Ve a preguntar a los ángeles si te están llamando.
Pregúntale a los ángeles mientras caen…
Patti Smith
Cuando Mijaíl Bajtín teorizaba respecto al concepto de cronotopo, lo hacía con la convicción de señalar la capacidad de ubicación espacio-temporal del yo hablante. De esta consideración se desprende la figura del personaje que se asume como un héroe (figura cronotópica) que, en Paraíso (2022), de José Manuel Vacah (Ecatepec, México, 1992), se constituye de manera fehaciente, porque hay un lugar y un tiempo preciso que se enuncia ante la necesidad de anclar el sentir que lleva consigo el viaje hacia un destino. Este se ve cifrado de principio a fin, y el destino es un lugar específico. ¿Es posible desplazarse hacia el paraíso sin sufrir percance o perecer en el intento? Todo designio registra infortunio, y así Paraíso lo revela.
En este poemario diminuto cabe el universo entero, ya que puede leerse como una serie, dado que su formato es una plaquette, bellamente editada en la colección Poesía sin permiso por la editorial Versodestierro. Sus secciones lo demuestran, excepto el que lleva por título “Canción de amor de José M. Vacah”, que se divide en seis partes, pero que es coherente con la unidad. A este le anteceden cuatro poemas, y le prosiguen tres más. En el primer conjunto se revela un primer esbozo del viaje con el cual se inicia el recorrido hacia el “paraíso”:
Atravieso la noche entre la piedad de los canallas. […] Doy pasos sobre cráneos. Muy buenas noches, callejones, buenas noches, paredes manchadas de sangre, buenas noches, muertos, buenas noches (3).
Se trata de “Persecución” y la identificación del lugar es inmediata: la ciudad catalogada como la periferia. La ciudad estigmatizada donde todo puede ocurrir: “¿Hubiera reído en la / ciudad de las masacres?” (5). Pero se trata también de la noche. El sujeto lírico la atraviesa, convencido del peor escenario para que la fatalidad caiga sobre él. En el caminar hay premoniciones, el ser se detiene ante lo que es bello, pero luego se aparta porque intuye lo fugaz del tiempo, en el que solo queda seguir viviendo, y continuar. El ser percibe la ciudad, pero también se transfigura en alguno de sus elementos. El personaje se visualiza como una calle o un animal que se amolda al peso de la ira humana..
En el poema se descubren visiones, y la realidad se altera al grado de la transformación. La ciudad, en este sentido, se convierte en la ciudad monstruo, la ciudad animal, en la que el yo sobrevive. Estas descripciones sirven de fondo para animar la realidad y alterarla. El poder de la imagen nos devuelve su destello: “El cielo enfermo / me ofrece un cigarro, / y después tose, / tose y escupe sangre; […]” (13-14). Quién más podría escupir sino el enfermo que lleva en la sangre el signo de la destrucción. Los pensamientos se sueltan para enunciar cómo es el paso por la calle: “Atravieso calles vacías, / dejo atrás a los mendigos, / las prostitutas han dejado de cantar para mí” (15). Hay asombro por las cosas, reconocimiento y confesión: “También poseo / una ternura abrumadora; / diré: / soy capaz de conmoverme / con la pintura de unos labios, […]” (16-17).
En “Canción de amor…”, las seis partes se relacionan con el pretexto de una canción recordada. Esta a su vez se conecta con las sensaciones que produce el caminar la ciudad, recorrer sus calles a la espera de cualquier suceso. La canción funge como un puente entre el tiempo y la memoria; he aquí el pretexto: la canción se recuerda, y el yo lo sabe: “Hay tiempo entonces / para recordar / esa canción, / realmente hay tiempo / de romperme la cabeza / contra el vidrio” (19-20). La canción no se dice, se recuerda y se guarda y, quizás se tararee inconscientemente con la ayuda de un símbolo. Así podría ser algún estribillo cantado por Patti Smith o simplemente una canción popular que viaja en al aire o en los recovecos del transporte público. Algo similar sucede en el poema “La otra orilla” de José Carlos Becerra, en el que hay intentos por recordar una canción y no se consigue. Solo a lo lejos se escucha una radio encendida, pero la canción se diluye, y el hecho de forzar la memoria se convierte una tarea complicada.
Las imágenes convocan lugares y episodios de una historia personal, en la que incluso hay sensaciones que se producen por el clasismo y despiertan desconfianza: es la enemistad del yo con el cuerpo ante una violencia estética que exige ser de acuerdo a los cánones. Esto se refleja en cuanto se demuestra el rechazo: “Ellas dirán: / tiene los pantalones / sucios, / está gordo, / se le está cayendo / el pelo […]” (20-21). Pertenecer al gusto estético de una sociedad como la nuestra, es una tortura para cualquiera. Los cuerpos perfectos en tiempos actuales, son los modelos que hay que vestir para sentir la pertenencia. Las etiquetas sociales son crueles en la conformación de la personalidad.
En este poema, la memoria es la clave, y la contención de los actos es extremadamente violenta, porque se reprime el deseo, se entretiene con otras acciones como “ocultarse”, “comer pastel”, “beber té”, “fumar un cigarro”, porque lo que se quiere es justamente, no “inquietar al universo” (21). ¿Qué pasaría si el sujeto lírico se permitiera inquietar al universo? En la posible respuesta se presiente lo fatal y lo destructivo del personaje. La violencia puede desencadenar lo inconcebible. De ahí que el espíritu se domine en el papel del otro. Ese que pone las palabras en el yo. El juego de espejos entre autor-creador y autor real, recrean la figura del héroe. El personaje ficticio que decide ser por un momento.
En todos los poemas hay lugar para las apariciones: fantasmas, demonios, y en especial, ángeles. Pero no los ángeles idealizados, habitantes del paraíso, sino los ángeles caídos en el combate, humanizados y derrotados. El yo los ha visto sobre el puente, pero desconoce su lenguaje. Esta imagen potente, de película, nos recuerda Las alas del deseo (1987), de Wim Wenders. Ahí los ángeles arrepentidos de su misión ya no asumen la salvación colectiva y se apresuran a salvarse. Tal vez porque la única certeza es que en este mundo no hay lugar para la salvación.
En Paraíso se registra de principio a fin, una voz poética singular, porque transparenta un tiempo y un espacio: la urbe contagiada, la urbe caótica que se estigmatiza como la periferia, en la cual ocurre hasta lo más insospechado. Ese lugar tiene nombre y apellido, y por ello se señala y recibe la peor de las imágenes como la mancha urbana que es, donde acontece lo más aberrante de la condición humana. Las imágenes van sucediendo a una velocidad parecida al movimiento que se distingue desde la ventanilla del transporte público.
En cuanto a estas, se resuelven como visiones o fotografías tomadas a ciegas. Así lo reiteran las visiones que proyectan fantasmas. La ciudad se recorre con un ritmo, como en el poema “Visión en una calle rota”, en el que una bicicleta es el vehículo que nos lleva hasta el asombro. Este nos estremece con la comparación: el héroe se humaniza y se compara con la bestia que sufre humillaciones en la rutina del trabajo forzado. Basta hacer un recorrido por las zonas más olvidadas de Ecatepec. El sistema implementado en la recolección de basura delata la brutalidad humana, pues se emplea una carreta tirada por un caballo:
[…] a mí también me fustigan, laceran el costado, también trabajo para imbéciles y salvajes, siento como mis cascos, quebrados por el óxido, chocan contra la calle rota (23).
Poner el ojo en una tierra que padece violencia para sacar a relucir un problema, es pactar en la experiencia poética mucha confianza, porque se es de ahí, y porque se conoce el umbral de donde parte. Percibir la enfermedad, la ciudad contagiada de miseria en el trayecto cotidiano, puede contener desesperanza al reconocer que existe una incapacidad para cambiar la realidad. Estos poemas urbanos van cargados de pesimismo, pero también de una hiperrealidad avasallante, tal como lo registra una pintura, o una fotografía fiel a su modelo. La sobrepoblación es el síntoma de la enfermedad y Ecatepec es el paraíso (irónicamente) de José Manuel Vacah.
En esta escritura hay un eco también de otras escrituras que refieren ciudades en decadencia, caóticas y enfermas como en algunos poemas de Efraín Huerta, cuando refiere a la ciudad en Los hombres del alba (1944) o Los poemas del viaje (1956). Con buenos referentes, los poemas de Paraíso llevan caminatas a cuestas, porque es la calle en donde se aprende, y la memoria siempre abierta, es capaz de grabar las impresiones: la imagen en todas sus facetas, la imagen que huele, se escucha y se saborea al paladar. La imagen que se mira y se absorbe para luego escupirla como imagen desgarrada.
Antes del poema final con el cual se concluye el viaje hacia el paraíso, nos encontramos con “Collar”, en el que se registran lugares concretos para referir el aquí:
Avanzo por Avenida Central, la noche cuelga su escapulario en mi cuello, los autos transitan en el brillo de la cólera […] ¿cuánto habré caminado sin darme cuenta? (27).
El poema sirve para hacer el recuento del viaje, pero más que un recuento, es el freno del yo que cavila en sus contemplaciones. La sensibilidad nos cimbra en una sacudida cuando somos parte de esa imagen deplorable que no puede esconderse: “Contemplo la ciudad / del viento: / los cerros enfermos / de viruela y sus cicatrices / iluminadas […]” (28).
Las visiones se acentúan en los collares como un cuadro fatal de la miseria y la sobrepoblación. Basta recordar cómo es el tránsito hacia Ecatepec, cuando a través de las ventanillas de los autobuses, podemos vislumbrar estos collares de luces de colores eléctricos; parpadean incansablemente. Los cerros poseen los collares que sostienen la miseria y la necesidad. Se percibe el sitio como si fuera parte de una altura desde donde se mira la ciudad enferma, virulenta y con cicatrices. También se repara en la inseguridad al recordar otros rostros, los de la inseguridad y la impunidad:
También recuerdo otros rostros: tensos bajo las gorras recogen el dinero, y el arma con su único ojo mirándonos […] (29).
La imagen oportuna con la cual Ecatepec es centro de atención, nota del día, tendencia en redes sociales y finalmente estadística fatal de la inseguridad social. A pesar de ello, se insiste en la búsqueda del amor y el deseo. Idea recurrente que se amolda al tono y al poder revelador de las imágenes. Y luego, esa sensación ideológica de la poesía redentora; la poesía como promesa de salvación. El poeta se contempla a sí mismo como el salvador, guía espiritual, héroe en calidad de sacrificado: “En este reino todo lo que es gris tiene vida. / Soy el que sanará esta ciudad / conformada por ciudades / que se devoran entre sí” (29-30).
Con “Naufragio” se concluye el viaje, y se declara la derrota: “Y cuando desperté, / la noche / me había destrozado” (33). Se puede naufragar en tierra conocida ante las calamidades del tiempo y el espacio. Sentir el frío en la última temporada del ciclo, pues el tiempo –al menos en Paraíso–, inició con el verano y concluye con el invierno:
Al sol le encantaría calentar la tierra de nuevo, toda esta tierra negra es mi cabello, mira cómo el viento penetra los escombros (35).
El clima atmosférico se intuye en ese invierno. Se advierte en el frío eterno que no ha cesado. El cuerpo como una ofrenda se purifica en su construcción, en su unidad, pero también en su deterioro. El frío sella la complexión del cuerpo roto.
Víctor Argüelles (Tuxpan, Veracruz, México, 1973). Artista plástico y escritor. Maestro en Estudios de Arte y Literatura por la Universidad Autónoma del Estado de Morelos, especialista en Literatura Mexicana del Siglo XX por la UAM Azcapotzalco y Licenciado en Artes Plásticas por la Universidad Veracruzana. Autor del libro Signos de espera (2018) y de la plaquette El sello de la tinta (2022). Premio de poesía, IV° Certamen Literario “Palabra en el viento 2009, Ecatepec, Edo. de Méx”. Le interesan la pintura, la poesía y el performance. Ha publico en los medios Acalán, El Diario de Chiapas, El Búho, Opción y Timonel. También en los medios digitales Los Ojos del Tecolote, Nocturnario y La Piraña. Coordina, desde el 2016, el Encuentro Literario Resistencia desde el Cerro del Viento, en Ecatepec, Edo. de Méx. |