Fotografía por Yess Molko
Al lector que llega a este texto por curiosidad, morbo, tiempo libre o una afortunada coincidencia (al menos para mí) le propongo un breve ejercicio inicial: abrir en su explorador de confianza la página de Google Trends, insertar el término “populism” y acotar la búsqueda a “2004-hoy” (o simplemente pueden pulsar aquí). Los resultados reflejan una tendencia clara; a partir de agosto de 2016 las búsquedas del término tuvieron un boom particular. Si bien gran parte de este resultado responde a uno más de los “efectos Trump”, llama la atención que los países donde este término sobresale en este periodo, además de Estados Unidos, son Estonia, Suecia, Singapur, Irlanda, Hong Kong… A su vez, los temas asociados a las búsquedas en aumento son Trump, derecha política, nacionalismo y economía. Esta búsqueda refleja el creciente interés en regiones como Europa por el resurgimiento del populismo, que resulta ser además un “populismo de derecha”.
Claramente la primera búsqueda está sesgada por el idioma. Si ahora se realiza bajo el término “populismo” el resultado es distinto. La tendencia, para el mismo periodo, es casi constante. En este caso las búsquedas se concentran en Latinoamérica, donde no se aprecia el mismo estallido en búsquedas que en Europa. Con estos resultados, los temas en aumento asociados a las búsquedas son demagogo, concepto, guerra fría, ecuador y socialismo.
El ejercicio anterior pretende ejemplificar dos caras del tema que nos proponemos tratar. En primer lugar, el populismo ha tenido un respiro de vigencia dentro del debate público y en la prensa principalmente por la discusión sobre el populismo de Trump y el de algunos otros movimientos en Europa, como el partido EKRE, en Estonia que ha ido capitalizando la narrativa antimigrante y euroescéptica. En segundo lugar, las acepciones del término varían a nivel regional, lo que nos da indicios para suponer que el contexto tiene una función singular respecto a la forma de entender y de dotar de significado al populismo en contraste con la ideología, que aparece dispersa señalando a la izquierda o derecha indiscriminadamente.
La “vigencia” de este término en la prensa, así como en el imaginario político en general, nos invita a reflexionar y a retomar los trabajos existentes en torno a un concepto que parece decir mucho, pero que resulta sumamente difícil de asir cuando se cuestiona a sus representantes y acusadores. Particularmente, su tradicional contraposición en el debate mediático con la democracia plantea la necesidad de reflexionar sobre la naturaleza del populismo y sobre su posible amenaza a un sistema que, especialmente en países latinoamericanos, tantos años ha tomado construir.
A nadie sorprende ya el carácter voluble asociado a este concepto. El populismo ha sido ligado a movimientos obreros, agrarios, socialistas, fascistas, conservadores, antiinmigrantes… No obstante, la discusión casi siempre gira en torno a quién es o no populista, como si se tratara de acusaciones de herejía o de comunismo, en otros tiempos. Será difícil encontrar una definición medianamente uniforme en los señalamientos “periodísticos”. Muchos articulistas incluso evaden la pregunta haciendo reducciones sobre el concepto para llegar a la conclusión deseada. El problema al hablar de populismo es que resulta difícil evaluar un movimiento político como tal sin tomar en consideración el sin número de traducciones, definiciones y redefiniciones que esta noción ha sufrido.
Algunos autores consideran que la raíz de este concepto proviene del ruso narodnichestvo y de trabajos subsecuentes que le tradujeron como “populismo”. Cabe señalar que incluso dentro de los estudiosos del llamado populismo ruso, no existe consenso sobre quiénes eran verdaderamente representantes del movimiento (narodniki). Basta ahora adoptar la definición de Richard Pipes sobre lo que el narodnichestvo se refiere: “[…] describe un socialismo agrario de la segunda mitad del siglo XIX que sostenía que Rusia podía evadir la fase capitalista del desarrollo y proceder, a través del campesinado, directamente hacia el socialismo”.
No obstante, los narodniki nacieron como una categoría peyorativa dentro del mismo movimiento socialista ruso. El narodnichestvo nace como un movimiento marginal, anti-intelectualista y nacionalista que proponía volver al “pueblo” (en el sentido de “people” por su cercanía dentro del imaginario del populismo) con una carga ideológica definida y una agenda medianamente clara: no sólo hacer la revolución en el interés del pueblo, sino hacerla a través de éste, pues en las personas ya existían las ideas y los medios necesarios para llegar al socialismo. Entonces, ¿Trump no es un populista en estricto sentido? Y, ¿que hay sobre Podemos en España o Syriza en Grecia?
Sumar los fenómenos antes señalados a los “populistas” latinoamericanos, digase Chávez, Perón, Kirchner, Obrador, requeriría una definición no amplia, sino más bien escueta sobre lo que el populismo como movimiento o ideología significa, apartándose abismalmente de sus bisabuelos narodniki.
La noción del populismo se ha ido extendiendo y diferenciando con el paso del tiempo. Si bien el populismo, en su vertiente tradicional, agraria y socialista tuvo resonancia en países como Estados Unidos, con el movimiento populista y el People´s Party de 1880, éste ha tenido un amplio uso en función del momento histórico; por ejemplo, su cercanía con el socialismo complicó su diferenciación respecto a éste permitiendo su adopción en la narrativa de la Guerra Fría para enfatizar la amenaza comunista. Éste también fue el caso en el contexto de la democratización de América Latina. En su faceta regional la contraposición era evidente: el populismo apareció como una clara amenaza para las recién nacidas democracias latinoamericanas que a finales del siglo XIX se pretendían instaurar y fortalecer.
El estudio del populismo como una amenaza a regímenes democráticos es una vertiente prolífica en la que historiadores, filósofos y politólogos han depositado interminables reflexiones desde los ángulos más diversos. Para aproximarse a esta noción, resulta fundamental tener un piso mínimo, por más fastidioso que éste reduccionismo pueda resultar, desde el cual criticar o apoyar la premisa planteada. En esta difícil tarea buscaremos sustraer elementos coincidentes en definiciones amplias para cuestionar su lugar dentro de una democracia.
Definir el populismo
El reto de definir el populismo ha sido aceptado por numerosos autores, llegando en muchas ocasiones a definiciones multiformes. La quimera/hidra en que se ha convertido el populismo ha sido producto de la multiplicidad de aproximaciones y de contradicciones que entre ellas han hecho crecer a más de una cabeza nueva. Mientras que algunas de esas aproximaciones han sido poco fructíferas, existen algunas que han dado luz sobre el concepto y que incluso han ayudado a su reinterpretación.
Como lo señalan Gidron y Bonikowski, parte de la problemática de definir el populismo es consecuencia de que el término ha sido utilizado para describir movimientos políticos, partidos, ideologías y líderes a través de contextos geográficos, históricos e ideológicos distintos. Mientras que algunos académicos se han decantado por buscar la carga ideológica que uniforma a los populismos, otros han dado luz al término desde perspectivas más amplias y alternativas.
En línea con lo propuesto por Albertazzi y McDonnell, buscamos extraer una definición mínima del populismo que no esté basada en identificar bases de apoyo social, programas económicos, inclinación política (derecha/izquierda), problemáticas concretas o electorados. Según estos autores, el populismo se define como una ideología que contrapone a una sociedad (o pueblo) homogénea y uniforme frente a una élite y peligrosos “otros” representados como los usurpadores de los derechos, valores, prosperidad, identidad y voz del pueblo soberano.
Es razón de debate si el populismo constituye una ideología por sí misma o no. Los esfuerzos por definir ell populismo como una ideología irremediablemente corren el riesgo de resultar contradictorios, estrechos y de poca utilidad analítica para el estudio comparativo. En palabras de Gidron y Bonikowski: “[…] es difícil encontrar un denominador común ideológico que conecte a todos los movimientos populistas, particularmente cuando la clasificación de los actores políticos reside en la capa expansiva que comprende al concepto”.
A modo de evitar una dolorosa y poco exhaustiva revisión conceptual en las próximas líneas, sigamos las tres grandes categorías que establecen Gidron y Bonikowski para clasificar las definiciones del populismo: como ideología, como un estilo discursivo y como una forma de movilización política. En resumen, sobre estas tres aristas del concepto, los autores señalan que la perspectiva ideológica no consigue llegar a una definición aplicable a fenómenos en contextos diferentes; la visión discursiva suele referirse a la retórica y estilos de discusión que pueden llevar a señalar “niveles de populismo” más allá de la categoría binaria habitual; finalmente el populismo, entendido como estrategia de movilización social, se concentra en la relación establecida entre el actor político y sus seguidores.
Me toca coincidir con el sociólogo Guy Hermet cuando declara que el populismo no constituye una ideología. Abandonando de una vez por todas la infructuosa empresa de buscar un punto de encuentro ideológico del populismo, queda entonces la postura narrativa y estratégica. La indefinición ideológica del populismo motiva a continuar su estudio desde otro apartado, el narrativo.
Mientras la vertiente ideológica es la que encuentra una mayor dificultad para ser definida, el componente retórico permite comprender su funcionamiento como discurso y como estrategia política. Por ejemplo, uno de los aspectos centrales en las definiciones del populismo es su carácter maniqueo/dualista. Un análisis ideológico se centraría en la dicotomía planteada por cierto movimiento o personaje, en un contexto determinado; contrariamente, el estudio de su construcción como narrativa permite problematizar este elemento para comprender su función a un nivel discursivo.
Para Edward Shils, la exaltación de esta identidad-otredad es fundamental para definir ell populismo, ya que lo entiende como una “ideología de resentimiento contra un orden social impuesto […]”. Esta cita, que casi constituye un lugar común del estudio del populismo, logra destacar un aspecto indispensable: el resentimiento, que puede comprenderse también como descontento, hartazgo, y un sin fin de urgencias sociales producto de múltiples factores (crisis económica, migratoria, identitaria). Es desde la fractura social que el populismo se edifica, desde la frustración de las demandas populares y de la deficiencia gubernamental.
Resulta indispensable recurrir al historiador Ernesto Laclau para abordar desde este segundo enfoque el populismo. En su influyente libro La Razón Populista, en un intento de reivindicar al concepto como unidad de análisis, Laclau aborda el populismo como «un modo de construir lo político”. Para este autor, la vaguedad y la indeterminación con la que se describe peyorativamente el populismo no son más que aspectos que vienen predefinidos de tal forma por la realidad social. En su enfoque teórico define tres categorías básicas: el discurso, los significantes vacíos y hegemonía, y la retórica.
Para Laclau el populismo no es mera retórica. Sin embargo, la retórica la entiende como una parte constitutiva de toda manifestación política y es la realidad social misma la que la exige. No obstante, lo que observa Laclau es la condición social desde la que parte la construcción del populismo y de nociones como “pueblo” o “demandas sociales”, y no la carga ideológica o la agenda específica que promueve. Este populismo puede que se construya desde una demanda, e incluso una identidad popular, legítima, pero no constituye una perspectiva ideológica sólida, sino más bien discursiva.
En este sentido, aunque divergiendo de la interpretación laclauniana “purista”, la construcción de una narrativa populista parte ciertamente de urgencias sociales desatendidas, que se articulan a través de “demandas populares equivalentes” y de los “significantes vacíos” que señala Laclau. Sin embargo, es en su nivel retórico donde aparece su expresión final como fenómeno político. Al populismo no lo constituye su contenido ideológico o su agenda política, sino sus formas en el sentido retórico y estratégico. La pregunta inicial ahora se plantea así: ¿es entonces el populismo, como una estrategia política, carente de una ideología uniforme, un riesgo para las democracias actuales?
Populismo: ¿una amenaza a la democracia?
Cuando se habla de democracia casi nunca se señala su apellido. ¿Es acaso una democracia liberal de la que se habla?, ¿o más bien nos referimos a una representativa, participativa, deliberativa, etcétera? Para contestar la pregunta central se requiere también asumir una postura respecto a la democracia. A diferencia del populismo, las abundantes definiciones sobre democracia son más específicas. Es siempre controversial definir un régimen político existente como un tipo específico de democracia. Pese a ello, para este ejercicio, podemos adoptar algunos conceptos básicos para responder nuestra inquietud.
Como base esencial, Robert Dahl considera que para una democracia es clave “la respuesta continua del gobierno sobre las preferencias de sus ciudadanos considerados como políticamente iguales”. A su vez, se destacan tres rubros necesarios, mas no suficientes, para que una democracia prevalezca: permitir la formulación de preferencias, poder dotar de significado dichas preferencias y que las preferencias no sean discriminadas por su contenido o fuente. Entre estos tres factores, Dahl agolpa 8 garantías institucionales mínimas que un Estado requiere para poder garantizar su contestabilidad (responsivness) frente a sus ciudadanos: libertad de organización, de expresión, derecho al voto, derecho a competir por apoyo popular, derecho a ser votado, formas alternativas de información, elecciones libres/justas, y la existencia de instituciones que posibiliten que la políticas gubernamentales se sujeten al voto y a otras expresiones de las preferencias.
La susceptibilidad que cada una de las garantías mínimas tenga a ser violadas frente a una determinada propuesta política puede comprenderse como una amenaza al sistema democrático. El autoritarismo, por ejemplo, que no está ligado necesariamente al populismo, presenta claras amenazas a un sistema democrático cuando se eliminan instituciones, canales alternativos de información, procesos electorales e incluso la posibilidad de formular preferencias por medio de la libertad de expresión y asociación.
Si una narrativa populista plantea principios autoritarios, que atentan directamente con reducir alguna de estas garantías a cualquier sector de la ciudadanía, es indiscutible que en principio se postula como una amenaza. No obstante, es más difícil llegar a esta conclusión cuando una retórica populista adopta demandas populares que no menoscaban directamente las garantías de sus ciudadanos, pero que restringen la ciudadanía a migrantes, por ejemplo.
El claroscuro de la amenaza populista está plasmado también a la luz de la última garantía de Dahl. Para el politólogo norteamericano William Riker, el populismo depende de la eliminación de restricciones constitucionales y de su interpretación sobre el voto que justifica esta eliminación. En la retórica populista, la personificación de la voluntad soberana, como si se tratara de una monarquía absoluta, reside en el elegido. Este reduccionismo del voto popular resulta sumamente riesgoso pues una restricción o decisión del “soberano” amenaza con ser promocionada como la voluntad de un “pueblo” imaginado; el voto en realidad constituye un método institucional que en algunos casos llega a ser poco representativo del universo electoral del que parte.
Es en este sentido que a los ojos de autores como Gidron y Bonikowski, el populismo constituye un camino potencial hacia un autoritarismo competitivo, particularmente para democracias no consolidadas, donde la garantía de alguno de los principios mínimos de Dahl es endeble. Albertazzi y McDonell también consideran a las democracias jóvenes, o democracias electorales, como presas fáciles del populismo debido a su débil marco institucional. La fortaleza y legitimidad de las instituciones supone un punto toral para el estudio de los niveles de democracia, los procesos de transición, y la susceptibilidad de una democracia a ser volcada hacia el autoritarismo o un desgaste crónico.
Siguiendo ahora el análisis desde la retórica populista, y apartándonos un instante de la lógica democrática de Dahl, cabe señalar el proceso alterno de construcción de legitimidad que supone esta estrategia política. La llegada al poder de un movimiento populista supone una legitimidad legal, pero detrás de esta reside otro tipo de justificación social que permitió su apoyo inicial.
Para Max Weber, el poder político tiene distintas bases de legitimidad. La dominación weberiana parte de tres fuentes no excluyentes entre sí: poder tradicional, poder carismático y poder legal-racional. Es evidente que un régimen democrático parte siempre de la validez de un poder legal-racional. Sin embargo, es posible que existan lazos alternativos de legitimidad. Mientras que la dominación racional se erige a través de una legitimidad legal, el “populismo” se inclina por apelar al dominio carismático. Si el populismo se tiende a fundar en torno a un personaje o líder carismático es por su carácter primordialmente narrativo. Son los personajes los que dan discursos y cuentan historias, no las instituciones.
Cuando la legitimidad carismática o tradicional es privilegiada como la principal fuente de poder político, la fuente legal corre el riesgo de ser relegada y erosionarse. La independencia de un régimen político respecto a la fuente de legitimidad legal puede derivar en un riesgo claro para el sistema democrático.
Como el sociólogo Guy Hermet señala, el populismo no rechaza el principio de representación democrática, aunque lo simplifica. Para otros politólogos, el populismo se entiende más bien como un bug en el sistema democrático liberal (Germani y Di Tella, por señalar a algunos). Ciertamente, el populismo como estrategia o fenómeno político representa una amenaza a la democracia solamente en función de la ideología pastiche que le acompañe. No obstante, algunos elementos constitutivos de su narrativa, como la exaltación de la otredad, su temporalidad anti-política, y las fuentes alternas de legitimidad en las que se sostiene, pueden impactar de forma indirecta en la calidad democrática de un Estado a través de la erosión de las instituciones y de los espacios de disidencia, aunque sea solamente desde la retórica.
En general, la amenaza populista a la democracia se acota a sus potenciales resultados y a los retos que impone al sistema político. El populismo por sí mismo, entendido como narrativa y estrategia, sólo representa amenazas potenciales a un régimen democrático que se puede acotar en las siguientes categorías: la ambigüedad ideológica; la sobre simplificación retórica (política, democrática, social); y finalmente su hermetismo frente a la disidencia desde la otredad.
En primer lugar, la ambigüedad ideológica plantea una incertidumbre respecto al estudio del populismo. Ésta sólo puede ser solventada caso por caso, donde se estudie la ideología o principios que subyacen al discurso populista de ocasión. Este factor representa una amenaza potencial al no ser suficientemente transparente para la formulación adecuada de las preferencias políticas de los votantes. La amenaza está en pensar que todo populismo es ideológicamente similar y en no leer entre líneas los objetivos políticos de cada movimiento, porque hay más de una forma de luchar por una misma causa social (léase desigualdad, pobreza, derechos sociales).
En segundo lugar, la sobre simplificación democrática, y política en general, en que suele recaer el discurso de las narrativas populistas es un problema potencial. Este aspecto es un arma de doble filo, ya que si el discurso sigue la voluntad de las urgencias sociales desde la simplificación de sus problemáticas (corrupción, inseguridad, salarios) la solución que da esta estrategia es cortoplacista e incluso dañina a nivel gubernamental. En este caso tenemos un Trump que sigue sus promesas de campaña indiferente a la inestabilidad política, pérdida de liderazgo internacional, costos innecesarios, entre otros. De forma contraria, una estrategia populista efectiva en la contienda electoral, pero que se queda en el discurso y abandona las causas sociales, deviene en la pérdida de confianza y legitimidad, así como en el retraso de la atención a las demandas que se quedaron en campaña. Entre el descaro y las buenas intensiones mal encausadas, el populismo como retórica corre el riesgo de convertir las necesidades sociales en mera propaganda, desgastando instituciones y canales de participación democráticos a su paso.
En última instancia, en el análisis discursivo lo ineludible es el tono de hermetismo y exclusión del enemigo común. Si estas características son trasladadas del discurso a la política pública, claramente ambas características son contrarias a los principios democráticos de Dahl. Particularmente la exclusión de voces críticas que se construye en las narrativas populistas se enfrenta con el principio de no discriminación de las preferencias por su contenido o fuente. En este sentido, aunque resultan fenómenos que deben diferenciarse en su estudio, el populismo se inclina hacia el autoritarismo al menos en el nivel discursivo.
Los fenómenos populistas actuales están lejos del narodnichestvo respecto a su contenido político inicial, con la salvedad de la inclusión del “pueblo” dentro de sus narrativas. Si bien no es el populismo el único movimiento político en hacer uso de una retórica estratégica, es la ambigüedad ideológica, la simplificación en sus propuestas y la política de enfrentamiento la que no abona al ideal democrático de Dahl, mucho menos a una democracia deliberativa, por poner un ejemplo. Frente al populismo, lo que toca es prestar atención a lo que esconde su retórica, exigir la discusión amplia y la argumentación, identificar las falacias en el discurso, denunciar el acoso a la disidencia y fortalecer los medios para la traducción de nuestros intereses en políticas no cortoplacistas.