El Museion, espacio consagrado a las musas, fue la semilla de nuestros modernos recintos de exhibición. Acaso ya profanos, podemos pensar el museo sin necesidad de recurrir a relaciones religiosas o afectivas, sino sólo como un espacio particular dedicado a la gestión de objetos; cierta clase de objetos, claro está, que en principio condicionan las posibilidades de su tratamiento. Alrededor de esta tarea primordial, como consecuencia, ese espacio será también el creador de una larga serie de fenómenos culturales que tenderán a conformar su identidad, siempre de la mano de su colección. De acuerdo con esto, cada espacio museístico —porque no todos tienen que llamarse forzosamente “Museo…”―  tiene un programa de exhibición, educación y difusión adecuado a cierta línea; cada exposición la refuerza, por más distinta que sea de las demás y por más variaciones que realice. De ahí también la gama de nombres que los complementan: de Arte Moderno, Contemporáneo, Antiguo, Arqueológico, etc. Pero ¿qué pasa cuando una de las categorías con las que los hemos definido es violentada de alguna manera?

Hace unas semanas, por ejemplo, fue inaugurada la exposición “Por los siglos de los siglos” en el Museo Nacional de Arte. Las obras de las muestras permanentes del recinto buscan ser puestas en diálogo con piezas de Bosco Sodi a partir de sus características materiales. Esta “exploración matérica”, como indica el subtítulo, nos puede ayudar a problematizar ideas con las que comprendemos un museo. La exhibición pretende invitar al público a acudir a esas salas que nos presentan la identidad del espacio a través de su colección. Sin embargo, la cuestión principal aparece de inmediato cuando un museo de arte moderno —con una mayoría de piezas del siglo XIX― se ocupa de un artista contemporáneo como agente principal del discurso que nos ofrece. Si bien es relativamente frecuente encontrar piezas contemporáneas en exposiciones de corte histórico o temático, en este caso ocurre, por el contrario, un acercamiento poco usual: el material. La idea, en principio, es consistente y parecería resolver el conflicto de la realización de este tipo de muestras comparativas en las que hay décadas y siglos de distancia sin mediación. A pesar de esto y de los aciertos que podemos encontrar en algunas salas, las relaciones con frecuencia parecen forzadas y el trabajo de Sodi poco analizado en sí mismo. Por esto es que la exposición ha sido ya criticada, pero creo que hay también otras razones, quizá no tan evidentes.

Si dejamos a un lado la curaduría, que no fue realizada como en otros casos por alguien invitado que fuera especialista en arte contemporáneo ni en conjunto, me parece que uno de los motivos principales por los que esta exposición no ha sido bien recibida por parte de algunos medios, aunque no sean tan claros al respecto, es que se trata de un cuestionamiento a la identidad del recinto. El Munal es sin duda uno de los más importantes referentes del resguardo y exhibición del arte nacional y, más específicamente, del virreinal ―como podemos ver en otras de sus exposiciones presentes y pasadas: “Melancolía”, “Yo el Rey”; y, por supuesto, en las permanentes—. Parece haber una reticencia hacia estos intentos de usar el espacio como plataforma para conceptos distintos y, más aún, para compararlos con los que lo definen. El museo es comprendido así como espacio unívoco de gestión en el que la heterogeneidad pone en duda sus fines. Y esto no ocurre sólo con las muestras. Hace unos meses, una polémica aún más aguda lo demostró cuando una carta de intelectuales y seguidores quiso, y en buena parte consiguió, impedir la realización de un evento público de baile en el interior del edificio.

Esto último y el caso de Sodi son sólo ejemplos y no pretendo defenderlo ni entrar en detalles de lo que en mi opinión fue erróneo. Mi interés está en el síntoma que me parece que ambas cosas nos revelan. El museo, vemos, no ha perdido nunca el carácter que lo vincula con el del espacio aurático por excelencia: el templo; aunque esto pueda ser mal comprendido. Como hace poco en el caso de Jill Magid y como en todas las crisis, el afecto cultural y la sacralidad, si bien en otro sentido, vuelven a hacer su aparición o, mejor dicho, de nuevo muestran que nunca dejan de estar presentes en nuestros juicios acerca del arte.

Al inició anoté que un museo gestiona objetos; estos objetos lo definen y condicionan su manera de hacerlo; ambas cosas identifican el espacio y le otorgan una identidad que se fortalece con cada exposición y que en ocasiones se cuestiona a sí misma, aunque intente precisamente lo contrario. Esto, si queremos verlo así, y no el vínculo religioso de la antigüedad, es lo que le da al museo contemporáneo el carácter de Museion. La pregunta es si nosotros, espectadores y partícipes de este fenómeno, podemos notar esto y valorar una exposición conscientes de ello.

Imagen tomada de Louvre

Escrito por:paginasalmon

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