Para Paulina, con plumón permanente
Yo debí escribir ese poema. Espero hacerlo algún día.
José Watanabe
Tendría que regresar a la caverna.
Decir que, al fuego, de la oscuridad
brotaron de pronto los animales,
la mano en negativo del humano que dibujó en el techo de piedra,
guarecido, bisontes y caballos,
las flores que concertaban un círculo.
Trotaban los sonidos por sus huecos
donde habitaban unos monstruos escurridizos.
En el círculo había algo parecido a una escritura,
previo tal vez a la última glaciación.
Un intento de contener el mundo,
una constancia del tránsito
o de un rito del cual ya no queda memoria.
Aunque la caverna tenía un techo sospechosamente plano
—no, ni una estalactita tenía—
y su reino indómito de criaturas híbridas
invadía, en realidad, la mesa de la sala que no tenía mucho de cueva.
Los sonidos eran los zapatos aburridos de los adultos
y éramos tú y yo ese clan de pequeñas bestias color índigo,
las moradoras secretas y legítimas
con nuestra piel moteada,
miembros de una antigua especie casi extinta.
Porque el mundo era demasiado grande
y nuestro escondite demasiado nuestro,
nadie pudo haber sabido de la caverna.
Además, ¿quién podría alcanzarnos a cincuenta metros bajo tierra?
Pasaban los días como mamuts ligeros.
Cierta tarde mi padre vio una patita azul asomándose bajo de la mesa.
La jaló
y sobre la alfombra aparecí yo en mi forma humana
con una risa salvaje y cavernosa,
desaparecieron las manadas enteras y los fantasmas rojizos de las manos,
y de aquella cueva de las maravillas sólo quedó un círculo pintado
como un asteroide abandonado, inmóvil,
con algunas flores mal hechas alrededor,
que ahora decía en lengua vulgar
con tres letras chuecas tu nombre.
Como pensaron que habías sido tú, te mandaron a tu cuarto
condenada a no volver a ser bestia rampante bajo un cielo inventado.
Yo, abandonado, inmóvil, me quedé en la sala,
aunque pude decir que había sido yo y no tú
quien había trazado con plumón tu nombre,
y que el plumón que me había robado era tiza de chamán
con el que los animales corrían en desbandada por el techo
al sólo nombrarlos.
Quizá seguí hablando en nuestro lenguaje silvestre
y no entendieron.
Quizá sólo tenía alrededor de cuatro años y no hicieron caso
porque mis padres no habían visto como nosotros
ningún animal correr sobre la alfombra.
O simplemente no quise delatarme
y me salí a la calle en ese momento
a jugar sin culpa con otros cachorros humanos.
Aunque pasó el tiempo con sus dientes de sable
y mis padres vendieron hace muchos años esa sala,
algunas veces me pregunto
por qué planté unas flores en un asteroide con tu nombre.
¿Era mi bendición de chamán?
¿Una marca de nuestro paso por el vasto territorio
de la sala?
¿Acaso quería vengarme secretamente y meterte en líos?
¿O era entonces,
para no desbordar el universo,
trazar un círculo
con tu nombre palpitando en medio?
Porque, antes,
mucho antes del fuego, de la oscuridad
brotaba de pronto tu cara de los confines del corral
—señal de que no estaba solo—
y cantabas ‘gordo chiquito’ con tus colmillos alegres
y la tierra se poblaba entera.
Quizá quería celebrar con flores
las fieras ágiles,
las raíces,
la magia;
aunque se hubieran perdido los orígenes
aún quedaba esa canción remota.
Tendría que regresar a la caverna para resolver el misterio
o volver a trazar ese círculo
bajo esta mesa azul que cubre ahora nuestras cabezas
y encerrar así una porción del infinito.
Si pudiera,
porque el mundo aún es demasiado grande
y somos desde entonces
los últimos descendientes
de una especie extinta.
Aunque te regañen mis padres.
Imagen tomada de I Kinja
No me gustó tu poema. ¿Por qué esa insistencia en escribir prosa a renglón espaciado? ¿Qué diferencia hace que le piques enter entre renglón y renglón? Pero además no tiene coherencia… Qué bueno que publiquen poetas jóvenes, pero estoy seguro que tienes algo mejor para ofrecer.
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