Cuando anunciaron el Nobel de Literatura 2016 muchos opinaron que era una equivocación dárselo a un compositor de música popular; los días siguientes a la revelación se supo que Dylan no pensaba asistir a la ceremonia y que en lugar de un discurso la Academia Sueca sería auditorio de una canción interpretada por Patti Smith, y eso también parecía una equivocación; a la mitad de “A hard rain’s a-gonna fall” Smith olvidó la letra, se interrumpió y pidió disculpas por lo que se antojaba la coronación de una cadena inagotable de equivocaciones. Sin embargo, tras reemprender el canto, el público aplaudió como si la actuación hubiera sido impecable y tal vez, a su manera, lo haya sido.

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Como en casi todos los casos, mi adolescencia fue la temporada en la que más errores he cometido. De vez en cuando, no obstante, tenía el tino suficiente para tomar una buena decisión: Patti Smith es una de ellas. La escuché por primera vez a los quince, cuando YouTube la puso entre mis sugerencias (¿le debo más a un algoritmo que a mí albedrío?), y durante varios meses sólo oí su música. Llegué a conocer sus letras a la perfección, de modo que, aunque ya haya olvidado muchos de ellos, algunos de sus versos a veces regresan. El día de su equivocación en Estocolmo pensé en uno: “My sins my own. They belong to me”.

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Cuando revisito mis obras preferidas encuentro en ellas un sinnúmero de virtudes que explican su lugar en mi estimación, pero estoy muy lejos de considerar a cualquiera de ellas perfecta, aunque a menudo lo afirme sin pensar. The Catcher in the Rye, una de las pocas novelas que logra moverme físicamente, por ejemplo, se desmorona en el último capítulo; el soneto “To my Brothers”, de Keats, destruye en un verso su atmósfera de insuperable intimidad con un comentario de chocante idealismo. Podría decir que a pesar de estos “defectos”, de estas “equivocaciones”, fui capaz de conectar con las obras, pero a veces me pregunto si no fue precisamente por ellos: el muchacho que leyó a Salinger terminó el libro decepcionado de que el narrador interrumpiera una escena tan bella como la del carrusel para aventarse unos comentarios sobre su internamiento en el hospital, acaso porque le sugería cuán súbito es el final de lo que nos conmueve, acaso porque lo dejó con la sensación de algo inconcluso. La razón no es relevante, creo que lo único digno de señalarse es la insatisfacción.

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El artista más que crear se dedica a renunciar. Una obra de arte no está nunca terminada porque el artífice es finito (“Esto es lo malo de no hacer imprimir las obras: que se va la vida en rehacerlas”, dijo Alfonso Reyes), de modo que el conjunto de sus trabajos no es sino el historial de sus fracasos y abandonos. ¿Por qué habría de alarmarnos un error en medio de un esfuerzo condenado desde el inicio? ¿No es la equivocación un gesto de congruencia?

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Dostoievski prometió escribir una segunda parte de los Karamazov, pero la muerte no se lo permitió. Lo mismo le pasó a Cervantes con su Galatea, cuya continuación todavía estaba entre sus planes al escribir el prólogo de su última inacabada novela. Hay que imaginarlos insatisfechos de sus propias obras para obstinarse en escribir una línea más, ya que la muerte se cernía tan segura sobre ellos. Si el arte es la distancia más corta entre dos personas (parafraseando a Ferlinghetti), una pieza repleta de imperfecciones, que sea evidencia de nuestra inexperiencia, de nuestros tropiezos, parece lo más natural. Una obra impecable es a menudo aburrida, quizá porque no buscamos monumentos a lo infinito, sino testimonios de lo perecedero.

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Disfruto más la versión de Patti Smith que cualquiera de Dylan.

Pintura “La enana doña Mercedes” de Ignacio Zuloaga

Escrito por:paginasalmon

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