Frente a lo desconocido la mirada atisba, vislumbra, palpa los bordes. Con ello se disparan un sinfín de relaciones; zanjas que se apresuran a encauzar lo que se observa para llegar a la raíz, acarreando indicios de todo lo ya visto. Después de las conjeturas está la claridad: el vocablo acuñado, la clasificación del fenómeno, el final del cuento o la novela, el reconocimiento. En otras palabras, el encuentro con el signo que sosiega y se enlaza sin ambages a la cadena de significados. Este proceso, en apariencia tan ágil, condiciona por completo nuestro entendimiento de la realidad. Basta pensar en la concepción del tiempo como una colección de instantes que se conectan causalmente, una línea en la que incluso el azar respeta una especie de orden. De la misma manera, la experiencia espacial tiende a representarse a través de nociones de interior y exterior, partida y destino. En la operación discursiva, el mensaje halla en un receptor su punto de reposo. La estructuración de las sociedades, naciones e instituciones automáticamente deriva en roles y funciones prefiguradas. En el mundo de la estasis, es difícil notar aquel flujo conjetural en el que se desdoblan, incalculables, todas las posibilidades de conocimiento; sin embargo, hay vibraciones que apuntan a su presencia: en la sociedad sedentaria irrumpe el movimiento migratorio; en el lenguaje, el poema.
El poema lírico se sitúa en los límites del lenguaje: construido a partir de palabras, busca decir más que ellas. Como el nómada que en su movimiento y cruce desvela la estructura interna de las sociedades, el poema, en su fuga del sentido, transparenta la parte heterogénea que no alcanza a pasar por la conciencia lingüística. El ritmo, la repetición, los patrones, las afecciones: todas estas características integradoras de la realidad confluyen dentro de él. El problema de su estudio es ahora más que evidente: ¿cómo hablar de aquello en lo que estamos inmersos? ¿cómo delimitar aquello que desborda los límites? Queda claro que la esencia de la poesía lírica jamás será aprehensible, pero la exploración de sus límites puede derivar en una crítica permanente sobre la forma en que conocemos y ordenamos el mundo.
En The Figure of the Migrant, Thomas Nail reconoce la imposibilidad de comprender el movimiento migratorio sin cuestionar el artificio que crea y reproduce fronteras: la concepción espaciotemporal de las sociedades. En su lugar, propone un análisis kinopolítico del flujo migrante, en el que el movimiento prima y la estabilidad es ilusoria. Para hablar del poema lírico, igualmente esquivo, Stephen Reckert y Giorgio Agamben trabajan aparatos teóricos que escapan a la metodología tradicional. En Más allá de las neblinas de noviembre, Reckert busca concomitancias entre la producción poética de tradiciones separadas tanto geográfica como temporalmente, enfrentándose a la percepción teleológica de la historia que paraliza varios de los estudios acerca del tema. Así, al hablar del límite, este autor “equipara fines con principios”, convierte los callejones sin salida en umbrales. Por su parte Agamben, en The End of the Poem, trata los problemas que incumben a la lírica partiendo del silencio. La poesía “vive solamente en la tensión y la diferencia (y de ahí la interferencia) entre el sonido y el sentido, entre la esfera semiótica y la esfera semántica”. (109) Es posible apreciar cómo estas reflexiones se decantan en una comprensión profunda de lo liminar: ambos autores concluyen que la poesía lírica no tiene un principio ni un fin, sino que su enunciación se ubica en un constante devenir frontera, que se expresa mediante lo que Agamben llama “una caída hacia el silencio” y Reckert nombra “hiato”.
Bárbaro expulsado de la polis, vagabundo al margen, la lírica sólo se asoma en la excepción. Por ende, la pregunta pertinente es: ¿qué no es el poema? Para Agamben, la característica definitoria del mismo es lo que lo opone a la prosa: la posibilidad del encabalgamiento. El hecho de que un verso pueda terminar sin haber completado su significado explicita la tensión nunca resuelta entre la intensidad semiótica y la intensidad semántica del lenguaje. Al dislocar el sonido del sentido, el poema, más allá de transmitir un mensaje, se comunica a sí mismo. Jamás llega a su fin, pues el juego sonoro que protagoniza el ritmo se sitúa en la posibilidad de la pausa. No hay sonido sin silencio, y el poema se queda suspendido en esa caída que, como asíntota, se acerca a la muerte sin entregársele por completo. Es a un tiempo primera bocanada y eterno estertor.
Cabe ahora preguntarnos: si uno de los límites del poema se halla en su oposición con la prosa, ¿qué sucede con la poesía que toma esta forma? Observemos el siguiente fragmento de un poema de Minerva Reynosa:
en la segunda planta dentro la cama el problema con mi ex enamorado debería ser sagrado yo pienso en ti con risas estrambóticas al final con el presente de un tiempo juntos yo pienso lloro sobre el suelo en la cocina calentura en los planetas jamaica españa ampliación geográfica para pensar montaña yo pienso ruego de dios cómo estaríamos ahora nos gustaría el sillón los labios el pasaporte entonces los amantes otros a escondidas […] yo lloro queloide […] yo anónima de boca ánima a lado de mi ex enamorado sin poder yo disfrutar la mina absuelta de miembro colorado adulterada […] en partes bipartita exfoliando la matriz sin cuello la matriz sin hijos la matriz bruñida en golpes aterida alterada […] y yo pienso en ti sin grito ni can ni sol sin menstruar ya
Aunque la forma de este poema no se aproxima a la de los ejemplos con los que argumenta Agamben, es posible notar una nueva manera de desplazar el sentido a nivel sintáctico. La elisión del artículo “de” (por ejemplo, en la primera línea que subrayo), o de cualquier signo de puntuación que pudiese conectar las palabras (como los dos puntos), genera ambigüedad en el sentido: “dentro” simultáneamente refiere a la “planta” y a “la cama”. Las palabras encadenadas quedan paradójicamente más libres, susceptibles a muchos significados. Temáticamente, el poema se sitúa en lo liminar, ya que la voz lírica busca marcar el límite entre su Yo y aquello que supuestamente la define. La adjetivación y el ritmo exudan el dolor agudo de la separación, de la fragmentación impuesta a los órganos femeninos por el acto sexual, como se ve en las últimas líneas que subrayo. En su búsqueda, la voz lírica no halla más que pedazos, pues las partes que la hacen significar como mujer al mismo tiempo la objetivan y la alejan de sí. La imagen en que se encarna con mayor claridad esta idea es la del tejido palpitante después de la mutilación: yo lloro queloide.
Detrás de ese yo, ¿quién habla? ¿La voz lírica, Reynosa, la persona que lo lee en voz alta? El problema de la enunciación en la lírica es otro de los límites que explora Agamben. El poema, como constante fluir, no es individualizante. Aunque su mensaje se transmite mediante signos lingüísticos, no se compone exclusivamente de ellos. Su verdadero motor es la subjetividad afectiva del cuerpo, los ruidos, el ritmo, las imágenes, es decir, las semióticas asignificantes. Éstas son “avivadas por los afectos, y dan lugar a relaciones difícilmente asignables a un sujeto, a un yo, a un individuo […] desbordan los límites dentro de los cuales el lenguaje querría encerrarlos y reducirlos”. (Párr 6) La posición que ocupan dentro del poema es análoga a la que ocupa el migrante en la sociedad: figuras sin identidad ni especificidad, vectores, intensidades que se dibujan en su trayectoria. El Yo de la lírica se inclina por las multiplicidades que abarcan tanto la experiencia individual como la colectiva, siempre en tensión, siempre simultáneas: “uno nunca está completamente incluido o excluido sino siempre inclusivamente excluido o exclusivamente incluido: híbrido. El movimiento [el poema], como un flujo continuo, siempre es ambos/y: una disyunción inclusiva”. (26)
Volvamos a la noción de “umbral” en Reckert, que a mi parecer apunta directamente a la experiencia colectiva del poema. Para ilustrar, un fragmento de “Legado”, del poeta cubano José Kozer:
efímera
constelación
a mis dos hijas
lego: […]
mas no
desesperéis
que os dejo […]
la risa y
de este
judío […]
un par
de pesos.
Es notable el encabalgamiento que separa los versos en frases de a lo máximo tres palabras. Tal agilidad dirige visiblemente la lectura hacia la disyuntiva entre el sonido y el sentido, realzando de esta manera su relación: cada palabra es tan significativa como para ameritar su propio verso. Con respecto a lo temático estamos ante otro poema liminar, que esta vez se ubica en el límite entre la vida y la muerte con ánimo de conciliación. La voz lírica, en el discurrir que asemeja un listado, reconoce que el legado material que le otorga significado en el mundo es de tan poco valor como la duración de su existencia. Con ello, asume su transitoriedad. Podemos notar la presencia de un concepto de vida simbólica, alejada del ámbito individual, que percibe el nacer y el morir como un “mero accidente temporal en el fluir colectivo”. (173) Más allá de su fin en el silencio, el poema pervive en el legado de las vibraciones afectivas que impregnan de forma atemporal la experiencia humana.
Los componentes asignificantes que hemos mencionado no son únicos a la expresión poética; éstos “juegan un papel fundamental en el proceso de subjetivación […] resultado de la acción de una multiplicidad de elementos discursivos y no discursivos, lingüísticos y éticos, sociales y políticos”. (Párr 60) Tanto Franco Berardi “Bifo” como Lazzarato concuerdan en que el control de estos procesos es el mecanismo fundamental de crecimiento y legitimación de las sociedades neoliberales. El poder que nos somete no tiene núcleo, es un despliegue intangible de intensidades que modulan las acciones del sujeto social: la información mediática, los movimientos bursátiles y la deuda. El sistema que atiza esta comercialización de signos se reviste engañosamente de coherencia, cuando en realidad separa, limita, aliena. El direccionamiento de los flujos de poder es lo que provoca, según Nail, la exclusión de ciertos grupos sociales de los centros de estasis (la ciudad, el hogar, las escuelas). El sistema legal requiere de la criminalización del vagabundo para legitimarse, mientras que el económico necesita el empobrecimiento del proletario. Ambas figuras son tan marginales como el migrante que cruza la frontera y se topa con muros, oficinas de detención y deportación. Ninguna de estas condiciones es específica a ciertas personas: todos somos exiliados potenciales. Poco a poco dejamos de existir corporalmente para ser indexados como empleados, criminales, víctimas, apátridas.
¿Qué hace el poema, paria por excelencia, para pervivir en un contexto así? En primer lugar, reescribe documentos, tratados, leyes y se apropia de ellos. Basta pensar en Anti-Humboldt de Hugo García Manríquez, poema bilingüe que resalta ciertas palabras del Tratado de Libre Comercio para conformarse, revelando el material realmente intangible de las fronteras: disyunción revestida de unión. En segundo lugar, el poema que migra también recupera la potencia de acción que horada muros y resomatiza la experiencia humana. Su lucha no es solo la del libre fluir, sino también la de la autonomía, el regreso a la casa y el cuerpo.
Es gratuito pensar por un lado en la voz
y por otro en sus materiales
Los materiales contienen la figura humana
y ella, en su historia, los contiene a todos.
En los versos anteriores, García Manríquez expone la unión entre la materia y la voz, el cuerpo y la mente. Es una manera de combatir la desazón que menciona Sergio Villalobos Ruminott en Soberanías en suspenso, esa angustia de no saber cómo vamos a salir de dónde estamos cuando los límites que quisiéramos convertir en umbrales son más difíciles de asir. En su materialidad, el poema ejerce una fuerza pedética, poder móvil que permite a sus portadores detenerse, quedarse y resistir. Hablamos de la misma fuerza que alimenta la protesta política, la ocupación, la huelga de hambre, el mítin, el plantón, en fin, todo aquello que obstaculice el circuito del capital. Revisemos un poema de Se llaman nebulosas, de Maricela Guerrero:
Te clavas en el aire: parapente: hijo paracaidista: hijo okupa, te instalas inmediato, inminente, disuelves las fronteras: hijo mirante, hijo beduino, disapórico, colón audaz: hijo en translación, cuatrocientos hijos, nebulosas: animula, vagula, blandula.
Diáspora y ocupación. El poema migrante rehúye incluso al régimen del movimiento, sigue fiel a su mutabilidad. En su no coincidir con la meta comunicativa del lenguaje, presenciamos la creación de los vínculos de significación, atisbamos momentos de inmedible posibilidad. El poema migrante es el paracaidista que atraviesa mapa tras mapa trazado, en una caída incesante hacia un territorio cada vez más vasto. Y la fuga continúa.
Imagen tomada de The Atlantic