Fotografía de N. Obed
Un balón se desliza por el césped y cruza una portería (a veces no hay portería, tampoco césped) y una multitud enloquece. El futbol es un juego que en su esencia carece de complicaciones, podría explicarle a alguien que jamás haya visto un partido de qué se trata el asunto en una frase: “¿Ves esos tres postes de allá? Hay que patear y meter la pelota entre ellos”. Verdaderamente es un juego sencillo. Pero algo sucedió con el futbol que pasó de ser una actividad recreativa a un fenómeno global y complejo que goza hoy en día, entre las masas, de una excelente salud y estabilidad. ¿Qué fue lo que sucedió?
Explicar el futbol es también explicar la historia moderna, por lo que adentrarse en el juego más lucrativo del mundo puede ofrecernos la posibilidad de entender el desarrollo de las sociedades modernas. El futbol posee una historia sumamente joven, no supera ni siquiera los 200 años de existencia, apenas si ha estado entre nosotros si lo comparamos con el tiempo que hemos convivido con la escritura, por ejemplo. El hecho fascinante es que precisamente un juego que se fundó sin pretender alcances universales y que además era practicado en sus inicios exclusivamente por las élites, logró en una vida aún muy corta penetrar en todos los estratos sociales y se convirtió en un referente de la cultura popular del siglo XX.
El éxito se halla muy probablemente en un concepto que también es clave en el momento histórico en el que aparece el futbol: la identidad. A principios del siglo pasado aún no se establecían como Estados independientes más de la mitad de los que hoy en día existen, Europa aún sufriría cambios importantes en su orden geopolítico y en América Latina las jóvenes naciones aún vacilaban para encontrarse a sí mismas como diferentes entre ellas y a sus colonizadores. Siguiendo el discurso de identidad nacional que tanto eco tuvo en aquellos tiempos, el futbol se adapta a la perfección al momento de construir una retórica alrededor de un símbolo que represente a una colectividad. El equipo, los once que juegan en la cancha, funcionan como una miniatura de todo un barrio, una ciudad o inclusive de un país. El juego colectivo tiene una ventaja sobre los que son individuales, explica Martín Caparrós: “[…] es más fácil identificarse con un equipo que sigue siendo el mismo más allá de los cambios de hombres”. Para la gente del barrio de Boca, el Boca Juniors de la Bombonera sigue siendo el mismo Boca aunque Maradona no juegue más.
La acelerada apropiación del futbol por parte de las masas provocó que el concepto de identidad que se generaba alrededor de los clubes atrajera casi de manera automática cuestiones políticas. En España, las comunidades autónomas han sido siempre un problema para el poder central. Los casos del País Vasco y de Cataluña son notorios, sobre todo este último, en donde hace apenas algunos meses se llevó a cabo un referéndum para decidir una potencial independencia de la región. El Fútbol Club Barcelona, desde hace muchos años, es para los fanáticos catalanes un bastión de resistencia ante el discurso nacionalista y de unión que proclama el Estado español. Durante la época de la dictadura de Francisco Franco el estadio, el Camp Nou, funcionaba como zona de resistencia ante las restricciones del poder, la gente vitoreaba al equipo y celebraba los goles en catalán; no es poca cosa, el régimen había procurado eliminar cualquier rastro de “catalanidad” al grado de prohibir el idioma, sin embargo, en el futbol los catalanes encontraron su redención. La identidad podía depositarse en once hombres que pateaban un balón en nombre de toda una región, para los hinchas se disputaba mucho más que un trofeo. Recuerdo unas líneas de Juan Villoro en las que explica cómo la identificación entre afición y jugadores queda consumada: “Cuando los héroes numerados saltan a la cancha, lo que está en juego ya no es un deporte. Alineados en el círculo central, los elegidos saludan a su gente. Sólo entonces se comprende la fascinación atávica del futbol. Son los nuestros. Los once de la tribu”.
En una fabulosa novela de Manuel Vázquez Montalbán —quien era aficionado del Barcelona— titulada El delantero centro fue asesinado al atardecer, uno de los personajes hace un agudo análisis de lo que significa el club para la gente:
Y proyéctelo usted a un mundo actual mediocremente civilizado en el que las guerras son precisamente casi imposibles entre los países más civilizados. El héroe deportivo sustituye a los Napoleones locales y los dirigentes del deporte a los dioses ordenadores del caos. Y traslade usted este esquema a España, a Cataluña, a nuestro club. Nuestro club es sant Jordi y el dragón el enemigo exterior: España para los más ambiciosos simbólicamente, el Real Madrid para los más concretos.
En América Latina los clubes locales tuvieron también un impacto importante en la consolidación de la identidad a finales del siglo XX. El sociólogo argentino Pablo Alabarces, en su más reciente libro publicado por El Colegio de México, Historia mínima del futbol en América Latina, hace un minucioso recuento del establecimiento del futbol en cada uno de los países del subcontinente. La investigación sugiere un factor común. Tras la creación de equipos conformados exclusivamente por inmigrantes europeos los locales empezaron a participar en el juego y fundaron sus propios clubes que se volvieron símbolos de los barrios que los vieron nacer. La intención era separarse de aquellos que habían traído el balón y la idea de romper de manera definitiva con Europa fue bien trasladada al futbol. No sólo pretendían jugar con un estilo diferente, sino que querían representar lo suyo, lo propio; los nuevos conjuntos eran receptáculos de una identidad que apenas nacía en los nuevos territorios (basta con detenerse a pensar que la idea del Estado nación moderno es bastante abstracta), la popularidad del futbol encuentra aquí una de sus explicaciones. Pertenecer es fundamental en la condición humana: con un equipo de futbol la gente podía sentirlo, “de aquí soy”.
La historia que Martín Caparrós cuenta sobre la fundación de Boca Junios en su libro Boquita confirma lo anterior. El equipo surgió en el barrio de La Boca, en Buenos Aires, cuando unos jóvenes, hijos de genoveses, decidieron que tener un club propio era importante. Al momento de elegir el nombre, dice Caparrós, quedaron cuatro opciones: Hijos de Italia, Defensor de la Boca, Boca Juniors y Estrella de Italia. Aquellos dos con la palabra “Italia” quedaron descartados rápidamente. ¿Por qué? Porque los fundadores, aunque eran hijos de inmigrantes, en realidad se sentían de Boca, no de Italia.
El gran invento del futbol fue, sin embargo, el de las selecciones nacionales, que han tenido la capacidad de reunir alrededor del equipo a una gran cantidad de personas, muy distintas entre ellas, inclusive en ocasiones con más éxito que algún programa estatal de identidad nacional. Nunca ha faltado en el mundo algún jefe de Estado que haya utilizado al futbol como instrumento político y que haya intentado equiparar los éxitos deportivos con los éxitos de su gobierno (en ocasiones inexistentes). Por supuesto que es falso que un equipo de futbol juegue en el nombre de un país entero, pero el fenómeno de la fanaticada es real, y una vez más el proceso de identificación queda consumado. Quizá uno de los ejemplos más esclarecedores es la selección brasileña de 1958. En un país profundamente racista, fueron cuatro jugadores negros quienes lideraron al equipo al primer título mundial de la Verde amarela: Vavá, Didí, Garrincha y un niño de 17 años llamado Pelé. El campeonato de ninguna manera solucionó los problemas de discriminación racial en Brasil, pero de algún modo sí los reveló. El futbol permitió una representación de los verdaderos problemas de la sociedad del país. También sucedió algo más, los brasileños negros se sintieron representados bajo un escudo que decía Confederação Brasileira de Futebol. Existió, quizá por primera vez, una identidad común entre blancos y negros.
Si los temas políticos se asoman con los clubes locales, con las selecciones quedan indudablemente al descubierto. No es extraño que los hinchas recuerden los conflictos entre las naciones cuando éstas se enfrentan en la cancha y, de manera injusta, les atribuyen a los equipos la responsabilidad de saldar las cuentas con el balón. Resulta sumamente interesante cómo el aficionado encuentra en el futbol una especie de revancha que la Historia y la política probablemente jamás den, el peso simbólico de una selección puede ser, para algunos, tan grande como el mismo país. En el campeonato mundial de México 86, Argentina enfrentó en los cuartos de final a Inglaterra. Apenas cuatro años antes de que la Guerra de las Malvinas entre estos dos países hubiera dejado cientos de muertos y un desolador ambiente de derrota para la nación sudamericana. La cancha del Estadio Azteca fue vista por muchos argentinos como el escenario perfecto para ponerse a mano. Fue en ese partido cuando Maradona metió los dos goles más famosos de su carrera: el primero lo hizo con la mano, el segundo fue catalogado como el gol del siglo después de dejar a cuatro rivales en el camino, desde la media cancha, y fintar al portero. Quienes acudieron al Azteca esa tarde cuentan que los hinchas argentinos sentían que los ingleses habían pagado lo que debían. El partido no solucionó la disputa de las islas pero tal vez le devolvió a la fanaticada, por un momento, el orgullo perdido tras la guerra.
La relación entre un equipo de futbol y el sentido de pertenencia que los aficionados experimentan ha permitido el rápido desarrollo del deporte a través de los años. Aunque es cierto que el fenómeno se ha desbordado de tal manera que quienes lo manejan ven en él una fuente inagotable de recursos económicos, la relación entre el hincha y el equipo poco ha cambiado. En su esencia es casi la misa, la gente ve en los colores un emblema, pertenecer a una comunidad significa representar una fracción de un todo cuya ruptura resultaría en el hundimiento de un símbolo colectivo, por eso no es necesario estar en la cancha para el fanático, también quien observa pertenece. Los que juegan representan a todos aquellos que no pudieron llegar. El hincha se siente parte del juego aun sin patear el balón porque en él se reconoce a sí mismo, es un espejo en el que encuentra sus más profundas pasiones. Lo anterior no está muy alejado de la catarsis en el teatro griego; lo que sucede en la cancha, así como en el escenario, forma parte de la mitología de una colectividad. El futbolista tan sólo es sustancia de algo más grande que es inmaterial: el equipo. Cuando el aficionado se da cuenta que son hombres quienes se disputan el balón comprende que la distancia entre las gradas y el césped es más corta de lo que parece.
En un cuento muy corto del argentino Roberto Fontanarrosa, titulado “Lo que se dice un ídolo”, un jugador pasa desapercibido para la hinchada del equipo por su increíble corrección y sensatez. Un día noquea a un adversario con un golpe en la cara; a partir de ese momento pasó a ser un ídolo de la afición. La razón es explicada contundentemente en las líneas finales: “No podés ser ídolo si sos demasiado perfecto, viejo. ¿Cómo mierda la gente se va a sentir identificada con vos? ¿Qué tenés en común con los monos de la tribuna?”.
El relato también recuerda el debate que se ha tenido por mucho tiempo, ¿son los jugadores ídolos porque se les deifica o lo son porque son humanos? Fontanarrosa plantea lo segundo, idea que comparto porque refuerza el argumento de la identidad y el fácil reconocimiento con la hinchada. En los inicios del futbol profesional la inmensa mayoría de los jugadores provenían de los estratos más bajos de las sociedades, sobre todo en América Latina; los futbolistas antes de volverse ídolos nacionales se convertían en un orgullo para el barrio que los había visto nacer. El hecho de que unos alcanzaran el profesionalismo y otros no era casi algo fortuito —Borges habló de manera similar cuando se refirió a lectores y escritores en Fervor de Buenos Aires—; la importancia radicaba en la representación de una colectividad que históricamente había sido marginada por las clases privilegiadas de la sociedad.
La fascinación que por muchos años ha provocado el futbol no lo exenta de la crítica. Es el monopolio más grande del mundo, los asuntos deportivos están regidos por los económicos y los escándalos de corrupción dentro del organismo no han faltado; grandes equipos como la Juventus de Turín han sido penalizados por el amaño de partidos y varios dirigentes han terminado en la cárcel por malos manejos. Para nada es sorprendente: el deporte no vive excluido de la realidad y por ende se contagia de los mismos problemas que aquejan al mundo, es por eso mismo que la cancha será siempre un reflejo de lo que somos y de la manera en que nos comportamos. Mientras el balón siga rodando y el gran fenómeno del futbol goce de popularidad entre las masas habrá también mucho por escribir.