Fotografía por Yess Molko

Algunas leyes del estado destinadas a frenar el crimen son incluso más criminales.
Friedrich Engels

Las sociedades tienen los delincuentes que se merecen.
Alexandre Lacassagne

A tres días del comienzo de su gobierno, Felipe Calderón anunció que haría una intervención de fuerzas federales en su natal Michoacán, debido a que el número de muertos en la entidad a causa del crimen organizado ascendía a más de 500. Para el último tercio del sexenio, la cifra de muertos vinculados a la guerra contra el narco rebasaba ya los 34,000, según datos oficiales. Salió más caro el caldo que las albóndigas.

La terrible ola de violencia que se desató durante el sexenio de Calderón sumió al país en un hervidero político y social que continúa hasta la fecha. A pesar de todo esto, el expresidente nunca abandonó su postura de tratar al crimen organizado como amenaza contra la nación y “atacarlo” con todo el poder del ejército. A finales de su sexenio, incluso declaró: “Hay una verdad elemental que no podemos perder: el verdadero enemigo, la amenaza a la sociedad, son los criminales…” (Calderón, 2010)

En esta brevísima frase, Calderón expuso el elemento que me parece más preocupante de la manera en la que se pelea la “batalla contra el crimen organizado”: en ella habla de los delincuentes como si fueran personas que no pertenecen a nuestra sociedad, los categoriza como agentes externos que amenazan nuestra soberanía.

Existen dos grandes peligros de colocar a los criminales en esta posición:

1.- En el momento en el que ubicamos a los “criminales” como “enemigos de la nación”, politizamos su figura y los sacamos del campo del derecho para meterlos en el complejísimo campo de la soberanía.

2.- Al colocarlos como “enemigos”, el estado se deslinda por completo de su responsabilidad social dentro del sistema que dio origen a estos “delincuentes”.

En un gran texto de Alejandro Madrazo, titulado «¿Criminales y enemigos? El narcotraficante mexicano en el discurso oficial y en el narcocorrido», se hace un interesante análisis acerca del riesgo de politizar a los criminales.

Cuando el criminal se politiza, se confunde con el enemigo; se convierte en enemigo. Ya no se le identifica por el derecho (que lo señala como delincuente), sino que él se identifica por oposición a la soberanía, a la comunidad política contra la cual ahora “tiene derecho” de oponerse; y ésta pierde el derecho de exigirle obediencia, pues deja de estar en una relación asimétrica regida por el derecho y pasa a estar en una relación simétrica (simbólicamente), análoga a un duelo, en la que el derecho desaparece y lo único que queda es el contraste de dos voluntades rivalizando en el terreno de la soberanía. Esto es, un espacio en el que sólo puede desplegarse una guerra civil, ya no un sistema normativo. (Madrazo, 2012)

El criminal en tanto criminal está sujeto a una ley, responde por sus acciones a una sociedad y debe asumir responsabilidad por sus faltas; el enemigo no. El enemigo, al estar fuera de la sociedad, no se rige por sus reglas. Esto puede ejemplificarse claramente con una intervención extranjera: cuando un país se ve en guerra con otro, su soberanía se ve amenazada, el enemigo que los ataca no forma parte de su sociedad ni de su ley, por lo que el país atacado se ve obligado a desplegar toda su fuerza sobre el atacante y utiliza los medios que sean necesarios para defenderse. Cuando se combate a un enemigo lo que se busca no es reformarlo ni reinsertarlo en nuestra sociedad, sino aniquilarlo por completo, pues reconocemos que, al no formar parte de nuestro sistema, nuestra ley no aplica para él y, por lo tanto, no podemos hacer que la acate. Peligrosa y paradójicamente, colocar al “delincuente” como enemigo, de cierta forma lo exenta de responder a nuestra ley.

Por otro lado, colocar a los criminales en la posición de enemigo significa volvernos sordos ante lo que el crimen nos quiere decir. No es gratuito que los países en los que menos delincuencia haya sean también los que tienen una calidad de vida más elevada. El crimen es, como la locura, siempre un síntoma de la sociedad que lo produce. El tipo de crimen más común varía dependiendo de cada país y está directamente relacionado con su cultura y sus condiciones de vida.

Si en México hay una terrible oleada de violencia vinculada en gran medida al narcotráfico, ¿qué nos está diciendo eso sobre nuestro país?

Para ilustrarlo de mejor manera conviene comparar la figura del narco con la del criminal que últimamente da más de que hablar a nuestros vecinos del norte: el shooter. Para nadie es un secreto que una de las figuras criminales que más va en ascenso en la sociedad estadounidense es la del shooter que, armado con un rifle de asalto, irrumpe en lugares públicos y abarrotados de gente para disparar sin otro objetivo que el de matar al mayor número de personas y, por lo general, suicidarse después.

El perfil de un shooter normalmente es el de una persona solitaria, enojada y, en muchos casos, marginalizada. Este perfil tiene mucho sentido cuando analizamos un poco la cultura de los Estados Unidos, país cuna del capitalismo salvaje, que ha dado origen a una sociedad de consumo en la que reina el individualismo rampante. Es lógico que una sociedad individualista produzca como síntoma sujetos alienados y furiosos con la sociedad que sistemáticamente los excluye. El shooter dispara indiscriminadamente porque, simbólicamente, no está atacando individuos, sino que está atentando contra la sociedad en conjunto.

A diferencia de la cultura estadounidense, la mexicana privilegia al colectivo: México es un país en el que la familia es un pilar social. Las profundas diferencias sociales y geográficas que existen entre la población dan origen a una brecha de desigualdad enorme, pero también a un fuerte arraigo a la entidad de la cual somos originarios. Tiene entonces mucho sentido que nuestro “criminal” en ascenso sea el narcotraficante. El narco es un delincuente muy “social”, en muchos casos mejor acogido y aceptado por la comunidad que el mismo gobierno, en numerosas ocasiones visto incluso con admiración por haber logrado superar las adversidades que se le impusieron y tener la posibilidad de atentar contra el estado que nunca pudo protegerlo. Alrededor de la figura del narco surgen toda una serie de representaciones culturales, como los narcocorridos que, por un lado, narran las historias de estos personajes y, por otro, en muchas ocasiones reafirman el orgullo y la pertenencia a la entidad o municipio del cual son originarios.

El narco ha sabido adueñarse de los vacíos que el estado ha dejado. Y si el síntoma es una alteración del sistema que pone de manifiesto la existencia de una enfermedad, la enfermedad puesta aquí de manifiesto es justamente ésa: la ausencia del estado y su incapacidad de velar por sus ciudadanos.

Ahora analicemos en conjunto los dos grandes riesgos que acabamos de describir. El hecho de que el estado se niegue a aceptar responsabilidad vuelve imposible que se tomen las medidas necesarias para realmente tener un impacto sobre el problema: es decir, se seguirá haciendo uso del ejército y de las fuerzas armadas, pero la inversión en cultura, educación y salud (todos estos factores de protección social) en las entidades más afectadas por la violencia es prácticamente la misma, si no es que menor.

De la misma forma, ubicar al “criminal” como “enemigo” y, por lo tanto, como agente externo al sistema, le niega la posibilidad de rehabilitarse y reincorporarse a la sociedad de la que desde un inicio se le excluye, imposibilitando así que se cumpla el objetivo del sistema penitenciario, el cual oficialmente busca rehabilitar a los presos para que puedan reincorporarse a la vida social y laboral, una vez cumplida su condena. No debe extrañarnos que en México el porcentaje de reincidencia de las personas que se encuentran privadas de su libertad alcance el 40%: cifra altísima que, además, implica un costo económico y social exorbitante.

La aproximación social al crimen ha sido compleja a lo largo de la historia, ya que no es fácil verlo de manera objetiva. Es cierto que la mayoría de las personas que se encuentran en la cárcel cometieron un delito y es necesario, si se quiere vivir en sociedad, acatarse a un código que regule nuestra conducta y tenga la facultad de sancionarnos si actuamos en contra de él; sin embargo, también es cierto que los sistemas sociales, políticos y económicos no son perfectos y que sus fallas constantemente producen síntomas que deben ser estudiados e interpretados para poder mejorar.

El Calderonismo se encargó de colocar al “criminal” en una posición de “enemigo público” y nos sumió en una guerra social para la cual, muchos creen, la única solución es imponer castigos cada vez más severos e imponer un aislamiento cada vez más profundo. El crimen organizado ante una sociedad desigual, un clima político catastrófico y un tejido social roto, se ha vuelto nuestro síntoma y es necesario darle un lugar a partir de la responsabilidad. Los delincuentes son ciudadanos y los políticos tienen que entender eso.

Es también de vital importancia desmenuzar un poco el término “delincuente” y ponernos a pensar en quiénes son los que componen mayoritariamente la población de las cárceles, pues ahí está nuevamente una gran parte del problema. La más reciente ENPOL (Encuesta Nacional a Población Privada de Libertad) reveló que el 66% de la población penitenciaria trabajaba en oficios de bajo ingreso, menos del 2% se dedicaba a actividades ilegales, 88% se encontraban ahí por algún tipo de robo y el 73% no contaba con antecedentes penales al momento de su detención.

Lo que estas cifras nos dicen es alarmante: la población carcelaria está constituida, en su mayoría, no por presos de alta peligrosidad, sino por personas de grupos vulnerables que, en muchas ocasiones, no cuenta con el capital para poder pagar una buena defensa y que no pueden cumplir con las cuotas que se tienen que pagar en los reclusorios a cambio de protección, en ocasiones a otros presos y en muchos casos a los custodios. Parece ser que el mayor delito de gran parte de la población carcelaria es su condición socioeconómica.

En un reclusorio hay, en promedio, una muerte cada 24 horas: nuestro sistema penitenciario se ha convertido en un instrumento de violencia institucional que perpetua la desigualdad y la violencia. Mientras continúe la estigmatización promovida por las autoridades hacia las personas privadas de la libertad, difícilmente lograremos resolver el problema. La sociedad está muy poco sensibilizada respecto a lo que pasa en un reclusorio y cómo es la población que normalmente está recluida ahí. No promover una conciencia acerca de esto es una gran negligencia de parte del gobierno, pretender atacar el problema aprobando leyes como la Ley de Seguridad Interior o haciendo despliegues y operativos cada vez más violentos sólo agrava el resentimiento social y obliga al crimen organizado a responder cada vez con más violencia. En un país en el que la “lucha” con el crimen organizado cobra tantas vidas, es inaceptable que ningún candidato se preocupe por esto.

Imaginen ustedes mi indignación cuando en enero del presente año, el flamante candidato del PRI a la presidencia, José Antonio Meade, hizo la siguiente declaración:

No podemos aceptar a quien propone sacar al criminal de la cárcel para llevarlo a la calle y así generar mayor intranquilidad en el país. Tenemos que estar claros de que la calle es para el ciudadano y la cárcel es para el delincuente. (Meade, 2018)

Más allá del cinismo que representa decir esto como el candidato presidencial de un partido con 22 exgobernadores acusados de desvíos de dinero, esto sólo reafirma lo ya dicho: mientras se tengan los contactos y el dinero se puede hacer lo que sea sin pisar la cárcel y, en caso de pisarla, será de la manera más cómoda y menos riesgosa posible.

La declaración de Meade de forma irónica mantiene la tradición Calderonista de presentar a la delincuencia como “enemigo público” y propone un estado que se deslinde por completo de su papel en el problema que enfrentamos.

El problema de delincuencia en México es un doloroso síntoma del clima de desigualdad y corrupción que aqueja al país. La figura del criminal es constantemente usada como chivo expiatorio del mismo sistema que lo produjo. Es tentador colocar esa figura como “enemigo”, pues nos permite poner la responsabilidad en otro lado; sin embargo, esto sólo agrava nuestros problemas. Es necesario reconocer el abandono, la marginación y la vulnerabilidad en la que vive gran parte de la población mexicana, debemos tratar de entender cuál es la razón de que figuras criminales como Caro Quintero o El Chapo sean vistos con admiración en algunas partes del país, mientras que el gobierno tiene niveles de aprobación cada vez más bajos.

 

Necesitamos entender que se deben hacer esfuerzos para rehabilitar y reinsertar a las personas privadas de su libertad en nuestra sociedad. Pero es aún más importante esto: cambiar las condiciones estructurales que propician la delincuencia, en lugar de preocuparnos por perseguir a quienes nosotros mismos hemos creado.

Escrito por:paginasalmon

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