Fotografía de Areli Rema
Viaje | Por Héctor J. Hernández
El sudor le bañaba el rostro, la hacía parecer una ventana empañada, los cabellos se le pegaban a la frente como raíces a una vieja pared. Iba subiendo una cuesta y sus huaraches resbalaban en la hojarasca húmeda. Había caminado en la oscuridad mucho tiempo, el color azul marino del cielo y el olor de la tierra presagiaban la vuelta del sol.
La mujer sentía cercana la muerte, le pellizcaba la planta de los pies: serpientes diminutas abrían sus bocas hambrientas y le mordisqueaban las carnes callosas. Deseó estar de vuelta en casa, al abrigo del brasero, tarareando a sus otros hijos canciones de cuna que le habían enseñado los ancianos.
Se aferró a una rama y llegó a la cima de la pendiente, adelante las primeras luces del pueblito eran luciérnagas. Se deslizó hasta el suelo y resopló fiebre. Aunque el dolor le permitiera andar el resto del camino, nadie aseguraba que podría encontrar ayuda. El malestar le apretó el vientre e hizo que sus dientes se prensaran como tenaza de cangrejo, un charco de líquido viscoso empapó el limo a su alrededor. El tirón de sus entrañas adquirió una consistencia palpable que haló sus ojos en convulsión aguda. La vida resonó en el monte: un llanto instintivo y ajeno cubrió el cerro de luto.
Incidente en el Congreso | Por Rodrigo Ruiz Spitalier
(Basado en una idea de Gabriel Astey W.)
La sesión había durado varias horas. Las palabras “coyuntura” y “paradigma” se habían escuchado numerosas veces: los asistentes se retorcían en sus asientos. De pronto, resonó un estruendo: las puertas de la sala se abrieron de una patada y entre ellas emergió una figura. Los congregados se quedaron como estatuas, contemplando el evento, sin que sus mentes pudieran procesarlo.
Nunca nadie se explicó, por cierto, cómo es que el intruso logró colarse en el edificio sin ser detectado, evadir, distraer a los guardias y llegar hasta la puerta.
El personaje, aprovechando el congelante desconcierto, corrió hacia la tribuna con pasos agigantados y, sin más, se subió a la mesa. Todos los asistentes seguían con los ojos clavados en él, sin que ninguno se atreviera a hablar o a moverse. Brevemente recorrió su mirada por el recinto. Extendió los brazos en un ademán que abarcara simbólicamente toda la sala, alzó la cabeza y con bíblica solemnidad proclamó:
–¡Todo esto es una gran mamada!
Luego descendió del estrado y se dirigió con parsimonia al encuentro de los guardias, que ya llegaban a aprehenderlo.
Ilustraciones de Omar Sánchez