Las nueve de la mañana, como no podía ser de otra manera, y la alborotada luz del sol, tan particularmente transparente a esa hora, que me suele despertar a lengüetazos. Caía de mí en un territorio de paz, tardé algunos segundos en reconocer que me había entregado a la tregua justo antes, momentos antes, de que se despertara mi cabeza. Me desperecé los ojos y ya andaba sonriendo, esa sensación que me agarra por todas partes cuando una emoción fuerte me invade es una piel de gallina amenazándote cada lobulito de cada vello, una ola eléctrica que no te abandona, sino que te atraviesa y sigue independiente por el suelo al dejar tus pies.
Resumen: me desperté, abrí los ojos, consciencia de hora y luz, pies-cosquillas. Falta algo, sin embargo, en este cuadro tan poco preciso. Falta la situación, falta el lugar, los alrededores, los personajes, faltan las causas y las consecuencias; en definitiva, faltan mis omisiones voluntarias (me lo digo siempre, la narrativa no es lo mío). Falta y omito, falta y acierto en esta censura porque largar así la explicación sería muy fácil, y este texto se urde en digresiones precisamente porque me tomó meses, digo años, llegar a un fin de cuentas satisfactorio. Desde que la vi, acurrucada al lado mío, bañada en ese oro de la mañana, contrastando su silueta con el fondo de una ciudad que parece postal desde el octavo, desde que la vi y el aterciopelado recuerdo de su cuerpo contra el mío, desde que la vi y los puchos y los corpiños las remeras la ropa abundante desperdigándose como mutilación de pétalos en todo el piso del departamento, desde que la vi y vi la noche, desde que la vi y me bastó un instante para recorrer su cuerpo mientras paralelamente mi historia, mi identidad, mi vida, se desplomaban casi derrumbadas casi anonadadas casi rogando de rodillas, de frente a una nueva conquista de la verdad.
Nadie me quitará ese horizonte tan nítido de certeza que se me regala de cuando en cuando. Paso la vida o la vida me transcurre deshaciendo y armando a gusto y a piacere, al margen de mí o desde una perspectiva poco incluyente. Merodeo por los límites de lo aceptable en una vida, o sea en un tiempo que me supera en anchura, en grosor y en fuerzas. La camino tratando de convencerme del azar y la oportunidad, también de las señales y la receptividad, de la autosuperación, el amor, la responsabilidad y otras pendejadas. La camino y ella indefectiblemente va tres casilleros por delante encumbrando las cuestas y anegando las llanuras, poniéndome miguitas en senderos contradictorios, subrayando la inutilidad de mis categorías o mi teorización de la memoria y las relaciones humanas. Sin embargo, hay un matiz en ese embrollo de descontrol y autoflagelo: son estas instancias de verdad las que me consumen completamente como el Fénix y me escupen renovada de nuevo al juego. Fueron libros, canciones, palabras, flores, conversaciones, vislumbres, destellos de imágenes de ensueño en la casualidad de las calles, fueron pies cansados o manos vueltas hacia sí, fue la concientización, un cerrar de ojos, un ataque en medio de la nada, un cielo o una sonrisa, las nubes como coletazos de aviones, o el mar. Todo eso y multitud más. Pero ella. Pero ella. Ella, y no él. Pero ella, mujer ineluctablemente, profanamente hermosa. Pero ella.
La observé un rato, yo misma me miré tratando de encontrarme en este novísimo aunque previsible caos que se abría como una grieta entre yo y el resto de mis yoes dubitativos. La observé y necesité de su existencia para saberme real. Así que con los ojos cerrados la fui despertando, imperceptibles mis yemas inquietas me la iban revelando a los sentidos, iban satisfaciendo mis ansias portentosas de unicidad y aceptación. Despacio una mejilla, una nariz, un cuello largo se amontaban en una espera inimaginable, partes inconexas del sistema humano, una red de cuerpos significantes sólo en relación a lo que los rodea. Se acumulaban unos brazos cubiertos de pelitos rubios, un ombligo infantil coronado por dos tetas nada infantiles, una cadera redondeada: todo surgía del desorden, de esa complementariedad que se alcanza en el refugio contiguo y compartido de la desorientación. Al momento de sus mechones castaños ya toda ella tomaba muy de a poquito el color de la vigilia. Primer gesto: un bostezo. Abrir también ella sus ojos, quizás también la consciencia de la hora encontrada por la luz y el rayo que se le transformó en risa y la dejó estaqueada en el colchón tibio de mis recuerdos felices.
Nos encontramos diferentes, la metamorfosis –según nuestros cálculos‒ había sucedido al amanecer en algún punto del sueño insuficiente que (no lo sabíamos) presidiría nuestra despedida antes de lo planeado, la despedida final que era una bienvenida al otro lado. Éramos nosotras, enfrentándonos a la otra, diciéndonos que cómo, que qué, que cuándo, que ella ella ella ella y por siempre y jamás él, nunca más él, nunca más la masculinidad atosigante agarrándonos de los brazos, aferrándose a la vulnerabilidad. Nos hablamos en algún registro que identifiqué dentro del espectro de la ternura, sin justificaciones, sin pretensiones. Hablar para justificar esa intromisión inesperada de cuerpos que permitimos a la noche. Cuando lo sentimos, es decir, cuando estuvimos listas para dejar ese gran útero en forma de cama, nos paramos. Nos besamos sin decir nada (ahora el silencio el silencio momento momento es tiempo de asumir no de encubrir) y fuimos directo al baño a estrujarnos el sudor, la sangre, los prejuicios, el deseo.
Preterición / quise pero no funcionó / no obstante / fue el barco o portal o tapete de bienvenida hacia mis otros lados / la llama incendiaria la fogata / el bautismo de mi curiosidad desde hacía tiempo estancada /
Imagen tomada de Huffpost
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