Cuando, hace ya varios meses, me encontré vagando por las redes el tráiler de Call Me By Your Name, no pude sino entender la zozobra. Que alguien hubiera decidido llevar al cine una de esas novelas que, a los diecisiete, me había conmovido hasta los fondos sólo permitidos por la adolescencia, me emocionaba enormemente, pero también me llenaba de temor. Sentía ese derecho de propiedad con que nos maldicen los libros esenciales de nuestra identidad y me aterraba una posible profanación. Descubrir que James Ivory había escrito el guion me dio algo de tranquilidad, pero no certeza.
He llegado a pensar que adaptar literatura al cine consiste en ser capaz de trasladar la coherencia de una de las múltiples poéticas que coexisten en una obra para que, arropada entre nuevos sistemas, mantenga su funcionalidad, su capacidad de comunicar la potencia en otro lenguaje. Como si tomáramos un gajo de naranja y la cubriéramos de otras carnes vegetales para ofrecer una nueva fruta redonda, que, a la primera mordida, pudiera hacernos sentir en la boca el jugo de todas las mañanas. Se trata, según lo que Nabokov decía de la traducción, de un viaje forzosamente nocturno, con sólo una vela por sol, brújula y mapa.
En la novela de André Aciman, en la historia de Elio Perlman, ‒el adolescente de diecisiete años que se enamora de Oliver (el becario de doctorado de su padre) durante un caluroso verano en un pequeño pueblo italiano a principios de los ochenta‒ el director Luca Guadagnino eligió, de todos los que se complementan en la narración, el gajo de la sutileza. De entre una madeja en la que, por medio de una prosa poderosa, se hilan la ternura del sentimiento y la crudeza del deseo, la inocencia del momento y la reflexión helada del que recuerda muchos años después, escogió las primeras, sabiendo que a través de ellas podía insinuar todo el abismo que las otras representan. Si en la novela asistimos al desordenado interior de Elio, en la película se nos presenta su aparentemente calmada piel blanca. Para expresar callando, para completar la redondez o el zumo, utiliza dos instrumentos:
El primero: un neoyorquino de veintiún años, Timothée Chalamet, que acaba de recibir su primera nominación al Óscar a Mejor Actor por este trabajo (aunque es casi seguro, por lo que han indicado el resto de premios de la temporada, que la estatuilla será para Gary Oldman y su encarnación de Winston Churchill en Darkest Hour de Joe Wright, una obra que desmerece el resto de la filmografía del cineasta). Con gestos diminutos y, sobre todo, con una rotunda asunción de su corporalidad, Chalamet conduce a Elio por un trayecto que desemboca inevitablemente en el espectador, en su identificación con el deseante y en la catarsis que cierra la garganta en esa última toma frente a la chimenea.
Como segundo aspecto está la fotografía de Sayombhu Mukdeeprom, que pone el acento en el paisaje rural de la región, en la vegetación y en el agua que la recorre, en la sinécdoque de unos pies descalzos y la soledad de un traje de baño o el perfil de unos lentes de sol, en una casona de campo que de pronto se revela como la parte más natural del entorno. Podría decirse que no hay nada de original en erotizar un espacio a través de luces naturales cálidas para mostrar el estado interior de los personajes, pero creo que en toda realización brillante de una fórmula existe un descubrimiento.
En algún comentario rápido en redes, alguien se quejaba de que, tratándose de la historia de una intimidad vivida libre e impúdicamente, la adaptación perdía intensidad por su falta de desnudos y escenas sexuales provocativas. Si el libro lograba su fuerza gracias a este tipo de imágenes, ofrecer una versión apta para públicos amplios constituía una traición moralina, en la que prevalecía el interés comercial sobre la fidelidad, decía. Es en este contexto que una anécdota de la preproducción adquiere relevancia: era Ivory quien en un principio iba a dirigir la película. Al percibir que sus objetivos eran radicalmente distintos, éste decidió dar un paso al costado y permanecer sólo como productor, y aunque su guion, en el que llevaba casi una década trabajando, fue finalmente utilizado, sus partes más explícitas fueron removidas.
Así, una adaptación cinematográfica no significa el fin de las posibilidades. En esa interpretación que Ivory tenía la intención de llevar hasta sus últimas consecuencias, hay una coherencia tan válida como la que ahora se proyecta en salas: una que rescata lo más sórdido de Elio, sus arrebatos más sorprendentes y la manera en que sus palabras, no su rostro, traducen la visión de ese cuerpo (el de Oliver, que se muere por poseer). Es este otro tajo disponible de la naranja o, mejor aún, del albaricoque con el que los protagonistas juguetean eróticamente en un momento, pues la idea de sistema poético expresa, de acuerdo con Todorov, no la fijación de una obra, sino la utilización de su discurso como «principio generativo de una infinidad de textos».
Pausada, proponiendo la contemplación, Call Me By Your Name realiza una buena aportación al imaginario amoroso, tan fácilmente rechazable para algunos en nuestros días por su supuesta superficialidad: la sencillez argumental y la delicada ejecución que, en conjunto, encienden la llama de lo necesario. Un lector nostálgico del primer impacto temía una profanación: encontró la sorpresa, y, en ella, un cierto abandono, la redición de ese antiguo movimiento interior como del agua, la recreación afortunada del temblor más dulce.
Imagen tomada de Film School Rejects