¿Qué es estar fuera? Lo “afuera” y lo “adentro” siempre están en referencia con un lugar: se está dentro o fuera de. El problema surge cuando se quiere saber cuál es ese lugar. No hay límites relativos; no se trata de estar dentro y al mismo tiempo desde otra perspectiva estar fuera. Al final siempre queda la pregunta sobre el primer y último lugar en el que se está (pertenencia ontológica), sobre el lugar que abarca a todos los demás. El límite que define a todos los demás es el de la finitud, el de la ex-sistencia; el del ser y el del no-ser. “Lo afuera” no puede ser más que un estar fuera ontológico.
Ya sea por la marca del pecado original o por ser seres arrojados a un mundo, desde aquello que se ha denominado “la Modernidad” ‒y que, queriéndolo o no, nos constituye (incluso el no quererlo ya es moderno)‒ el ser-humano se convirtió en un ser ex–sistente, etimológica y filosóficamente, en un ser que está fuera de su fundamento, pero destinado a encontrarlo y, mejor aún, a crearlo. El ser-humano se volvió humano en tanto que fue su propio fundamento; su dios. Y entiéndase aquí “creación”, no como una mera invención fantasiosa carente de toda verdad, sino como todo lo contrario, la producción de algo que no había antes y que por ello encuentra su verdad en el creador. Crear es hacer aparecer algo, hacer que sea por primera vez.
Lo que crea el hombre y lo hace humano es la creación de sentido, la producción de un mundo inteligible; de modo que decir “mundo humano” es tautológico, pues todo mundo es humano, y todo lo humano se define por con-formar un mundo, por ser historia. El fundamento que el hombre se creó fue la historia. Ser histórico es estar adentro y no afuera, o, más bien, hacer del afuera el adentro. La no-pertenencia como el modo auténtico de pertenecer. El hombre está destinado a habitar el espacio que en un principio se le presenta como extraño, a apropiárselo. El primer extraño para nosotros es el mundo, y en esta medida, el primer (y quizá el único) otro con el que nos topamos, somos nosotros mismos. Crear un mundo se trata de libertad, del impulso libre de ser. El problema de la historia es el de la libertad.
Para Hegel (de quien se dice es la consciencia de la Modernidad), esa libertad se ex-presa en el arte, en la religión y en la filosofía. La creación de las obras de arte, de las religiones y de las filosofías son las formas que tiene el hombre para hacer propio el mundo, para ser histórico. Y puede decirse lo que quiera, pero ¿acaso no seguimos considerando a la Capilla Sixtina y no a la fabricación de una silla, como una de las grandes creaciones de la humanidad?
La filosofía de Hegel es un intento por pensar el origen (no el inicio) de todas las cosas: del hombre y de la ex-sistencia. Para él, esa raíz primera por la que surgió todo lo que es y puede ser es la razón que se sabe a sí misma como razón, es decir, la idea. Pero no la razón de un hombre particular, sino la razón encarnada en el hombre que, en tanto tal, se vuelve espíritu.
La historia sólo se crea cuando el hombre es consciente de que puede hacerla; no se puede ser libre si no se sabe que se es libre. El hombre libre, el hombre consciente de su racionalidad constituyente, es espíritu.
La historia, entonces, es la espiritualización de la naturaleza, de eso otro que se presenta ante el hombre y que en un primer momento lo somete, se le impone como la ley superior y necesaria. Sin embargo, para Hegel lo más propio del espíritu es la libertad, esa libertad de la metafísica moderna por la que el hombre, como espíritu, se eleva sobre su finitud y se vuelve trascendental. El extrañamiento, el sentirse ajeno a todo y a sí mismo, es lo que despierta su impulso de libertad, quiere ser libre liberándose del yugo de la naturaleza. Es así como una cueva deja de ser una formación natural para ser un refugio para el hombre, e incluso, el lugar donde puede habitar el arte.
Sin embargo, la historicidad del hombre no consiste en sólo crear un mundo, sino en saber que lo creó, en saber-se como su fundamento. Para ser históricos hay que saberse como tales; para ser libres hay que saber que se es libre, que se puede serlo. La historia, entonces, es del modo en que el hombre se sabe como espíritu; es la historia de cómo conocemos el mundo y, en esta medida, de cómo nos conocemos a nosotros mismos.
Esto puede entenderse, sin intención de llegar a una trivialización, como el efecto “rebote” que sucede cuando se pone una persona frente a un espejo. El hombre se refleja en lo que crea, es decir, se objetiva (se hace objeto). Al momento de reflejarse, el reflejo se regresa hacia lo reflejado, hacia quien se reflejó: el hombre sabe que es él el que aparece al otro lado del espejo, él es la imagen reflejada. A esto, y no al esoterismo raro con el que se le ha querido identificar, es a lo que se refiere la filosofía especulativa.
Este saber de sí mismo del espíritu no es inmediato: es un proceso en el que primero se intuye como libre, después reflexiona sobre su libertad y finalmente la piensa conceptualmente. Y, dado que cada una de estas formas es un modo de hacer mundo, el que corresponde al arte, es la intuición. El artista es aquél que puede lograr hacer que su intuición de la verdad humana se traduzca en la creación de una pieza musical, en el levantamiento de un edificio, o en la realización de una pintura o escultura. Y del mismo modo en que en una obra lo que se presenta es la sensibilidad del artista, lo que ésta nos transmite es sensible, o al menos hasta el arte moderno y contemporáneo, que más que llevarnos al arrobo, nos lleva a un ejercicio intelectual; las obras ya no se agotan en la sensibilidad, sino que necesitan ser interpretadas conceptualmente para poder ser entendidas.
La forma en que la verdad del hombre se presenta en el arte es la belleza. Para Hegel todo arte es por definición bello, no puede haber un objeto feo que pueda ser considerado arte; asimismo, la belleza no puede ser más que artística, es decir, espiritual. No hay belleza natural, lo bello sólo es una configuración del espíritu, y al ser espiritual es una manifestación de su libertad.
La forma en que esa libertad se hace presente en la obra de arte es como apariencia. Aquí no debe entenderse como ilusión o mentira, como lo falso queriendo pasar por verdadero, la historia de los usos de esta palabra en español la ha cargado con este significado, sin embargo, a lo que se refiere Hegel es prácticamente a lo opuesto, la presentación de algo, en este caso, de la verdad. La apariencia es la creación de figura. Lo que se con-figura es la idea que se intuye. Lo que está en una obra de arte no es lo empírico, la realidad cotidiana, ni mucho menos la realidad natural. Cuando se hace una pieza musical, a lo que se le da figura es al sonido que empíricamente escuchamos, al sonido natural. Cuando se crea una escultura, lo que vemos no es exactamente al modelo que fue el punto de partida para ella, tampoco al metal, a la madera, al mármol o a la piedra como son naturalmente, sino que los vemos transformados en otra cosa, los vemos bajo la forma bella que le ha dado el espíritu.
Ahora bien, si esto es el arte, la estética es el modo filosófico con el que se conoce esa intuición, es el concepto de lo bello. Otra cosa es lo que ha sucedido en las obras contemporáneas en las que el arte se ha convertido en lo mismo que la estética, hasta el punto de que es precisamente el discurso filosófico, y en muchos casos, filosofoide, lo que le da el estatuto de artístico a un objeto. Esto hace que nos volvamos no más inteligentes, sino menos sensibles, que dejemos de intuir para sólo creer que pensamos, pues un pensamiento que quiere construirse sin intuición no es pensamiento. Esto hace que olvidemos el sentido que el arte tiene en la constitución de lo que somos.
El arte trans-forma el mundo, lo crea. El problema del arte es el de la creación del mundo, el de cómo nos apropiamos de lo extraño, cómo somos otros y nosotros mismos. El problema del arte es el de la ex-sistencia, pues no es más que una forma de estar fuera, de ex-sistir.
En tanto que el arte lleva a tener conciencia histórica, lleva a salir de la prosa del mundo, como la llama Hegel. Tener conciencia es salir. Uno no se da cuenta de que actúa mientras actúa, se tiene que dejar de actuar para ser consciente de ello. Tomar distancia para ver lo que se está haciendo, para mirar-se mirando.
Al final es el espíritu el que se hace mundo; se ve como otro al desdoblarse y se recoge al intuirse en el arte y al pensarse en la estética. El punto es que el arte nunca nos mantiene en la inercia del mundo, el arte nos saca porque nos hace ser conscientes de él, no puede ser inercia porque es verdad.
Sé que para nosotros, para el horizonte de sentido que nos sustenta, percibir, y ya no se diga pensar, sentir, o experimentar de este modo el arte de nuestro tiempo, nos resulta difícil de siquiera concebir. ¿Cómo pensar que el Oroxxo de Gabriel Orozco esté diciendo algo de la verdad de la existencia? Estamos, o intentamos estar, en un mundo en el que el arte se ha degradado hasta ser visto como un chiste sin humor. No estoy diciendo que todo el arte contemporáneo sea un chiste, sino todo lo contrario, pues en un mundo en el que lo más fácil es creer que el arte es inexistente, lo que se presenta no es la simple afirmación sin reflexión, sino la urgencia de pensar por qué sigue habiendo arte.
Quizá parecerá banal hacerlo desde la metafísica de Hegel que piensa el sentido del hombre en el mundo, cuando lo que se muestra a diario es todo lo opuesto, la ausencia de una dirección hacia la cual dirigirnos. Pero si se cree que dejando de gastar palabras en hablar del sentido de lo humano y empezando a decir algo sobre su autodestrucción es como ésta realmente se puede evitar, lo que se está haciendo es intensificarla. Tapar nuestros ojos y oídos, y más aún tapar nuestro pensamiento, no hace desaparecer las cosas, hace que sólo las dejemos de ver. Pensándolas, y no dejando de hablar de ellas, es como se puede hacerles frente, lo otro es evadirlas. Olvidarnos es otra forma de destruirnos, y quizá la más eficaz. Críticas que surgen no del pensamiento de las cosas, sino de nuestros prejuicios, es justo lo que no necesitamos. ¿Cómo creemos cambiar al mundo si no nos atrevemos a pensarlo? ¿Es en la crisis del humanismo cuando creemos que no sólo es una opción, sino que es la mejor opción, dejar de pensar al humano?
Ser disidente no es más que ser uno mismo, volver, ser humanos e históricos: ser disidente es ex-sistir.
Fotografía por Brand Silva