De vez en cuando sigo revisando mi correo electrónico a la espera de algo más significativo que una notificación de alguna red social. Qué puedo decir, soy un hombre chapado a la antigua que fue forjado en un tiempo en el que la correspondencia con los amigos virtuales no estaba signada ni por la inmediatez ni por lo público. Creo no equivocarme si digo que antaño había un componente de secrecía y de imaginación. Sin la ubicuidad de los perfiles públicos y de la tentación de poner nuestra cara en un muro virtual como manera de comprobar que existimos y que somos algo concreto, debíamos imaginar la cara del otro mientras esperábamos que aceptara nuestra petición de mostrar una foto suya, una imagen que a veces por timidez nunca llegaba. Ese amigo era un muro de letras con una imagen tan vívida o vaga como sus capacidades descriptivas le permitieran. Si esa persona le decía a uno «tengo el pelo café y los ojos verdes» debíamos suponer que era cierto. No es que eso haya desaparecido. Asumo que aún sigue sucediendo, pero en mucha menor medida. O eso creo, porque la verdad sea dicha he perdido tanto el entusiasmo que sólo me queda hacer especulaciones basadas en mi experiencia de mediados de la primera década del milenio. Yo, que tan ávido era del género epistolar virtual, he procurado borrar mi presencia y ahora sólo me aparezco cada tanto para reiterar a mis pocos seguidores que he abandonado los estudios, la idea de conseguir un trabajo remunerado y reducido mi radio de acción a mi vecindario. Ah, la angustia contemporánea. Se me ocurre que podría protagonizar mi propia novela. La crónica sobre un sujeto sin perspectivas claras: una alegoría del absurdo de nuestro tiempo. Tal vez mi desaparición tanto del mundo real como el virtual sea parte de un gran proyecto literario o quizá sólo me quiero convencer de que así es.

Reviso mi correo y, tras sortear un mar de promociones, me doy cuenta de que la única correspondencia personal en mi bandeja de entrada proviene de mi jefa, una escritora más joven y con más talento para las descripciones que yo. Recuerdo que en alguna ocasión quise mostrarle el borrador de una novela, pero al final me ganó la vergüenza. En realidad, lejos de ser una carta privada, el correo en cuestión lleva por asunto «Siguiente número de la revista». Decidí, como siempre, esperar hasta la fecha límite para elegir un tema a desarrollar. Llegado el día impostergable, voy temprano a la librería, según yo en busca de ideas; tal vez hable de los clásicos o de las nuevas tendencias. Al entrar me encuentro con que ha llegado a la mesa de novedades un libro que estuve esperando por meses, La inmanencia, la novela ganadora del prestigioso Premio de Narrativa Hispánica 2XXX. Se trata de la historia de un hombre que, tras encerrarse en su habitación a raíz de su hartazgo con el mundo, sólo encuentra consuelo en ver pasar cada tarde a las colegialas que regresan de clases. En la contraportada se cita a un periodista que afirma: «Protagonizada por un hombre sin perspectivas claras que progresivamente renuncia a interactuar con sus semejantes, La inmanencia es una crónica desapasionada del sinsentido de nuestro tiempo».

Mientras sostengo el libro me pregunto si la memoria me engaña o si es que ya había leído algo similar antes. La novela ganadora del año pasado habla de un artista que, tras firmar un manifiesto político, deliberadamente echa por la borda su carrera y desaparece del mundo. El ganador del año antepasado narra la historia de un misántropo adicto al sexo que poco a poco pierde el interés en lo que lo rodea. La de dos años atrás es la de una inmigrante latinoamericana en Europa que, incapaz de integrarse a una sociedad que la rechaza, pasa horas viendo un cementerio y termina sus días recluida en su cuarto.

Esto es patético, me digo en voz baja, y mientras dejo el libro en la mesa pienso en lo deprimente que es que todos padezcamos de la misma pena. Contemplo dos posibles soluciones: una es arrojarme a las vías del metro, pero descarto la idea porque eso sería inconveniente para todos los que regresan a sus casas y yo no quiero incordiar a nadie; la otra es volver a mi habitación e iniciar lo que tenía pendiente. Sí, esta situación amerita una novela más, un relato de la desazón contemporánea que esté protagonizado por un hombre sin rumbo que, a su vez, es en sí mismo una alegoría de nuestro tiempo vacío. En cuanto al artículo para la revista, eso puede esperar.

Después de pasar una hora ante la página en blanco, sin teclear ni una sola palabra, hago lo de costumbre: aclarar mi mente en Internet. Al cabo de un tiempo reviso el blog de mi jefa. La última entrada lleva por título ¿Es chocante tu protagonista masculino? En la sección de comentarios alguien se queja amargamente de un tropo demasiado recurrente en la narrativa actual: el hombre-isla, aquel que «lleva una existencia solitaria en extremo. No tiene familia ni amigos ni siquiera aficiones. Son personajes que cuando llegan a su oscura y solitaria casa se toman una copa y se van a dormir. Con esa vida acaban siendo tan humanos como el coche que conducen». Mi jefa le da la razón y anota: «Lo chocante en sí no es la soledad, sino el vacío». Respuestas más adelante se preguntan el porqué de esta situación. ¿En serio los lectores piden a gritos la inclusión de esos personajes en novelas no sólo existenciales o absurdistas, sino también en las de misterio o en las de fantasía?

Al pensar en La inmanencia y en las novelas que la precedieron, todas ellas protagonizadas por el Señor Isla, se me ocurre que, si no son los lectores los que exigen esta clase de personajes, entonces deben ser los críticos quienes lo hacen. Pero esta idea es muy cínica. Aun si aceptamos que muchos libelos han sido escritos con el propósito de agradar a los encumbrados, no es posible que sea este siempre el caso. También existen los incautos y honestos que se han sentido seducidos por el canto de sirena de Señor Isla. ¿Cómo se explica que de un tiempo a la fecha tantos escritores reutilicen con semejante persistencia este arquetipo?

Ante la falta de certeza lo más sencillo es remontarse a los libros que inauguraron una manera de contar historias y, junto con ellas, de concebir personajes y el modo en que estos se posicionan ante sus circunstancias particulares y los predicamentos del mundo. Porque bien se sabe que los libros no nacen del éter, sino que llevan sembradas las semillas de lecturas anteriores que han sido determinantes en la experiencia de los autores; queda claro que nada nos salvará de la replicación de modelos.

Aventuro una hipótesis: la culpa es de Meursault, el hombre que fue incapaz de sentir la pena y el remordimiento que toda persona de buen corazón debería experimentar al asistir al funeral de su madre o tras matar a un hombre. Meursault, además de ser una persona abatida por la apatía y la indiferencia, que se halla en el centro de uno de las novelas con mayor impacto en la literatura del siglo xx, fue concebido como un símbolo cuyo fin era sintetizar el pensamiento de Albert Camus. Así es como mediante las acciones que Meursault emprende en el relato, caracterizadas por un progresivo apartamiento de los códigos de la hipócrita sociedad francesa, se ponen de relieve las preocupaciones de la filosofía del absurdo.

No pretendo que esta explicación tenga sentido, pero es que, en esencia, todas las acciones parten de su falta de significado: tal parece que la vida en sí misma carece de propósito, y si esto es así vale preguntarse dónde quedan la verdad, los valores y la búsqueda de los mismos. Meursault y los dos hombres que en la obra de Samuel Beckett aguardan en vano a un tal Godot representan estos predicamentos. Pero no se crea que con la ficción del absurdo se volvía al nihilismo más vulgar, propio de un desarrollo intelectual en fase adolescente en el que para responder a todas las dudas bastaba declarar que lo único absoluto es la falta de sentido y que no había nada que hacer al respecto. Por el contrario, la filosofía del absurdo postulaba que era necesario enfrentar la incertidumbre, puesto que no sucumbir al vacío es la rebelión máxima. Claro que para llegar a esa conclusión el escritor debió desnudar a un hombre y dejar expuesto su agobio. El extranjero no fue una invitación para que, como Meursault, aceptáramos sin sobresaltos la guillotina.

¿No les bastaba a los escritores crear obras amenas? En lo que toca a la creación de personajes, podríamos preguntarnos por qué enturbiar un libro con un hombre que parece no hacer mas que hundirse en la apatía y la inmovilidad. ¿No debería haber crecimiento o un elemento, por mínimo que sea, que nos sugiera la existencia de un ideal noble? Nada de eso. La figura de Meursault fue necesaria para llamar la atención de una sociedad desmoralizada que reconfiguraba su realidad a partir de los escombros de un siglo de atrocidades. Pero nada de esto es nuevo. Ya se sabe que a cada tiempo le corresponden sus obsesiones y tópicos y que los escritores prefieren indagar en las tragedias, ya sea porque éstas son más fructíferas en el campo de la creación de historias o porque nadie es inmune a la angustia. Una angustia que, vale la pena recalcar, no debe ser entendida en términos melodramáticos.

Salvo por un puñado de aventureros dentro de la especie, el ser humano no es una criatura que acepte sin reservas las transformaciones de su entorno. Tan pronto estas llegan, sobre todo si lo hacen intempestivamente, aparecen las reservas, las dudas, el rechazo, la sorpresa, la prudencia, el entusiasmo y también la apatía. El hombre, como en una habitación a oscuras a la que ha entrado por primera vez, avanza a tientas por la nueva realidad que se le presenta. Y si a lo que aspira la alta literatura es a narrar la experiencia humana, la aparición de obras como El extranjero se vuelve necesaria. Mal harían los artistas si todos cerrasen los ojos, si nadie incomodara a lectores y críticos, si no hubiera obras y personajes que nos confronten a nuestra incertidumbre en lugar de reiterar nuestras certezas.

Pero debo ser sincero: esta digresión es también una idea al vuelo, un simple corolario de una posibilidad. La verdad es que no estoy seguro de que la plaga de los hombres-isla se remonte a El extranjero. Más bien creo estar siendo injusto con él, pero no puedo hacer nada al respecto porque eso es lo que siempre sucede con las obras seminales. Las novelas trascendentes no solo son su gloria, sino también el legado infame de quienes, en el futuro, no sabrán darle nuevos bríos a la tradición. Y lo peor: cargarle el muerto, otro más, a Meursault, es también suponer que todos esos escritores que replican el modelo del hombre-isla han leído a Camus y que si recurren a él es porque también quieren declarar cuál es su posición ante el mundo, cuando en realidad muchos acuden a ese arquetipo porque se han convencido de que tales personajes, oscuros y solitarios, son intrigantes, sugerentes y atractivos. Se basan, quizá, en una noción romántica o acaso plañidera que idealiza la nada, la vacuidad del personaje ante las normas del mundo. ¿No es esto válido?, ¿no es prueba de la inconformidad?, ¿no es una forma de rebelión? Podría serlo, pero es que estos escritores incorporan los elementos del vacío a su narrativa sin que haya una meditación de por medio. Suponen que sus lectores suspirarán por el personaje que se las da de outsider, porque ser un marginal o un gruñón, a la luz del entusiasmo de los otros, de la mayoría babosa, es seductor, sexy, cachondo. Una motivación pueril, onanista incluso, tan vana como la vida sin interés de Señor Isla.

En pleno desarraigo, después de echar un vistazo al panorama desolador de las letras contemporáneas, que se divide entre pretenciosos que leyeron mal a Camus y bobos que nunca lo hicieron, pienso que ni siquiera vale la pena ensayar explicaciones sofisticadas sobre este fenómeno y llego a la única conclusión posible: debo ser yo quien escriba la siguiente gran novela acerca de la angustia contemporánea. Estoy genuinamente entusiasmado, pero recuerdo que no tengo a nadie con quien compartir la emoción. Se me ocurre que la persona indicada para darme una opinión es mi jefa, porque, aunque no tenga con ella un lazo personal que trascienda nuestras obligaciones laborales, por lo menos siempre le ha dado el visto bueno a lo que escribo.

Las ideas fluyen como no lo hicieron en todo el día. Escribo más de dos mil palabras en las que expongo mis motivaciones —o más bien mi carencia de objetivos claros en esta vida, salvo el de escribir una metanovela acerca de mi carencia de objetivos claros en esta vida—, así como una posible explicación del porqué del estado aletargado en que se encuentra la literatura contemporánea en lo que se refiere a la creación de personajes. Horas más tarde me llega un correo electrónico y al ver el mensaje sin abrir casi siento que, luego de tantos años, he vuelto a establecer un nexo con una persona de verdad.

«Hola, K:

¿Y si mejor escribes un artículo al respecto? Te recuerdo que hoy es la fecha límite para presentar las propuestas para el siguiente número de la revista. Y, quién sabe, si te animas a desarrollar el tema, tal vez ayudes a que alguien desista de escribir, otra vez, una novela protagonizada por Señor Isla».

Su respuesta me deja con ganas de arrojarme a las vías del metro, pero no lo haré. No quiero incordiar a nadie. Como sea, ella tiene razón. Se me termina el tiempo para redactar mi propuesta editorial. En cuanto a mi novela sobre la angustia contemporánea, eso puede esperar.

Escrito por:paginasalmon

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