y pintar las paredes, no quería que la abuela le diera quejas a mi mamá, sus castigos no me gustaban. Pero no lo entendía, hizo un escándalo que llegó hasta los oídos de mi mamá y ella solemne le dijo que por su bien no se acercará a mí.

Ahora, está aquí esperando a que salga. Sabe que sé que él sabe lo que escondo. Sabe que sé que él sabe que puede solo abrir la puerta y agarrar lo que es suyo. En un parpadeo, la luz artificial me pega en la cara, mis amadas cobijas desaparecen, un corrientazo viaja por mi espalda y mis extremidades hormiguean.

Hola, Soy Olaf el Grande. Demos muerte a los enemigos. Ha pasado un tiempo desde la última batalla. Estamos próximos a volvernos fuertes. Compra más pociones con el 50% de descuento. Es hora del primer encuentro ¿Estás listo? ¡Oh, no! ¡nos han derrotado de nuevo! Dato: Nadie sabe que desde el inicio conozco las encrucijadas humanas ¿Te parece si vamos por otro encuentro?                   

Imagen tomada de Reasons to Anime

Alejandra Chaparro (Bogotá DC, Colombia, 1991). Es diseñadora industrial, pero la escritura ha sido su segunda lengua. Le interesa la ficción, la literatura japonesa y la psique humana.
Escrito por:paginasalmon

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